Un ensayo sobre la potencia política de la ficción, como
cuestionamiento de la realidad establecida y de las identidades
obligatorias, como creación de nuevas posibilidades de existencia y de
comunidad, desde la Revolución Francesa hasta el 15-M, por Amador Fernández-Savater. Es un texto largo, puedes leerlo en PDF aquí.
Los que estamos aquí, en Tahrir, Sol, Syntagma o Zuccotti, ¿quiénes somos, cómo nos llamamos? Indignados, 99%, la gente de Tahrir... Son algunos nombres de los diferentes nosotros que han hecho su aparición en las plazas. Esos nombres, ¿tienen alguna importancia? Toda una inercia nos lleva a pensar que no, que “sólo son palabras”. Una especie de sustancia diferente a la realidad, una sustancia sin sustancia. Además son palabras extrañas, casi vacías de significado, sin límites o fronteras precisas, ni referentes muy claros, que cualquiera puede atribuirse... En definitiva, sospechosas. Sospechosas para todas las policías interesadas en saber “quién hay detrás” de cada movimiento. Sospechosas (por “metafísicas” y “poéticas”) para todas las tradiciones políticas y sociológicas serias. Sospechosas para el mismo sentido común: “¿cómo van a ser el 99%? Eso es imposible”.
Y
sin embargo, aunque estos nombres -flotantes, sin referentes claros,
imprecisos, imposibles- no se inscriben en ninguna tradición política
explícita y determinada, tienen una larga historia. Hay quien los asocia
a la posmodernidad y sus juegos de lenguaje, pero memorias con más
alcance remontan su aparición muchos siglos atrás. Señalan de hecho que
son consustanciales a la misma política de emancipación. Es decir, que
son tan viejos como la acción política, pero a la vez siempre jóvenes
en su aparecer. Cada vez que hay prácticas de emancipación, es decir
desacuerdo e interrogación radical sobre los modos de vivir juntos,
surge uno de esos nombres. Levantando siempre las mismas sospechas de
todas las policías, los pensadores serios y el sentido común.
Las
palabras son fuerzas materiales. Nos hacen y deshacen. Indignados, 99%,
la gente de Tahrir... han sido ingredientes constitutivos de las
plazas, absolutamente determinantes para abrirlas como lugares comunes,
desplazando las identidades que nos separan cotidianamente. Para abrir
espacios de todos y de nadie necesitamos dejar de ser lo que la
realidad nos obliga a ser: la fuerza del anonimato. Pero
paradójicamente el anonimato no consiste en el rechazo de los nombres,
sino más bien en asumir un nombre compartido. Un nombre de cualquiera
contra los nombres separadores.
La obra de Jacques Rancière es
una invitación muy bella y apremiante a tomarnos en serio las palabras,
la efectividad de los actos de palabra, nuestra propia naturaleza como
animales poéticos. Para él, acción política y literatura coinciden en
un punto: ambas pasan por el poder las ficciones, las metáforas y las
historias. La política de emancipación es una política literaria o
política-ficción que inventa un nombre o personaje colectivo que no
aparece en las cuentas del poder y las desafía (a partir de una
situación, agravio o injusticia concreta). Ese nombre no es de nadie en
particular, sino que en él caben todos los que no cuentan, no son
escuchados, no tienen voz, no deciden y están excluidos del mundo
común.
A continuación voy a mezclar mis palabras con las de
Rancière para exponer
su teoría de la ficción política y luego pensar las potencias y los problemas de algunos “nombres de cualquiera” que han emergido con el movimiento 15-M.
su teoría de la ficción política y luego pensar las potencias y los problemas de algunos “nombres de cualquiera” que han emergido con el movimiento 15-M.
La ficción política: tres operaciones
Según
Rancière, una ficción política hace tres operaciones simultáneas: crea
un nombre o personaje colectivo, produce nueva realidad e interrumpe
la que hay.
El nombre o personaje colectivo no expresa ni
refleja un sujeto previo, sino que es la creación de un espacio de
subjetivación -esto es, de transformación de los lenguajes, las
percepciones y los comportamientos- que simplemente no existía antes.
Es decir, ese personaje colectivo no estaba ya contado entre las partes
de la sociedad como grupo real, colección de individuos con tales o
cuales características, cuerpo objetivable, ni siquiera latente. Existe
cuando se manifiesta y se declara a sí mismo como existente,
autodenominándose. Por esa razón nunca aparece como una realidad clara y
distinta (una cosa, un sujeto o una sustancia), sino más bien como un fantasma: borroso e intermitente, inasignable e incorpóreo, precario y móvil, perturbador e ilegítimo.
Ese
nombre o personaje colectivo interrumpe la realidad en tanto que mapa
de lo que se puede ver, sentir, hacer y pensar. El marco que determina
lo posible y lo imposible, lo visible y lo invisible, el sentido y el
ruido, lo real y lo irreal, lo legítimo y lo ilegítimo, lo tolerable y
lo intolerable. Interrumpe asimismo la realidad entendida como orden de
las clasificaciones, las designaciones y las identidades que hacen a
las cosas a ser lo que son. La distribución jerárquica de lugares,
poderes y funciones: división del todo social en categorías, grupos y
subgrupos; asignación de cada cual a una casilla, con un papel y unas
capacidades determinadas, según tales o cuales predicados o propiedades
(títulos, origen, estatus, rango o riqueza), etc.
Esta realidad
(como distribución jerárquica de los lugares) no es menos “ficticia”
que la ficción, pero no se reconoce a sí misma como tal. Se hace pasar
por lo único que hay y puede haber. Busca siempre fundamentarse y
justificarse en un supuesto ser-así de las cosas. Odia los puntos
vacíos o polémicos, los restos que no encajan en su distribución de las partes (los elementos flotantes o inasignables).
El
personaje colectivo de la ficción política produce nueva realidad
porque redefine el mapa de lo posible: no sólo modifica lo que se puede
ver, hacer, sentir y pensar acerca de la realidad, sino también quién
puede hacerlo. Impugna la distribución jerárquica de lugares y
funciones en nombre de las capacidades de cualquiera y la igualdad de
las inteligencias. Muestra paisajes inéditos: hace ver cosas que no se
veían, pone en relación lo que estaba disperso, hace surgir otras voces y
otros temas, otros lenguajes y otros enunciados, otras escalas y otros
razonamientos, otras legitimidades y otros hechos. Y ofrece ese
paisaje inédito a todos, a cualquiera. Como un don, un regalo, una
nueva posibilidad de existencia.
La ficción política interrumpe y
crea, crea e interrumpe. Simultáneamente. Es un poder de
desclasificación y un poder de creación. Hace lo común deshaciéndolo,
deshace lo común y lo rehace.
Encontramos aquí y allá, dispersos
en los libros de Rancière, algunos ejemplos históricos que clarifican
mucho la noción de ficción política. Vamos a repasar brevemente cuatro:
el hombre-ciudadano de la Revolución Francesa, el proletariado, el
eslogan “todos somos judíos alemanes” de Mayo del 68 y la consigna
“nosotros somos el pueblo” coreada en las manifestaciones de 1989 en
Alemania del Este.
Hombre-ciudadano
Seguramente
fue el conde Joseph de Maistre, uno de los enemigos más brillantes de
la Revolución Francesa, defensor ultramontano del absolutismo
monárquico y el Antiguo Régimen, quien captó mejor la naturaleza ficticia
de la subversión ilustrada, al declarar: “en el curso de mi vida he
visto franceses, italianos, rusos; y hasta sé, gracias a Montesquieu,
que uno puede ser un persa. Pero con el hombre nunca me he encontrado;
si existe, es en mi total ignorancia”.
Según De Maistre, el
hombre-ciudadano -presupuesto y protagonista de la Revolución Francesa-
es una nada, una ilusión, un imposible, una abstracción, una quimera,
una fábula, una mentira. No se puede ver con los ojos ni tocar con las
manos. Para el conde, existen franceses, italianos y rusos,
distribuidos a su vez en lugares y funciones según su posición de
nacimiento en el Antiguo Régimen (realeza, nobleza, campesinado), todo
ello conforme a leyes naturales “de las cuales no se puede decir otra
cosa sino que existen porque existen”. Cada cual debe ocupar su lugar y
conformarse a él. Ver, sentir, hacer y pensar lo que el lugar
autoriza. Reproducir la identidad.
Si De Maistre no ve nada
es porque la ficción revolucionaria inventa un espacio que no existía
antes, interrumpiendo el orden de las clasificaciones que define la
realidad, cuestionando la necesidad de lo necesario y suspendiendo la
orden dada a las subjetividades de ser lo que son. El nuevo espacio
mental redefine lo posible y lo imposible, lo visible y lo invisible, lo
tolerable y lo intolerable. Desencaja a los seres y a las cosas de la
naturalidad de los lugares propios (origen o condición). Uno ya no es
quien es según el lugar y la posición social de nacimiento, sino en
tanto que está dotado de razón. En igualdad con el resto de seres
humanos. La ficción dibuja y construye así un nuevo “nosotros”, un
espacio de subjetivación donde cualquiera puede contarse.
Los
revolucionarios franceses deciden “hacer como si” ya no fuesen súbditos
del Antiguo Régimen, lo que la realidad les obliga a ser, sino
ciudadanos capaces de pensar, decidir, redactar una Constitución y
gobernarse. Se redefinen a sí mismos según otra figura de referencia. La
capacidad igual de todos para pensar se convierte en la base de una
nueva dignidad. “Individuos abstractos”, protesta De Maistre: los
hombres-ciudadanos no se ajustan ni dependen de los criterios de
competencia, fortuna o respetabilidad que confieren el derecho a decidir
en el Antiguo Régimen. Hombres “sin atributos”, es decir, sin las
propiedades, los títulos, los honores o las riquezas necesarias para
gobernar. Hombres “sin raíces” que ya no están “plantados en el suelo”
del origen o la posición social, sino que han sido arrancados a él por
la ficción igualitaria.
“Es una locura encargar una sociedad a
una asamblea que delibera, porque ninguna Constitución puede ser
resultado de una deliberación”. Las Constituciones según De Maistre
sólo pueden recoger y transcribir lo que hay, esas leyes “de las cuales
no se puede decir otra cosa sino que existen porque existen”. La nueva
Constitución revolucionaria será estéril, augura el conde, porque es
artificial y contra natura. Asociar derechos a un fantasma, basar toda una sociedad en una nada,
está destinado al peor de los fracasos. Es una rebelión imposible
contra lo dado: la revolución como “acto satánico”. Pero la historia de
los últimos dos siglos -todo lo que ha implicado como efecto la
ficción política del hombre-ciudadano- muestra bien claro que las
ficciones políticas producen realidad y generan efectos que transforman
el mundo de abajo a arriba, trastornando todos los ordenamientos
supuestamente naturales y eternos. Las fábulas son cosas serias.
Proletariado
Ranciére
cuenta dos historias para resumir en qué consiste para él la ficción
política proletaria. La primera es la reunión en 1792 de nueve
trabajadores en una taberna de Londres con una idea común: toda persona
adulta en posesión de razón tiene la capacidad (y debe por tanto tener
el derecho) de elegir a los miembros del Parlamento. Para luchar por
ello, esos nueve trabajadores constituyen una “sociedad de
correspondencia” cuya primera regla reza así: “que el número de nuestros
miembros sea ilimitado”. E.P. Thompson, el célebre historiador del
movimiento obrero, considera esa misma escena como el acontecimiento
inaugural de la formación de la clase obrera inglesa.
La segunda
historia cuenta que, siendo juzgado en 1832 por sedición, el juez
pregunta al célebre revolucionario francés Auguste Blanqui por su
profesión. “Proletario”, contesta Blanqui. El juez objeta: “pero eso no
es una profesión”. Y Blanqui, que tampoco era lo que se entiende por un
trabajador proletario, replica fulgurante: “es la profesión de treinta
millones de franceses que viven de su trabajo y están sin embargo
privados de derechos políticos”.
Ranciére, él mismo historiador
del movimiento obrero, explica que 'proletario' es un término que viene
de la Antigua Roma donde servía para designar a la multitud de los que
se dedicaban a la pura y simple reproducción. Arrancada a su contexto,
esa palabra antigua viaja en el tiempo para nombrar, no una forma de
“cultura” o de ethos colectivo que de pronto cobra voz, sino un
espacio de subjetivación donde cualquiera (Blanqui incluido) puede
ingresar. No un grupo social determinado, un sector específico o una
parte del todo, sino más bien “la parte de los sin parte” que perturba
el mapa de lo posible. Un espacio que no preexiste, sino que se crea y
manifiesta en el conflicto y la interrupción de la realidad. No una
sustancia: un acontecimiento.
Proletario es el nombre de la
emancipación posible de la humanidad entera. “Una clase que ya no es
una clase”, dice Marx, “sino la disolución de todas las clases”. “No
una clase social particular”, explica Mao, “sino simplemente los amigos
de la Revolución”. Un nombre vacío que representa la igualdad de
cualquiera con cualquiera. Una nada en la que caben todos.
La
ficción política proletaria interrumpe la desigualdad jerárquica
inscrita en el reparto capitalista de lo sensible, resumida
perfectamente en esta frase de Taylor, el inventor de la cadena de
montaje: “los trabajadores son una mezcla de orangután y robot”. Es
decir, los que trabajan con sus manos no pueden pensar, los productores
son autómatas y animales que necesitan a la clase dominante para
organizarse y hacer su trabajo. Los proletarios del siglo XIX deciden
“hacer como si” no fuesen la mezcla de orangután y robot que la realidad
les obligaba a ser, sino personas iguales a las demás en inteligencia y
facultades, capaces de leer, pensar, escribir y autoorganizar su
trabajo.
Así, la ficción proletaria desplaza los cuerpos fuera de
los lugares asignados, capacitando para hacer lo que era imposible y
al mismo tiempo estaba prohibido. Cambia el destino de los lugares
dados: por ejemplo resignifica las fábricas como espacios de
organización, debate y acción política, no sólo de trabajo sometido,
mudo y alienante. Hace ver lo que se quería ocultar y hace escuchar
como razones lo que sólo se percibía como sufrimiento físico. Y altera y
modifica para siempre el mapa de la realidad: el trabajo no será más
un tema privado entre el patrón y el trabajador, sino un asunto público
y colectivo donde se juega la definición que una sociedad se hace de
la justicia.
"Todos somos judíos alemanes”
Mediados
de mayo del 68. El gobierno francés impide regresar a París desde
Alemania a uno de los líderes del movimiento, Daniel Cohn-Bendit, nacido
en Francia pero con pasaporte alemán y de padres judíos. Los políticos
y la prensa conservadora se ceban con él: es un elemento peligroso y,
para más inri, “un judío alemán”. Enseguida se organizan
manifestaciones de solidaridad donde se corea el siguiente eslogan:
“todos somos judíos alemanes”. Se trata de lo que Ranciére denomina un
“enunciado imposible” o una “identificación imposible”. Está claro que
los que lo gritan en las calles no son judíos alemanes, sino que asumen
el estereotipo estigmatizante del enemigo resignificándolo como nombre
colectivo, sin ninguna confusión posible con un grupo sociológico o
una identidad real. ¿Qué realidad interrumpe ese enunciado imposible?
Identificándonos con lo que el poder excluye, nos des-identificamos del
poder. Identificándonos con quien no debemos, nos des-identificamos de
quien somos. En este caso, “un buen francés”. Y nos re-identificamos
con nuevos posibles en otro espacio de subjetivación donde cualquiera
puede contarse sin tener que pedir permiso a nadie ni pasar ningún
filtro de identidad.
"Nosotros somos el pueblo”
Es
el grito-consigna de la revuelta de los alemanes del Este contra la
dictadura soviética en 1989. Se empieza a corear en las “manifestaciones
de los lunes” en Leipzig y pronto se extiende por toda Alemania del
Este. ¿Qué se afirma al gritarlo? Al menos dos cosas. Por un lado, “no
somos lo que el Estado soviético dice que somos (agentes de la CIA o hooligans),
sino gente cualquiera, tú mismo si lo deseas”. Por otro, “el pueblo no
es lo que decís que es, ese objeto pasivo y mudo que el Estado
representaría, sino algo distinto”. Desde la cúpula del Estado se
contesta: “miraos, no sois el pueblo, sólo sois una minoría
(sospechosa). ¿Cómo unos cuantos miles de personas en la calle se pueden
arrogar el derecho de representar a los millones que no lo hacen?” La
operación que hace ese nombre colectivo (el más clásico entre los
clásicos: el pueblo) es abrir una distancia con respecto a la
representación misma y sus “nombres separadores” (con los que se
clasifica, estigmatiza y criminaliza). Y en esa distancia acoge otras
posibilidades, otras legitimidades, otras voces y otras razones. Crea el
espacio para un pueblo fantástico, que no aparece en ningún censo ni estadística, pero que al mismo tiempo tira abajo los muros y transforma la realidad.
Desdoblamientos
Según
Rancière, el efecto de la política-ficción (o de la ficción política)
es el desdoblamiento: uno se divide en dos. Mediante la ficción nos
des-incorporamos (abandonamos un cuerpo) y nos re-incorporamos (a un
campo nuevo de posibilidades). Hacemos “como si” fuésemos algo distinto
de lo que somos y de ese modo generamos efectos de realidad. La ficción
es una fuerza material desde el momento en que creemos en ella y nos
organizamos en consecuencia.
Cada cuerpo que se convierte en
actor de uno de estos personajes colectivos experimenta interiormente
ese desdoblamiento. El conflicto atraviesa y divide a cada cual.
Vivimos dos vidas a un tiempo. Uno es italiano, inglés o ruso, pero
también un ser humano capaz de pensar y redactar una Constitución. Un
cuerpo sometido a un trabajo alienante y mudo, pero también un
proletario capaz de leer y escribir. Un francés, pero también un “judío
alemán” solidario con los que no caben en Francia. Seres dobles, que
ya no están sólo “a lo suyo”, es decir lo que les toca hacer y pensar
según su lugar, sino abiertos a paisajes inéditos, conexiones
improbables, otras capacidades. Seres anfibios, dice Rancière, que viven
“entre” distintas identidades, emborronando las fronteras entre clases
y saberes.
A través de la ficción nos sustraemos de la
comunidad como lugar obligatorio de pertenencia y nos inscribimos en
comunidades azarosas o aleatorias, porque no se dan entre quienes
comparten tales propiedades o cuales predicados, sino entre las
singularidades cualquiera, imposibles de anticipar, que se sienten
interpeladas. Comunidades sensibles, no definidas por una
identidad común sino por una sensibilidad compartida. Comunidades fuera
de lugar y, precisamente por ello, capaces de incorporarse en cualquier lugar. No tanto un sujeto político sólido y con sede permanente, como espectros que tienen sus momentos y lugares de aparición.
La
ficción es la potencia de humanización por excelencia: si los seres
humanos no somos simplemente un “producto necesario” de las
determinaciones biológicas y sociales, sino que tenemos la capacidad de
hacernos un cuerpo nuevo, la ficción actualiza y verifica esa potencia,
interrumpiendo los automatismos, haciéndonos insumisos a nuestro
destino escrito en los genes, los apellidos, el lugar de nacimiento o
la condición social.
Política literal y política literaria
“Todo
eso es imposible”. Siempre hay una voz que lo declara. Los
revolucionarios franceses dicen “somos hombres” y De Maistre responde:
“no existe tal cosa, es una locura”. Blanqui proclama “mi profesión es
proletario” y el juez objeta: “eso no es una profesión”. Los alemanes
corean “nosotros somos el pueblo” y el Estado soviético replica: “nada
de eso, sólo sois una minoría, ¿es que no lo veis?” Pero una y otra vez
no se ve, se ve otra cosa, se ve doble.
Ese desacuerdo no sólo
se da entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, como podía
pensarse de los ejemplos previos, sino en el interior mismo del
pensamiento crítico y las prácticas de emancipación. Porque también la
emancipación se ha pensado y se piensa como afirmación de una identidad
(de clase, nacional, cultural, étnica, sexual). Es lo que podríamos
llamar “política literal”. La política literal dice: “somos lo que
somos, tomemos conciencia, reivindiquemos lo nuestro, lo propio”.
Política pedagógica, que opone un saber que (nos) falta a la ignorancia
organizada de lo que somos. Política de la libre expresión, que opone
el desarrollo de una identidad a la represión que la inhibe.
Pero la emancipación puede pensarse de otra manera: somos y no somos lo que somos. La política literaria no “expresa” una situación, una cultura o un modo de vida, sino que disocia las apariencias de la realidad, lo que somos y lo que podemos. A través de las ficciones nos volvemos capaces de acciones prohibidas o imposibles para nuestra identidad, origen o condición. No reivindicamos un trozo más grande del pastel (el que nos toca según tal o cual identidad), sino que planteamos algunas preguntas que cuestionan la naturaleza misma del pastel. No afirmamos lo propio, sino más bien lo impropio: compartido y transversal, de todos y de nadie. La política-ficción es este desdoblamiento que pone un mundo en otro, esta “guerra de los mundos” que recrea incesantemente un mismo y único mundo, un mundo común.
Así puede entenderse la polémica de
Rancière contra el marxismo de Althusser o la sociología crítica de
Bourdieu: la política para Rancière no pasa por adquirir un saber que
nos falta y la ciencia posee, ni tampoco por encontrar una conciencia
propia, correcta y adecuada a la propia identidad, sino por
desidentificarse de una cultura y una identidad dadas mediante un
proceso de subjetivación. Las palabras y las apariencias no son aquí
“reflejo” o “máscara” de la realidad (según las usemos bien o mal),
sino una fuerza material que puede llevarnos más allá de las
determinaciones que nos constituyen, más allá de nuestro destino. El
saber que emancipa no es tanto el que describe adecuadamente la
realidad, como el que redescribe la experiencia común. Y los nombres
políticos no son la expresión del interés de un grupo social concreto,
sino el nombre de un cuestionamiento del reparto social de los papeles
que nos interpela a todos.
Ficciones 15-M
Lo
que quisiera a partir de aquí es repasar algunos enunciados que
emergen con el movimiento 15-M como ficciones inclusivas y políticas.
Me doy cuenta de que el orden del texto sugiere que lo que viene a
continuación es una especie de “aplicación” de la teoría de Ranciére a
algunos casos concretos. Pero casi podría decir lo contrario: son estos
ejemplos vividos en primera persona los que me han permitido entender
interiormente las reflexiones del filósofo. En realidad se trata de un
encuentro, como siempre que acontece el pensamiento, entre lo que
leemos, lo que vivimos y lo que inventamos por nuestra cuenta, sin saber
muy bien qué poliniza qué.
Desde el primer día, las plazas
tomadas del 15-M se propusieron como espacios de apertura constante: no
un gesto de separación o una trinchera, sino la invitación a
cualquiera a encontrarse, pensar y organizarse juntos para hacernos
preguntas y buscar respuestas (precisamente porque se admite que nadie
las tiene). Invitar no es una operación sencilla: hay que confiar en el
desconocido, saber acoger, tener algo que ofrecer, estar dispuesto a
dejarse alterar por lo que el otro tiene que traer, permitir al otro
reapropiarse el espacio y reconfigurarlo a su gusto, etc. En esa
preocupación por el otro que no está ya aquí, entre nosotros,
residía una parte importante de la tensión creativa de las acampadas.
La consigna de “respeto” que circulaba con tanta fuerza nombraba la
exigencia y el desafío de elaborar una convivencia entre diferentes y
desconocidos, poniendo siempre en primer plano lo que une y no lo que
separa (siglas, violencia, lenguajes y comportamientos excluyentes). Lo
más difícil hoy en día cuando el otro se nos aparece repetidamente como
un obstáculo o una amenaza.
Para invitar al otro a pensar y
desafiar juntos al poder necesitamos dejar de ser quienes somos, porque
“en tanto que” lo que la realidad nos obliga a ser sólo puede haber
choque, relación instrumental o desigualdad, pero no encuentro o
composición horizontal. Las ficciones políticas crean terreno común,
nos permiten dejar de ser lo que somos y encontrarnos “en tanto que”
otra cosa, un nosotros abierto e incluyente. Indignados, personas, 99%,
Sol o 15-M son los nombres o personajes colectivos a través de los
cuales se ha desarreglado el orden de las clasificaciones que organiza
el escenario político local como un tablero de ajedrez (PSOE/PP,
izquierda/derecha, las dos Españas), para poder así autoconvocarnos en
tanto que 99% de personas afectadas por la estafa política y económica
de la crisis.
Indignados
Al principio
funcionó más como una etiqueta mediática que como un nombre propio. No
recuerdo que circulara o prendiese demasiado en las plazas. Pero eso
cambió más tarde, cuando la gente identificada con el 15-M se reapropió
del término (otro episodio más del toma y daca constante de
resignificaciones de imágenes y palabras entre el poder y la gente
cualquiera).
¿Qué realidad interrumpe esta ficción? Indignados no
se define con respecto al trabajo: los indignados no son los
trabajadores, ni siquiera los precarios o los parados. Tampoco se
define con respecto a un marco nacional: los indignados no son “los
ciudadanos” ni siquiera “el pueblo”. La desidentificación opera aquí
con respecto a las formas de representación tradicional: sindicatos,
para los trabajadores; partidos políticos, para el pueblo y los
ciudadanos.
Indignados dispone un nosotros muy abierto, definido
por una acción y una actitud. Cualquiera puede sentirse indignado,
cualquiera puede percibir como intolerable el estado de cosas,
cualquiera puede rechazar ser una mercancía en manos de políticos y
banqueros. La indignación no remite a una identidad sociológica o
ideológica (“estos” o “aquellos”), sino a una decisión subjetiva,
potencialmente accesible a cualquiera.
Se critica el nombre de
indignados porque evoca una protesta sin pensamiento ni construcción,
cuando el movimiento 15-M no se agota en el rechazo o el grito (como
han interpretado, desde muy lejos, algunos ilustres intelectuales y
opinadores). Unos pocos días después de tomar la plaza, no se podía
decir que estábamos allí sólo gritando nuestra indignación contra
nadie, sino también por la belleza y la potencia de estar juntos,
desplegando un formidable pensamiento práctico y situado, reinventando
las formas de hacernos cargo en común de lo común. La pregunta que se
plantea entonces es: ¿están las palabras cargadas irremediablemente de
sus significados previos o las podemos hacer decir otras cosas,
asociándolas a otras prácticas y otros contextos, incluso desplegando
en ellas otros significados (la dignidad que encierra la palabra
indignados por ejemplo)?
Personas
Al
comienzo de la acampada, se dio un debate en varios grupos y comisiones
sobre si debíamos denominarnos personas o ciudadanos. Mucha gente
consideraba la palabra “personas” más adecuada y eficaz en la situación
abierta. De hecho, el primer texto que se lanzó desde la plaza de Sol
decía: “los que estamos aquí no somos colectivos ni organizaciones, sino
personas que han venido libremente...”.
Como dicen los amigos de
Onda Precaria, la palabra personas “dejaba atrás las siglas, las
ideologías, pero también las identidades prefijadas (obreros,
ciudadanos…) y permitía interpelar a muchos. Permitía volver a mirarse a
los ojos y confiar en el otro, porque allí estaba en Sol, codo a codo
conmigo y con el de más allá, contra políticos y banqueros, para que
las personas no fueran tratadas como mercancías. Al llamarnos personas,
hacíamos tabla rasa y nos identificábamos como iguales: era como decir
'no me importa de dónde vengas, no te pediré ninguna credencial, sé
que eres como yo'”.
Vacía de color y peso político, “personas”
podía cargarse por ello mismo de una potencia inédita y circular como
una palabra creíble. Indicaba el deseo de otro comienzo, de otro punto
de partida por fuera de la política desprestigiada de los políticos.
“Personas”
recoge al mismo tiempo la confianza en lo personal, una de las pocas
dimensiones de la vida contemporánea que aún merece nuestra estima. Es
el atractivo de la intimidad, donde -a pesar de los mil cálculos y
estrategias que la atraviesan- aún sentimos que el otro se nos muestra
sincera y espontáneamente, de forma sencilla y directa, sin temor al
juicio ni agenda oculta. El mismo empuje de las redes sociales le debe
algo a esto: la conexión se da uno a uno, persona a persona. En las
redes sociales la intimidad sale además del ámbito afectivo inmediato y
se hace pública, desdibujándose las fronteras público/privado,
amigo/desconocido.
Estas formas de conexión uno a uno ya se
habían activado políticamente en el pasado. Si por ejemplo confiamos en
la convocatoria anónima que nos llamó a protestar frente a las sedes
del PP dos días después del atentado terrorista del 11-M en 2004, fue
precisamente porque no la firmaba ninguna organización política y nos
llegaba reenviada por numerosos amigos. Como no nos movía una identidad
o una ideología, sino una afectación sensible y en primera persona por
lo que estaba ocurriendo, sólo una convocatoria al mismo tiempo
anónima y personal podía galvanizar la protesta.
En el 15-M la
“intimidad” no sólo se hace pública, sino que se encarna en calles y
cuerpos. Durante las semanas de acampada, el grado de exposición
personal en las intervenciones públicas era asombroso, se compartían
las preocupaciones e inclinaciones más profundas como si hubiesen caído
por un momento la vergüenza y el pudor que no dejan compartir
normalmente lo más íntimo con desconocidos. En las asambleas se
aplaudían mucho (en silencio, con las manos) las intervenciones más personales:
por ejemplo las que balbuceaban y tanteaban para encontrar sus propias
palabras. Las aspas de rechazo se levantaban enseguida contra los
discursos más automáticos, más codificados, menos afectados por la
situación.
Se ha pensado la acción política con el esquema de lo
publico y lo privado, pero hoy quizá podríamos repensarla según lo
íntimo y lo común. Lo íntimo no es lo privado, todo lo contrario. Es a
la vez lo más propio y lo más impropio -transversal, tuyo y mío, de
todos y de nadie. Qué sorpresa escuchar de pronto al otro decir
exactamente lo que yo pienso en una asamblea, expresar en público lo
que a mi me pasa. El filósofo Santiago López Petit habla a este
respecto de la “interioridad común” como motor de las nuevas
politizaciones anónimas. Lo que yo me digo a mi mismo en soledad -mi verdad-
resuena y circula inesperadamente como una verdad colectiva y
compartida con otros muchos (a quienes ni siquiera conozco). Como
verdad común que funda un nuevo nosotros.
Por último, el uso de
la palabra “personas” me recuerda a la historia de Ulises y el cíclope
Polifemo. En determinado momento Polifemo le pregunta a Ulises su
nombre y Ulises responde: “mi nombre es Nadie; Nadie me llaman mi
madre, mi padre y mis compañeros todos”. Esa astucia le permitirá
escapar junto a sus compañeros después de herir a Polifemo en su único
ojo: los demás cíclopes se burlan de su hermano cuando les pide ayuda
porque ha sido atacado por “Nadie”.
El poder es siempre una
máquina de estereotipar: nombrar, encasillar, separar, estigmatizar,
criminalizar. En el caso del 15-M, los estereotipos como “anti-sistema”
o “perroflautas” han tratado de distinguir entre “la gente normal” y
“los que protestan”: los sospechosos. Romper lo común. Pero el 15-M ha
inventado mil formas de pinchar los estereotipos, desde el humor que
ridiculiza y vacía las imágenes del miedo hasta la invitación constante
a cualquiera a acercarse a ver con sus propios ojos la realidad que se
estaba construyendo en las plazas, reproponiéndose a sí mismo una y
otra vez como espacio de cualquiera.
Cuando los cíclopes
mediáticos y políticos preguntan al 15-M: “¿cuál es tu nombre?”,
responder “somos personas” ha sido otra manera de escapar. Personas es
un nombre vacío en el que cabe cualquiera, una nada que nos incluye a
todos. La palabra personas proviene curiosamente de “máscara”: la
máscara que usaban antiguamente los actores de teatro para dar vida a
sus personajes. Las ficciones políticas son nombres colectivos y
máscaras que nos permiten a la vez hacernos invisibles al poder y
accesibles para los demás.
Somos el 99%
En
la acampada de Sol una pancarta dice: “somos todos”. Un enunciado muy
parecido se convierte luego en el lema central del movimiento
estadounidense Occupy: “somos el 99%”. De rebote, en ese campo
de resonancias que es el movimiento global de las plazas, el lema del
99% se empieza a usar también en España. “Somos el 99%” es sin duda uno
de esos “enunciados imposibles” de que habla Rancière. Una afirmación
paradójica e imposible (“mentira” desde un punto de vista objetivo y
literal) según la cual una minoría en la calle dice ser la mayoría,
todos.
El enunciado recibe las mismas críticas que aquel
“nosotros somos el pueblo” y por las mismas razones: “no sois el 99%,
sino una minoría muy concreta (y sospechosa)”. Para remachar el
argumento se comparan siempre las cifras de asistentes a
manifestaciones y las de votantes en las urnas electorales, como
diciendo “esto es lo que sois de verdad, tantos, menos que los que
aceptan la representación”. Aquí de nuevo chocan las dos políticas:
literal y literaria. La política literal piensa aquí la realidad según
un esquema de todo y partes, de partes y partidos, de mayorías y
minorías, de proporciones aritméticas y geométricas. Todo ello
expresado perfectamente en los gráficos de los resultados electorales,
una persona un voto, los distintos colores representando a las
partes/partidos, etc.
Pero como explica Rancière, algo pasa
precisamente cuando no salen las cuentas. La política literaria
desdobla la realidad. Desarregla el esquema del todo y las partes
añadiendo una parte suplementaria: la parte de los sin parte. No un
espacio donde se habla por todos, sino donde se habla para
todos. Que no interpela a estos o aquellos, sino que parte de preguntas
y problemas transversales que pueden afectar a gente muy distinta,
como por ejemplo un desahucio -por citar uno de los puntos de
politización del 15M- puede afectar a una persona religiosa o a un
laica, de derechas o de izquierdas, monárquica o republicana.
Aunque
una lectura enfatiza la oposición que establece entre el 1% que
acapara la riqueza y la decisión política frente al 99% de desposeídos,
la fuerza del lema no me parece tanto cuantitativa o descriptiva, como
literaria y performativa. Somos el 99% significa “nuestro hacer y
decir se dirige indistintamente a todos”, implica voluntad de apertura,
pregunta y preocupación por los que no están ya entre nosotros,
problematización del confort autorreferente de las identidades,
confianza en la inteligencia igual de los desconocidos, en la capacidad
de cualquiera para hacerse cargo de los asuntos comunes. Y las palabras
tiene efectos prácticos.
Durante los primeros días de la ocupación de la plaza de Zuccotti, Occupy Wall Street
era un espacio habitado casi exclusivamente por activistas y militantes
políticos. Fue en ese momento cuando el lema del 99% se empezó a
extender, empujado en un primer instante por algunas personas que
deseaban abrir la situación. Mucha gente distinta se sintió interpelada
por la consigna y se acercó a Zuccotti. Los lenguajes y comportamientos
políticos más autorreferenciales y excluyentes tuvieron que
modificarse para acoger a los desconocidos que llegaban. Y así la
consigna del 99% transformó materialmente la situación.
Sol
Cuando
a principios de agosto de 2011 las autoridades decidieron desmantelar
los restos del campamento de Sol y arrancaron la placa que el 15-M
había colocado bajo la estatua del caballo de Carlos III (que decía
“dormíamos, despertamos”), miles de personas se autoconvocaron
inmediatamente en manifestaciones de protesta que pusieron en jaque un
despliegue policial inédito. Sol es un espacio muy importante para los
madrileños vinculados al 15-M, en el que meses después del campamento se
siguen realizando todo tipo de reuniones, asambleas y concentraciones.
Pero al mismo tiempo Sol es también un espacio simbólico y metáfora de
metáforas: por ejemplo, kilómetro cero, el “nuevo comienzo” que para
Hannah Arendt define lo propio de la política; los lemas “ensólate”,
“ensolación” y sus mil variantes, que remiten al espíritu, la energía y
la emoción que se vivía en el campamento, relacionada con el pasaje de
la impotencia a la potencia, de la competencia a la cooperación, del
cinismo a la confianza; la imagen del “despertar”, no sólo como un
despertar de las conciencias, sino también como despertar de la
pesadilla del individualismo, de los cuerpos anestesiados y blindados a
lo que tenemos en común, etc.
La ficción política de Sol evoca un posible ya realizado:
el pequeño mundo y la pequeña ciudad que se construyeron en la plaza
durante tres semanas, un “taller de democracia al aire libre” (como dijo
alguien en una asamblea) donde experimentar modos de participación
común en los asuntos comunes. Un espacio no sólo de protesta y denuncia,
sino de organización de la vida colectiva: espacio habitable,
participado y de cualquiera (“cabemos todos, os necesitamos a todos”
dice un vídeo sobre el campamento de Sol recogiendo un sentir muy
común). Experiencia de protagonismo y poder hacer, de toma colectiva de
la palabra, contra las jerarquías instituidas del saber y el monopolio
privado de la decisión política. Experiencia de libertad, no tanto como
posibilidad de escoger entre opciones dadas, sino de reinventar
colectivamente las reglas de juego. Experiencia de hacer mucho con poco,
de otra idea del lujo o la riqueza, ya no asociada al consumo o al
dinero, sino a las relaciones y a otra experiencia del tiempo.
Experiencia de lo común y redescubrimiento del otro como cómplice frente
al “sálvese quien pueda” imperante en la vida normal... Un posible ya
realizado, pero que la ficción Sol no sólo mantiene en el recuerdo,
sino que nos convoca a actualizar, retomar y desarrollar.
15-M
A última hora me doy cuenta de que podríamos pensar el mismo nombre 15-M como personaje colectivo.
La
fecha no indica tanto una identidad, como más bien un corte, un
umbral, un punto de no retorno que interrumpe el tiempo homogéneo de la
repetición. Asumir una fecha como nombre de un movimiento implica el
reconocimiento de que el “nosotros” que se abre es más del orden del
acontecimiento que de la identidad. Es decir, como explica Santiago
López Petit, que “no preexistía, no estaba latente, sino que ha surgido
en el mismo momento que hemos tomado las plazas. Por esto es un
nosotros abierto, abierto a todo el que quiere entrar y formar parte de
él”. 15-M es un nombre que acoge a todo aquel que se sienta
interpelado y tocado por lo que arrancó ese día.
Al mismo tiempo
hay quien señala que aceptar la fecha como un nombre colectivo implica
el riesgo de quedar aferrados a una imagen detenida y cristalizada,
anclados a un origen. Como si el acontecimiento fuera el que fue y no
admitiera nuevas versiones ni actualizaciones. El movimiento quedaría
de ese modo preso en un bucle identitario: sólo es 15-M si repite los
haceres y decires que se reconocen como 15-M. Una forma de negarse a sí
mismo como movimiento, como proceso, como experimento sin modelo (ni
siquiera él mismo).
Un nosotros abierto. Las plazas no establecieron nunca una frontera clara entre dentro y fuera, sino que más bien alentaban una circulación permanente. Pero eso no significa que el 15-M sea un espacio neutral. Un espacio de cualquiera no es un espacio plano. El 15-M hace y dice cosas. Se define por aquello que hace y dice. Una práctica, no una identidad. Pero su hacer y decir no tiene interlocutores predefinidos: “estos” o “aquellos” (la izquierda, los movimientos sociales, etc.), sino (potencialmente) cualquiera. La capacidad de mantener viva la interpelación a cualquiera es una prueba constante, material y concreta. Que pasa tanto por los lenguajes y las estéticas, como por los tiempos o las formas organizativas de la acción política.
Después de abandonar las plazas, el 15-M se convirtió
en una especie de súper-héroe colectivo que aparecía inesperadamente
allí donde se cometía una injusticia. Esa leyenda tenía que
ver con la intervención de muchas personas que habían pasado por las
plazas en el bloqueo de desahucios o redadas racistas de la policía en
los barrios. ¿Eran intervenciones del 15-M? Imposible de decir. Lo que
aparecía y desaparecía así era un nuevo clima social que
aprovechaba, atravesaba y enriquecía muchas veces estructuras previas
para actuar. ¿Qué significa que el 15-M sea un clima? Que no sólo es un
movimiento o una estructura organizada compuesta de asambleas y
comisiones, sino también otro estado mental
y otra disposición colectiva hacia la realidad, marcada por la
experiencia empoderadora de las plazas y diseminada por la sociedad
entera.
El nombre 15-M se debate en esa tensión. Como clima, es
un nombre de cualquiera. Difuso, reapropiable y abierto. Como
organización, es un nombre que se refiere a una realidad delimitada:
siglas que conviven o compiten con otras siglas, con un adentro y un
afuera.
Ficción e identidad
“Nosotros no
es un lugar al que se pertenece, sino un espacio al que se ingresa para
construirlo”, dice el filósofo Diego Tatián. Identidad política e
identidad sociológica no coinciden. Es más: la identidad política supone
una determinada ruptura con la identidad sociológica. Dejar de ser lo
que la realidad nos obliga a ser, abandonar los lugares a los que
simplemente pertenecemos, desdoblarnos. La identidad política es más
bien un espacio que se inventa. Entre cualquiera que comparta, no tales o
cuales predicados, sino ciertas preguntas, principios o búsquedas. Más
una sensibilidad que un mismo lugar en el casillero sociológico. La
identidad política es una identidad no identitaria, sino abierta,
inacabada, en construcción permanente. Lo que a lo largo de este texto
hemos llamado una ficción. La acción política pasa por estas “fábulas”,
estas “palabras mal empleadas”, estos “imposibles” que ponen tan
nerviosas a las policías de la sociedad y el pensamiento.
Pero la
ficción política vive siempre al borde de su desaparición: la
cristalización identitaria. El fantasma queda entonces encerrado en un
lugar, una estructura, un bando, un sujeto-autor. Se materializa
pesadamente en un cuerpo representable. La parte de los sin parte se
convierte en un segmento identificable de la sociedad que ya no
interpela a cualquiera. Un lugar de borde duro y hostil con el afuera,
homogéneo hacia dentro, que excluye las anomalías y desprecia la idea de
una inteligencia igual de todos.
Así, el hombre-ciudadano
considera que las mujeres, los negros o los proletarios no caben,
porque no son tan hombres-ciudadanos como los demás. El proletariado
localiza elementos sospechosos que conviene depurar para preservar la
pureza: artesanos, pequeño-burgueses, lumpen. Se alzan voces desde el
99% que hablan de rebajar el “porcentaje” porque “se nos puede meter
cualquiera” y es preferible que “sólo estemos los más militantes”. En
Sol se grita “esta es nuestra plaza” contra los peregrinos que circulan
por ella cuando el Papa visita Madrid en verano de 2011, convirtiendo
de nuevo el espacio de cualquiera en un espacio propio, en una
propiedad con un propietario.
Identidad y ficción, sustancia y
acontecimiento, política literal y política literaria. No hay fórmula
para inclinar de un lado la balanza definitivamente. Sólo podemos
construir y reconstruir, contra los lugares en los que nos clava el
destino y las razones que los justifican, la confianza en las
capacidades de cualquiera para darse un cuerpo nuevo. Una y otra vez,
una y otra vez.
*Este texto se terminó de escribir en julio de 2012.
Algunas referencias:
Jacques Rancière, La lección de Althusser (Galerna, 1975)
-Los nombres de la historia (Nueva Visión, 1992)
-El desacuerdo (Nueva Visión, 1996)
-Política, policía, democracia. Santiago de Chile (Arces-Lom, 2006)
-Et tant pis pour las gens fatigués (Editions Amsterdam, 2009)
-Momentos políticos (Clave intelectual, 2011)
Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia (Tecnos, 1990)
Charlotte Nordmann, Bourdieu/Rancière, la política entre sociología y filosofía (Nueva Visión, 2010)
Amador Fernández-Savater, “Una revolución de personas”, “La República del 99%” y otros textos sobre el 15-M en Público y eldiario.es
Santiago López Petit, “Desbordar las plazas. Una estrategia de objetivos”
Ángel Luis Lara, “Occupy Wall Street o la bendita metamorfosis” y otros textos sobre los movimientos de las plazas
Revista de Espai en Blanc nº 5-6: La fuerza del anonimato (Bellaterra, 2009)
Y,
sobre todo, las conversaciones con los amigos del 15-M, especialmente
en este caso Patricia, Carolina, Álvaro, Luis, Leo, Guillermo, Juan y
Luisa. ¡Mil gracias!
2 comentarios:
Enhorabuena por el texto. Muy bueno hacer que ruede el nombre de Rancière y bueno también el esfuerzo en la síntesis.
Todo comienza con las palabras. Son ellas las que hacen prender la mecha.
Las ficciones nos hacen sobrevivir en los peores momentos. Hace un par de días, en su cuenta de twitter @JFernandezLayos recogía una cita de Mircea Eliade a este respecto que desvela hasta dónde llega el poder salvífico de los relatos: "En los campos de concentración, los prisioneros que tenían un narrador de historias en su barracón, sobrevivieron en mayor número".
Las narraciones nos dan fuerza. Un mundo, a los niños solitarios. La política institucional cada vez tiene más problemas para seguir siendo quien reparte los roles de interlocutores válidos y quien acota los temas de conversación. Cada vez considerada ella misma menos válida, ha dejado de circunscribir “lo que se puede decir”. El poder de decir, la palabra, no se pide, se toma. Hay, entre nosotros, demasiada docilidad aún en ello.
Entre los peligros que hay que tener siempre presente -que tú mencionas al final del texto- yo haría hincapié en el heroísmo (especialmente molesto, y a veces se nos cuela): nosotros no necesitamos héroes ni geniales mitos, tan sólo justicia.
Qué maravilla de comentario y de cita, muchas gracias por todo!
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