Os ofrecemos este fantástico artículo de Anne FOATA (Universidad Marc Bloch,
Francia), aparecido en la revista The Southern Quaterly (vol. 39, nº4,
2001, p. 58-62), en el que analiza El Cantante de Gospel en clave de tragedia griega.
ADVERTENCIA: El artículo desvela partes importantes de la trama.
Traducido del inglés por
Javier Lucini.
Del mismo modo que Dioniso, es él quien devora y es devorado, como Apolo es quien persigue y se da a la fuga.
Contemplado desde la
ventaja panorámica de treinta extraños años de dedicación a la novela, el mundo
violento, macabro y a menudo absurdo de Harry Crews, poblado de seres
grotescos, ya puede transmitirnos una cierta impresión perturbadora de
uniformidad. Perturbadora, desde luego, para quien escribe el presente
artículo, una lectora entregada a las novelas de Crews, que puede dar la
impresión de no hacer justicia a la enorme variedad de personajes que pueblan
su ficción y, por lo tanto, a su corroborada habilidad para crear gente y
situaciones extraídas de la misma realidad, aunque, si bien es cierto, bastante
extremas.
Pero hablo, sin embargo,
de la uniformidad en lo que se refiere al hecho de que cualquiera de los
personajes de Crews sea víctima de una obsesión; ¿y quién de entre toda la
gente puede ser más monocorde, monobásico y, permítaseme decirlo, monótono que
un monomaníaco? Karatekas, culturistas y reinas de la belleza comparten esa
misma tarea obsesiva por la perfección, los freakies de los coches que consumen
sus vehículos en una suerte de maníaca comunión, pecadores compulsivos que
añoran la salvación. La mayoría de los personajes masculinos de Crews codician
la carne de la hembra y casi todos sus personajes desean estar en cualquier
otra parte, lejos de sus vidas ordinarias y de sí mismos, en una búsqueda
frenética y mal conducida de sentido.
De este modo, el grotesco
paisaje sureño de Crews puede parecer el paisaje del alma del hombre moderno
puesta a la deriva en un mundo necesitado de las viejas certezas del
cristianismo y víctima de toda clase de deseos ilimitados. Esta visión de una
humanidad deformada, esto es, depravada, puede ser la leche agria que el joven
Crews mamó en los severos alrededores calvinistas del sur de su Georgia natal,
compuesta por la ignorancia y la superstición de sus arrendatarios, la
escuálida pobreza y la total indigencia de los años de la Depresión que le vieron
crecer. Se trata de una visión demasiado familiar en muchas novelas sureñas de
esta clase, lo mismo que ha debido resonar en muchos públicos sumisos durante
los encuentros evangelistas dentro del Cinturón Bíblico. Fue, no obstante, la escritora
católico romana Flannery O’Connor, de Georgia como Crews, quien articulara sus
bases metafísicas de un modo más convincente.
En palabras de O’Connor,
la perspectiva que tiene Crews de la vida es la “visión profética” de la
“realidad de las distancias”, que no duda en deformar las apariencias con
objeto de mostrar una verdad oculta a un mundo que ya no quiere ni puede ver. A
él le gusta mucho citar a O’Connor cuando dice: “Gritas para los duros de oído,
para los que están casi ciegos haces grandes dibujos” (Getting Naked 29), añadiendo, de su propia cosecha, que “si hay
freaks en mis novelas… es sólo porque esa gente vive en unas condiciones más
claras e inmediatas que las de la gente que les rodea” (ibid 30).
El freak, entonces, tanto
para Crews como para O’Connor, no es más que “la figura de nuestro
desplazamiento esencial” (Mystery 45) de los valores básicos del Cristianismo
que ha dado forma al mundo occidental (hasta el momento). Dicho de un modo
diferente, todos nosotros somos en cierta forma grotescos en nuestra alienación
de Dios, pero como nuestra deformidad espiritual se ha convertido en la misma
condición del mundo, ya no la percibimos como tal, y pensamos que somos
normales.
El “trabajo” de Crews
(como él mismo dice) en todos estos años ha sido el de sacudir al lector hasta
sacarlo de su confortable fe y hacerle ver “la grotesquedad de lo grotesco y el
freakismo de lo freakie” (Getting Naked 29), lo que, volviendo a los casi
treinta años de su labor como novelista, ha logrado, sin duda, ¡a modo de
venganza!
Me acordé de todo esto
cuando hace un tiempo me encontré con una vieja reseña de la revista Time sobre el libro Freaks de Leslie Fiedler que guardaba en mis archivos Crews. Junto
a una fotografía de un banquete de boda de la película de 1932 Freaks, del director Todd Browning,
mostraba una serie de seis grabados en madera reproducidos del desaparecido Liber Chronicarum medieval de 1494 que,
probablemente se reproducían en el libro de Fiedler.
Ahí, contemplándome desde
las seis “confrontaciones de pesadilla corporal” (el pie de foto), estaba la
imagen de Pie, el alter ego freak de El Cantante de Gospel de Crews, con su
apéndice podológico de veintisiete pulgadas, “el pie más grande del mundo” (El Cantante de Gospel 29); y fluyendo
hacia mi memoria con su característico movimiento (¿de él o de eso?) retorcido
(“como una oruga enorme”), también me vino La Cosa, sus brazos como piernas y
sus piernas como brazos, con su descomunal cabeza cuadrada encasquillada entre sus clavículas, al tiempo
que desde muy atrás resonaban los chillidos de las gallinas al ser
descoyuntadas y devoradas vivas por el Cretino.
Al releer El Cantante de Gospel animada por esas
imágenes, volví a quedarme sorprendida por la cruda inevitabilidad de la
historia, por la visión negra y continua de la vida y la humanidad que exuda,
así como por la impresionante catarsis de su final. Y llena de admiración,
mejor dicho de temor reverencial, de nuevo frente al poder, la difícil
perfección (pese a todo el exceso barroco) de la creación de Crews, la sobria
tensión y el laconismo de su prosa. Y así hasta el punto de que en algunas de
las novelas que han sucedido a El
Cantante de Gospel a lo largo de estos años, de algún modo, haya fallado a
la hora de convencerme de lo apropiado de sus líneas argumentales y la
efectividad de sus cierres. La debilidad de Crews, según yo lo veo, (excluyendo
unos pocos muy buenos) radica en sus finales, en su incapacidad para proveer
desenlaces finales convincentes, lo que viene a reflejarse en el carácter
inverosímil y gratuito de algunas de sus novelas.
Ciertamente no es así, sin
embargo, en El Cantante de Gospel.
Aquí había catarsis en el viejo sentido aristotélico de la palabra, había
personajes dirigidos por una especie de locura de Dios, aquí había hamartia (“error trágico”) tan
defectuosa y trágica como pudieras desear, la desapacible ineluctabilidad de la
muerte y el castigo justo, el estricto maridaje de los medios hacia el fin.
Aquí, en resumen, había Tragedia.
Si uno sigue la pista de
su título y se reduce al mundo de la música góspel, la salvación de almas y la
imposición de manos, puede esperar que El
Cantante de Gospel sea lo que pretende ser, una tragedia del mundo
occidental donde los lisiados y los chafados, los freaks del circo de rarezas y
el mismo cantante de góspel no son más que el castigo de Dios por los pecados
del mundo y “postes indicadores para el resto de la humanidad” (Gospel 44). Esto parece realzarse aún más
por el epígrafe que añade Crews al principio de la novela, a saber: “Los
hombres para quienes Dios ha muerto se veneran mutuamente”.
Sin embargo, existen
claves incrustadas en la narrativa que recuerdan los rituales de un mundo mucho
más antiguo, los principios mismos de la tragedia, cuando la muerte orgiástica
y el consumo de los dioses de la vegetación aún no habían alcanzado su
representación propiciadora en su escenario trágico.
¿Tenía Crews en mente todo
ese fondo mítico cuando estableció la acción de El Cantante de Gospel en Enigma, llamó Didymus a uno de sus
personajes (“Maldito nombre para un hombre de Dios”, 50) y decidió seguir las
estrictas reglas de unidad de propósito y revés de la fortuna promulgadas por
las grandes tragedias griegas y más adelante codificadas por Aristóteles?
¿Decidió hacer que su innominado cantante de góspel fuese asesinado y
sacrificado como Adonis o Atis en antaño para que se pusiese a llover y
creciera la vegetación? Puede que no lo hiciera de un modo tan consciente, pero
como dijo el periodista Richard Hognut (uno de los nuevos predicadores de
nuestra era de los media): “no hay nada tan predecible como el ritual de la
catástrofe y la tragedia” (198). Ambos se remontan a los albores de la
humanidad y llevan el color del corazón humano, su recurrencia a lo largo de la
historia apenas se cubre con las vestiduras de su tiempo.
Así Didymus, el mánager
auto-fragelante y tímido con las mujeres del cantante de góspel (“el violento y
homicida amante de Dios”, 58), puede ser un avatar de uno de los Galli, a quienes los griegos llamaban Coribantes, aquellos sacerdotes
castrados de la diosa frigia Cibeles, que conmemoraban la muerte de Atis y la
resurrección en una loca desmandada de violencia y lamentos al son de una
música salvaje, mientras se infligían a sí mismos y a cualquier observador
desprevenido aquellas sanguinarias mutilaciones de las que ningún periódico o
canal de noticias daría cuenta al día siguiente. O, ¿no podemos ver en la masa
enfurecida que persigue al cantante de góspel a las vengativas Erinias que
persiguieron a Orestes después del asesinato de su madre? Después de todo,
¿acaso el cantante de góspel no asesinó tanto a su novia y a su compañero negro
de infancia, aunque fuera de un modo indirecto?
El desencadenamiento de la
violencia es una de las pocas constantes de la humanidad. Con el frenesí
orgiástico de la muchedumbre de Enigma y el linchamiento del héroe, parece que
nos zambullimos de nuevo en las aguas turbias del culto de Dioniso con sus
seguidores desgarradores y devoradores de carne y, finalmente, en la muerte
ritual y el desmembramiento del mismo dios en la versión órfica de Zagreo/Dioniso.
En primer lugar, sin
embargo, la caracterización general del cantante de góspel, el mismo nombre de
su mánager Didymus señalan de un modo más directo la mucho menos trágica figura
de Apolo, el risueño triunfante de Apolo, forzado al final de la novela a
avanzar danto traspiés en las oscuras parrandas del dios que comparte su
sepulcro en Delfos.
Como el dios músico al que
Homero muestra tocando la lira a la asamblea del Olimpo, el radiante buen
aspecto del cantante de góspel y sus cabellos dorados le hacen brillas como si
fuera el Apolo Phoebus, el dios
solar, que también era Xanthus, el
“justo”, “el de los cabellos dorados”, Apolo Chrysocomes. Para la muchedumbre que se reúne para escucharle
cantar, es también el curador de las aflicciones corporales (Apolo Alexikakos), el salvador de las almas
enfermas y de los campos abrasados, el hacedor de lluvias, tal y como Apolo
debió aparecer en uno de sus más tempranos avatares, antes de que los futuros
griegos lo promoviesen al Panteón de sus dioses. Hacia el final de la novela,
se ha convertido en un segundo asesino, no muy distinto al Hecatebolos que disparaba sus flechas desde lejos (“el que hiere de
lejos”). También comparte el don divino de la adivinación y de la profecía,
hostigado por sus suplicantes que le piden que prediga y de forma a su futuro,
que adivine sus anhelos más recónditos y los haga realidad.
En este punto, el nombre
de Didymus encuentra su propio hueco, no el de un hombre sino el de un lugar,
el mismo topónimo de uno de los primeros oráculos de Apolo en Asia Menor, antes
de ganar la batalla contra Pitón y establecerse en la gloria de Delfos. ¿No
podemos imaginarnos al mánager del cantante de góspel como uno de los
sacerdotes del oráculo de Apolo en Didymus, “escribiendo furiosamente” en su
Libro de Sueños?* (*El Libro de Sueños de Didymus recuerda mucho a los Libros
Sibilinos, los libros de las Sibilas de Cumae, cerca de Nápoles, que se
atesoraron en el templo del Capitolio en Roma). Aparte, y sin olvidar la
“furiosa” industria escritora de Didymus, ¿Crews no se habría regocijado al
descubrir al sabio alejandrino que existió con ese mismo nombre en la vida real
del siglo I (A.C.), cuya diligente dedicación a la escritura que le llevaría a
escribir, según dicen, tres mil quinientos libros le ganaría el apodo de “Chalkenteros” o “Tripas de Bronce”?
Regresando al cantante de
góspel, ¿por qué su necesidad compulsiva de penitencia después de cada pecado
carnal le recuerda tanto a uno al auto-exilio de Apolo al valle de Tempe en
Tesalia, donde busca expiar la matanza de la serpiente Pitón: la Serpiente, ese
antiquísimo arquetipo de copulación promiscua, el lujurioso archi-seductor del
Libro del Génesis?
Como el cantante de góspel
es de carne débil, se excita ante cada teta, cada cadera redondeada y cada prometedora
mirada con que se cruza. Esa es, de hecho, su hamartia, el defecto trágico que conduce a su perdición, que casi
siempre le lleva a buscarse problemas con la seducción de vírgenes quinceañeras
bajo los escenarios del circuito de cantantes de góspel o en el asiento de
atrás de su Cadillac transformado en burdel. Fueron demasiadas las aventuras
del justo Apolo, y muchas las doncellas, princesas y ninfas que fueron llevadas
a un amargo final: Dafne convertida en laurel, Castalia arrojándose a una
fuente y la pobre Coronis, la princesa Lápita que arde en una pira a causa de
los celos del gemelo de Apolo, Artemis.
Si el cantante de góspel
se hubiese quedado apartado de Enigma y de su Esfinge devoradora de hombres, la
novela de Crews se hubiera podido leer como una alabanza a la música
góspel*(*¡y no, de entre todas las cosas, al pecado, como proclama la
propaganda de mi edición de la novela, en la editorial Dell: “Una poderosa
alabanza del pecado”, como apareció en el Milwaukee
Journal!), con el progreso del protagonista a través de Estados Unidos no
menos triunfante que la procesión de Apolo y su Musas por Grecia. Sin embargo,
Enigma no hace notar la imagen dorada de los Musagetas o, quizá del sacrificado Adonis, ese otro dorado zagal,
le endosa los lineamientos fatales de la historia de Dioniso. Enigma, en otras
palabras, transforma la alabanza a Apolo en un ditirambo salvaje y letal de
Dioniso. Se alcanza la tragedia. Enigma, no en vano, como se indica al lector
en la primera frase de la novela, “es una calle sin salida”.
Vestido con la larga
túnica blanca de su oficio, el cabello rubio ensortijado en torno a su rostro
divino, la misma imagen del Dioniso afeminado con su larga túnica del reino de
Lidia, el cantante de góspel en la tienda evangelista de Woody Pea arremete
contra la muchedumbre de sus devotos con la locura delirante y destructiva con
la que en antaño el dios hiciese estragos entre sus seguidores en Tebas, Ática,
Argos y allá donde fuera. Como los/las Bacantes de las desmandadas del Monte
Cythaeron, cerca de Tebas, muerden, desgarran y arañan, la madre del cantante
de góspel no se muestra menos fiera que el propio rey Penteo. Los ancianos pierden pie,
los bebes caen del regazo de sus madres, muletas, suspensores, sillas de ruedas
fluyen en todas direcciones, mientras los tullidos son aplastados por la turba
rabiosa y Didymus se desploma “como un saco vacío” (194), agarrado a su Libro
de Sueños.
La histeria colectiva
acaba en un campo aledaño con tanto el cantante de góspel como el predicador
negro ahorcados en el mismo árbol. La tragedia ha sido consumada. “Los miles de
rostros” que se han estado alimentando de sus palabras, de sus canciones, “pero
sobre todo alimentándose de él… de la belleza de su rostro y la belleza de su
voz” (56-57) se han convertido en una enorme boca colectiva para tragarse vivo
al dios.
Como en la versión
Olímpica del mito, y parafraseando a Plutarco, el dios ha sido destruido, ha
desaparecido; ha renunciado a la vida y… ha vuelto a nacer.
¿Renacer? Sí, desde luego,
pues a Mirst y a Avel, el hermano y la hermana del cantante de góspel, se les
ve en las últimas páginas de la novela hacerse con el protagonismo y a punto de
lanzarse a la carrera de cantantes de góspel con un clarividente mánager
propio. “¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!”
decía la proclamación oficial en la corte de Francia cada vez que fallecía un
rey, siendo la persona apenas importante en comparación con la función que
debía desempeñar bajo la luz de la perennidad.
Aquí el lector que haya
visto la película del director francés Marcel Camus Orfeu Negro (1959), rodada en Brasil durante el carnaval de Río,
pueda quizá recordar al chico de la favela apresurándose a recuperar la
guitarra del caído Orfeo para ponerse a cantar y que brille el sol de un nuevo día,
y la vida pueda continuar. Y podemos dejar al cantante de góspel en esta última imagen
de otro héroe trágico, el poeta y músico Orfeo hecho pedazos por las mujeres de
Tracia por haber malogrado a su propia MaryBell Carter.
La tragedia viene revestida
de diferentes atuendos, pero la tragedia es una en esencia. Los griegos,
que tenían una noción más luminosa de la carnalidad del hombre, no habrían
acudido a la cólera de sus dioses contra el abuso de indulgencia con respecto a
la carne de la que hace gala el cantante de góspel, pero sabían acerca de la
Transgresión y la convirtieron en la esencia de la tragedia.
En El Cantante de Gospel Harry Crews ha ido mucho más allá de la
creencia cristiana en un Dios Redentor para recordar a sus lectores la matanza
ritual de los pharmacos para que la ciudad,
o la comunidad, pueda erigir una nueva zona de seguridad y seguir viviendo su
vida ordinaria. El sacrificio, el desencadenamiento de lo que René Girard ha
llamado “la violence fondatrice” (“la violencia fundacional”), asegura que la
comunidad de hombres puede encontrar una zona en la que vivir sin miedo a la
violencia y a la muerte… al menos por un tiempo.
La ley y el orden han sido
restaurados en Enigma. La violencia se ha disuelto de nuevo en el fondo. Pero
los supervivientes guardan silencio sobre ello. Y tienen tantas ganas de
borrarlo de la memoria, están tan ansiosos por limpiar la pizarra, que con el
tiempo volverá a entrar en erupción en alguna parte, de algún modo. Como Harry
Crews ha mostrado en no pocas de las novelas que sucedieron a El Cantante de Gospel.
Bibliografía
-Roberto Calasso. Le Nozze di Cadmo e Armonia. Milano:
Adelphi, 1988 (hay traducción española en Anagrama).
-Harry Crews. El Cantante de Gospel. Madrid.
Acuarela&A.Machado. 2012 (las citas pertenecen a la edición manejada por la
autora del artículo)
-Harry Crews. A Childhood: The
Biography of a Place. New
York: Harper & Row, 1978; reimpreso por la Universidad de Georgia, 1995.
-Anne Foata. “Entrevista
con Harry Crews”, RANAM (U. de Estrasburgo), 5, 1972; 207-225; reimpr en Getting Naked with Harry Crews, ed. Erik
Bledsoe. The University Press of Florida, 1999; 26-48.
-René Girard. Violence and the
Sacred. Baltimore: The Johns Hopkins U. Press, 1977).
-New Larousse Encyclopedia of
Mythology, con introducción de Robert Graves. London: Hamlyn, 1959. (Mitología Griega,
84-198; más en detalle: Apolo, 109-120; Disoniso, 154-163; la cita de Plutarco
en la pg 160).
-Flannery O’Connor. Mystery and Manners, eds. Sally and Robert
Fitzgerald. New York: Farrar, Straus, 1969.
-R.Z. Shepard. “Leslie Fiedler’s Monster Party”, Time, 20 feb. 1978; 95-96. (en Freaks
de Leslie Fiedler. New York: Simon & Schuster, 1978).
0 comentarios:
Publicar un comentario