[Amador Fernández-Savater: Cuando leí el artículo "Tanto compartir..."
de Javier Marías, me pregunté inmediatamente qué tendría qué decir
sobre él Reinaldo Laddaga. Para Marías, la creación en general es
incompatible con la conversación y la interacción con una comunidad.
Necesita una distancia, un silencio y una jerarquía incompatible con el
trabajo colaborativo o en red. Por su parte, Laddaga ha investigado
durante años precisamente sobre las formas colaborativas de creación
llegando a conclusiones bien distintas (con un poco más de dedicación y
menos prejuicios elitistas que Marías, eso es verdad). Yo había entrevistado
a Reinaldo sobre estas investigaciones para el blog "Fuera de Lugar" y
nos conocimos recientemente, así que decidí aprovecharme de ello y salir
de dudas: invitarle a leer el artículo de Marías y responder algo si lo
creía oportuno. Y aquí está el resultado.]
Creación y soledad: una respuesta a Javier Marías
"Disculpen
mi ignorancia si en esta columna demuestro tenerla, como es probable,
pero empiezo a estar preocupado por mis colegas escritores de todo el
mundo y también por los cineastas, los dramaturgos, los compositores y
cuantos se dedican a actividades “artísticas” que tradicionalmente han
requerido concentración, esfuerzo, paciencia, continuidad, meditación y
-a menudo- imprescindible soledad, sólo fuera para procurarse las
demás cosas que acabo de mencionar".
Y
bueno, ignorancia, sí, demuestra. Javier Marías, digo, en una columna
reciente (“Tanto compartir...” es el título), reproducida en su blog,
donde lamenta... ¿qué, exactamente? Que los literatos piensen que deben
dedicarles considerables porciones de sus energías a Facebook o
Twitter, que publiquen en línea versiones iniciales de sus trabajos,
que participen de proyectos de crowdfunding
donde se piden donaciones destinadas al desarrollo de planes de
producción en curso ("algo apenas distinto de las cooperativas de toda
la vida"), que soliciten la colaboración de sus lectores. Todo eso.
Fenómenos muy diferentes, la verdad, que para Marías tienen todos en
común que son iniciativas de escritores que renuncian a su soberanía
("a ser los amos de los mundos que inventan", dice) para ponerse "a
escuchar las ideas de cualquiera", a ceder a la demanda de "la ridícula
'interacción'", "a dejarse vigilar y controlar". A ceder a la demanda
de las "masas" (confieso que me llama la atención el uso de esta
palabra, con su carga de connotaciones a esta altura algo arcaicas).
Por
supuesto que no todo es ignorancia: hay un núcleo de verdad en el
texto de Javier Marías. La manera de producción característica del
escritor que, por la razón que sea, tiene el deseo y la posibilidad de
componer narraciones extensas destinadas a ser publicadas en la forma
de libros en editoriales de tipo clásico, que espera que sus textos
sean leídos en el contexto de una tradición que cuenta con algunos
siglos de continuidad, es diferente a la de alguien que propone un
proyecto de composición colectiva donde participan tipos diferenciados
de colaboradores. Los efectos que resultan de un tipo de producción son
inaccesibles para la otra. Lo que sí pareciera algo apurado es suponer
que los integrantes de la primera clase son simplemente "amos del
mundo que inventan" (y los otros, el contraste sugiere, serviles).
Es
posible para alguien cuya trayectoria, gracias a la energía y el
talento, pero también a las conexiones sociales y a la pura casualidad,
atraviesa esa cadena de instituciones que integran las grandes
universidades, los periódicos de circulación nacional, las editoriales
capaces de asegurar el acceso a las mesas de novedades en las librerías,
las academias y los premios, se sienta dueño de su propio destino.
Pero esto es, por supuesto, una ilusión: una posición en el campo
cultural como la que ocupa Marías resulta de una secuencia enorme de
ajustes (puntuados también de desajustes) que puede ejecutar alguien
que posee una habilidad particular de leer el paisaje social en el que
le ha tocado caer y reaccionar con eficacia a los signos que captura.
No hay nada de particularmente maquiavélico en eso: así son, así han
sido por mucho tiempo, si no siempre, las cosas. Se escribe para
alguien (real, imaginado, fantasmático, hipotético) con el objeto de
obtener algo (un incremento del placer, del prestigio, de la posición
económica, de la percepción de la propia fuerza) para sí. Esta
motivación se despliega de una manera en una modalidad, de otra en
otra. Dependencias hay en todos lados.
Por mi parte, los artistas que promueven los proyectos de crowdfunding
que conozco, cada uno diferente a todos los demás, lejos de estar
dominados por un deseo abyecto de conquistar el agrado de cualquiera,
tienen como objetivo principal ser capaces de determinar tan en detalle
como puedan la trayectoria que sigue su producción. Este es el caso en
particular cuando los proyectos -por ambiciosos o anómalos- tienen
pocas probabilidades de circular por la cadena de instituciones que
mencionaba más arriba. En una situación histórica que asocia la
disminución del financiamiento estatal de la cultura, la contracción de
la clase de editoriales en la cual ha publicado desde siempre Marías,
síntoma entre otros de una crisis del dominio de lo impreso, y, al mismo
tiempo, un vertiginoso, turbulento desarrollo tecnológico que
multiplica las posibilidades de producción y puesta en circulación de lo
que se produce, la predisposición a innovar en otros dominios que el
de la estricta escritura es una condición necesaria para el despliegue
de la propia imaginación creadora.
Es
posible que en los casos menos interesantes el resultado sea banal,
sin relevancia para nadie que no sea parte de la interacción; pero no
es justo dictaminar sobre una práctica sin considerar sus instancias
más ricas. En estos casos (los del cineasta Peter Watkins, por ejemplo, el colectivo de escritores Wu Ming o el artista plástico Thomas Hirschorn, que analizaba con algun detalle en un par de libros recientes, Estética de la emergencia y Estética de laboratorio),
el diseño de los proyectos se orienta a producir maneras de
interacción entre productores que son destinatarios, destinatarios que
son productores, instancias de conversación e instancias de silencio,
centralizaciones y descentralizaciones, órdenes complejos del discurso
que nada tienen, por lo que sé, de “guirigay”. El caso es que Marías
mete en una misma bolsa cosas muy, muy diferentes. Como es un hombre
brillante, tengo que suponer que esto se debe a que no se ha tomado el
tiempo de pensar mejor en el asunto (la columna parece haber sido
escrita en reacción a un artículo "no muy interesante" del New York
Times). Por ejemplo, crowdfunding y "cooperativas": sí, claro,
allí hay un vínculo evidente. Pero identificar los dos mecanismos no es
otra cosa que una manera de ahorrarse el trabajo de observar las
diferencias, que son muy significativas.
"Las
masas son previsibles y -como es lógico- gregarias, y lo que uno
admira de un autor es, entre otras virtudes, su capacidad para
sorprendernos y salirse de lo predecible". Esta frase, que pueden
encontrar en el texto de Marías, proviene de una biblioteca específica,
poblada por colecciones específicas, no de una observación lúcida de
las cosas como son. Dicho de otro modo: es un estereotipo. En su
trasfondo está toda una construcción del individuo creador en combate
con una sociedad que lo constriñe. Al mismo título podría decirse lo
contrario: podría decirse que el caso normal es que un autor, operando
por sí mismo, produzca apenas una variación de otras variaciones
conocidas, mientras que las agrupaciones, cuando se comprometen
apasionadamente en un discurso, se salen de lo previsible y nos
sorprenden todo el tiempo. Pero importa menos defender posiciones sobre
la naturaleza de los individuos y las colectividades que constatar
esto: que la confluencia de una serie de transformaciones culturales,
tecnológicas, económicas, sociales ha resultado, en el curso del último
par de décadas, en una situación en que, para un número considerable
de artistas, restringir su actividad solamente al trabajo solitario, de
estudio o de taller, mitigado por la interacción con las otras partes
del sistema social que lo sostiene en condiciones reguladas por las
instituciones tales como existen (clases, conferencias, entrevistas,
columnas de opinión), es privarse de explorar potencialidades que
empiezan a hacerse visibles y prometen genuinas novedades. Las cosas
son realmente más complejas; reducirlas a la alternativa del escritor
operando en su dominio o, pusilánime, cediendo a las demandas de los
otros, es infligirse una ceguera innecesaria.
R.L., Nueva York, 13 de diciembre de 2012
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