La guerra de los mundos
Primero fue el bombardeo, luego vino la
caída. Hicieron de su vida un desafío y lo pagaron caro. La
historia de los yippies nos fascina. Pero su desafío no puede ser el
nuestro. Ahora cambiamos de tono y registro para preguntarnos por qué
y exponer al gunas primeras intuiciones al respecto.
Hay un nivel en
el que podemos seguir pensando junto a nuestros héroes. Es el nivel
táctico. Los yippies nos legan un depósito perfectamente actual y
actualizable de formas de hacer, formas de decir y formas de estar.
De hecho, los movimientos políticos más creativos de los últimos
diez años lo han hecho suyo, aún sin conocerlo apenas. Una
visibilidad enigmática, la potencia abierta de un nombre-ficción,
el sinsentido que desafía el sentido establecido, ¿no han sido
ingredientes de esa fuerza anónima que se expresó en la consigna
Dinero Gratis, en el movimiento V de Vivienda o en el propio 15-M?
Los mitos que impulsan a la acción, las performances callejeras, los
rumores, los fakes y el humor que dice (sin decir) lo prohibido, ¿no
forman parte ya del repertorio de lo que se ha popularizado como
«guerrilla de la comunicación»? Seguir esta enumeración sería muy
fácil. En este sentido, lo más sorprendente es encontrar una
extrema condensación de enunciados y estrategias del futuro en un
pequeño punto de la galaxia contracultural amerikana, treinta años
antes del nacimiento del movimiento antiglobalización.
Pero a otro
nivel estas equivalencias y continuidades pueden funcionar como un
trampantojo. Porque la potencia de la política yippie no consistía
solo en un repertorio táctico de herramientas más o menos
originales o creativas, sino en la idea-fuerza que vehiculaba cada
una de ellas: la guerra entre mundos. Amérika y la sociedad
alternativa, el Festival de la Vida y la Convención de la Muerte, el
viejo mundo y el nuevo mundo, la sociedad oficial y las mil
experiencias comunitarias que proliferaban en sus márgenes.
Los
yippies se autoproclaman vanguardia del enfrentamiento entre mundos.
Una vanguardia delirante porque se opone mediante el absurdo a la
«racionalidad» de un sistema que baña a los niños vietnamitas en
napalm. Una vanguardia política, pero también estética, erótica o
sensible. Cada una de sus intervenciones busca dividir el mundo en
dos y trasladar la polarización al interior mismo de cada persona.
La guerra entre mundos se libra sobre todo en el desgarro más íntimo
entre lo que cada cual es y lo que quiere/puede ser. Los yippies
apuntan a esa contradicción y pretenden hacerla estallar sacudiendo
el deseo social mediante imágenes. Entre los dos mundos hay que
decidirse, porque la existencia de uno pasa por la total destrucción
del otro: lógica radical del antagonismo. Ellos mismos se convierten
(sobre todo Hoffman y Rubin) en imágenes vivas de la revolución
juvenil. Encarnan la ruptura de las formas alienadas de existencia,
la promesa de una vida intensa y liberada. Ni siquiera contestan a
las preguntas cuando les entrevistan en televisión, sino que
aprovechan para encenderse un porro, burlarse de los presentadores de
plástico, largarse un discurso incendiario, exhibir sus camisetas
multicolores o sus melenas imposibles. Representan, cada vez que
irrumpen en la esfera pública, la distancia irreductible entre los
dos mundos: locos, fumados, infantiles, violentos, carapintadas,
fieros, divertidos, sexys, radicales. Imágenes épicas, imágenes
muy puras, imágenes sin sombra: Abbie y Jerry quedarán atrapados en
ellas el resto de sus vidas.
Pero durante los años setenta el nuevo
mundo se hunde. Ya no hay palanca para volcar la sociedad oficial. La
derrota clava a los yippies en ese mundo que han peleado por
destruir. ¿Cómo vivir a partir de ahí? Las trayectorias de Abbie y
Jerry son dos respuestas distintas a esa pregunta. Abbie se niega a
aterrizar, la fidelidad a sí mismo pasa por insistir en el rechazo.
Pero, ¿desde dónde? Ya no hace pie en ningún sitio y se queda
colgado en el aire, entre la amargura y la melancolía. Por su lado,
Jerry se despolitiza y decide triunfar en ese mundo que se ha vuelto
único.
Podemos leer la historia de Abbie y Jerry como una metáfora
del impasse político en el que nos debatimos hoy: la alternativa
entre la fidelidad a una idea de desafío que ya no hace pie y la
adaptación a la realidad («lo que hay es lo que hay»). Ese impasse
se nos aparece hoy como inadecuación radical entre cuerpos y
palabras: cada cosa va por separado, sin apenas encontrarse. Los
cuerpos se rebelan sin recurrir apenas a ningún discurso, los
discursos críticos giran en torno a sí mismos sin tocar la
realidad, etc. Judith Butler explica que cuerpo y palabra se
desencuentran radicalmente en situaciones de dolor. Por ejemplo, ante
la muerte de un ser querido: no sabemos nombrar lo que sentimos, no
sabemos quiénes somos, entramos en crisis de palabras o repetimos
clichés de modo automático. Hoy, es la idea-fuerza de los dos
mundos lo que ha muerto. Basculamos entre la opción de Abbie y la de
Jerry, incapaces de elaborar positivamente el duelo y transformarnos.
Hacemos «como si» nada hubiera ocurrido y repetimos lenguajes
críticos de otros tiempos. O nos entregamos a la melancolía por la
desaparición del «acto» verdaderamente radical de corte y
separación que hoy se ha vuelto imposible, quizá simplemente porque
ya no tiene la base donde prender (sin la pólvora contracultural,
¿qué explosión podría haber organizado la mecha yippie?).
Políticas del mundo común
¿Se puede luchar sin alternativa
utópica en la que hacer palanca? ¿Podemos inventar una política
sin afuera que no sea pura desesperación? Son preguntas que nos
fuerzan a repensar lo que significa luchar. Porque tal vez hoy no
luchamos para salirnos de la sociedad, sino para crear y recrear el
lazo social en los intersticios del mercado, que ahora no opera tanto
mediante formas autoritarias y disciplinarias que fijan los cuerpos a
un lugar como en los años 60, sino ensamblando y desensamblando
continuamente el vínculo (léase también: el sentido) según la
lógica de la maximización de la ganancia. De lo que resulta la
dispersión y la precariedad como nuevo fondo de lo social.
La clave entonces no sería
preguntarnos si podemos luchar o no sin alternativa utópica, sino
partir de que ya lo hacemos cotidianamente. Luchamos día a día para
transformar la guerra de todos contra todos que resulta de la lógica
dispersiva del mercado en un mundo común y habitable. Luchas no
utópicas, que no niegan la realidad, sino que tejen una especie de
sociedad subterránea, parcial, fragmentaria e inestable que sostiene
la vida en común. Luchas que tienen a la vez un plano informal e
invisible y un plano más explícito y visible.
En el plano informal e invisible están
las mil prácticas cotidianas que recrean el vínculo por fuera de la
lógica mercantil de la conexión/desconexión según el beneficio.
Como explica Pierre Levy, si hay mundo, si aún vivimos en un mundo
común, se debe a todos esos gestos que tejen una y otra vez los
vínculos. El mundo común subsiste porque «las prácticas de
acogida, apertura, cuidado, reconocimiento y construcción son
finalmente más numerosas y fuertes que las prácticas de exclusión,
indiferencia, cierre, resentimiento y destrucción». Levy reúne
todas estas prácticas en el concepto de «hospitalidad», porque no
se dan solo entre quienes comparten identidad (familia, nación,
clase social, oficio, religión), sino también entre extraños y
desconocidos. En el plano explícito y visible están las luchas que
emergen hoy, no tanto para reivindicar «otro mundo posible», sino
una vida digna, un mundo común y habitable para todos. Pienso en la
primavera árabe, en los indignados, en Occupy Wall Street... Son
luchas autoconvocadas, sin rostro ni identidad clara. Recurren al
anonimato como estrategia no representativa de comunicación,
visibilización y generalización. Están protagonizadas por gente
cualquiera, desconocida entre sí, sin ideología ni participación
regular en estructuras políticas estables. Interpelan, mediante un
lenguaje muy directo y poco codificado, a una intimidad común
rompiendo el consenso, el sentido común y lo políticamente correcto
(«democracia real ya», etc.). Y escapan y desafían los esquemas
convencionales, tales como izquierda y derecha, para inventar
«nosotros» abiertos e inclusivos, como el 99% de Occupy.
La
dificultad hoy es reconocer, valorar y pensar desde estas luchas que
redefinen lo posible sin referencia a un afuera, ni a una alternativa
utópica de sociedad, prisioneros como estamos entre el imaginario de
la revolución y la adaptación a la realidad.
Ficciones de retaguardia
La experiencia yippie nos ha permitido
pensar cuál era el papel de la vanguardia y el poder de las imágenes
en las políticas marcadas por la idea de los dos mundos. Pensar
ambos problemas desde las políticas del mundo común obliga a un
cambio de perspectiva.
Primera cuestión: las vanguardias y las
retaguardias. El modelo de la vanguardia yippie estaba basado en las
ideas de polarización entre mundos y acción directa. Pero, ¿es
posible esa polarización cuando vamos todos en el mismo barco?
«Todos íbamos en ese tren» se coreaba en las manifestaciones tras
el atentado del 11-M de 2004 en Madrid, resumiendo perfectamente lo
que queremos decir aquí: hay un solo mundo, amenazado. La
globalización intensifica esa percepción de fragilidad común, de
interconexión, sin afuera posible. Si no hay ninguna
posición de superioridad desde la que criticar, ningún nuevo mundo
desde el que hablar, ningún afuera en el que hacer palanca o hacia
el que empujar, tampoco tiene sentido una vanguardia que enseñe el
camino a través de la acción directa y ejemplar. Las políticas del
mundo común exigen pensar más en «retaguardias» que acompañen y
potencien los espacios donde se recrean los vínculos. La acción de
estas retaguardias no es tanto empujar o arrastrar, como inventar
dispositivos para amplificar y conectar lo que ya está en marcha.
Segunda cuestión: mitos y ficciones.
Hemos visto en qué consistían los mitos para los yippies:
narrativas de lucha que dividen el mundo en dos (la revolución
juvenil, etc.). En el caso de las políticas del mundo común, quizá
tendríamos que hablar más de ficciones. Menos confrontativas, menos
épicas, menos puras, menos cargadas de fe revolucionaria que los
mitos yippies. Las ficciones no dividen exactamente el mundo en dos,
sino que más bien permiten sustraerse a los significantes
hegemónicos y abrir espacios de encuentro entre diferentes, espacios
donde cualquiera puede contarse. Quizá el ejemplo más claro de la
diferencia entre los mitos yippies y las ficciones actuales sea el
lema «somos el 99%» del movimiento Occupy Wall Street (que luego se
ha retomado en otros muchos países). «Somos el 99%» es sin duda
una ficción, en el sentido de que se trata de una afirmación
imposible («mentira» desde un punto de vista objetivo y literal)
según la cual una minoría en la calle dice ser la mayoría. Pero a
los yippies jamás se les hubiera pasado por la cabeza nombrarse como
el 99%. Todo lo contrario: el 99% para ellos era más bien el
enemigo, la mayoría social que vive prisionera del viejo mundo y a
la que se trata de «sacudir y despertar». «Somos el 99%» no
confronta la realidad desde la idea de «otro mundo», sino desde el
deseo activo de hacer del único mundo que hay un mundo común y
habitable para todos. Si el mito polariza entre dos posiciones claras
y definidas, mediante las ficciones nos desmarcamos de las
clasificaciones que nos representan, clasifican y separan, para poder
así encontrarnos los diferentes y rehacer juntos el mundo común.
(continuará)