A modo de claves para entender el Sur de El Cantante de Gospel de Harry Crews.
Religión, el Cinturón Bíblico
y el Sur moderno.
por Thomas Daniel Young
(Profesor de Inglés en la
Universidad de Vandelbilt y oriundo de Mississippi. Ha escrito artículos para la
revista Swanee)
Traducción de Alicia Escovar Gómez.
Cinturón Bíblico |
La mayoría de esa parte
de los Estados Unidos conocida en esta época como el “Profundo Sur” o como el “Cinturón
Bíblico”, pasó de región fronteriza a sociedad civilizada entre 1790 y 1830
aproximadamente. Tres de los estados más próximos al bajo Mississippi y al
Golfo de México fueron admitidos como parte de la Unión entre 1812 y 1821, y
Arkansas se convirtió en estado en 1836. (La adquisición de Louisiana, mediante
la cual se le compró la mayoría de estas tierras a Francia, no fue ratificada
oficialmente hasta diciembre de 1803). Los pobladores de estas tierras llegaron
procedentes de Virginia, las Carolinas, Kentucky, Maryland y algunos estados de
la costa nororiental del país, trayendo consigo lo suficiente como para cubrir
sus necesidades más básicas: algunos alimentos, animales de trabajo, vacas
lecheras y sus largos rifles, para abastecer a su mesa de carne. Pero eso sí,
casi todos llegaron con su Biblia bajo el brazo: la palabra de Dios, la inspiración
divina, sobre la cual se basaba su inquebrantable fe. Aunque entre ellos había
algunos miembros de la iglesia episcopal, la mayoría de estos primeros colonos
pertenecía a las sectas protestantes más fundamentalistas.
William Faulkner |
Al fundar una colonia –como
dice Faulkner sobre Habersham, el nombre original de Jefferson, la capital de
su mítico Condado de Yoknapatawpha– lo primero que se hacía era construir una
iglesia y nombrar un ministro debidamente ordenado. Pero muchos de esos
pobladores vivían a considerable distancia de las colonias, a veces a millas de
sus vecinos más cercanos. Entre ellos, las ceremonias religiosas se oficiaban
donde se podía y por lo general las oficiaban personas cuya única autoridad
para ejercer una posición de tanto honor e influencia radicaba en el supuesto “llamado
especial” de Dios, quien los ponía a Su servicio. La labor de estos ministros
laicos se veía complementada con la de los ministros ambulantes quienes, por
ser ordenados, podían administrar los sacramentos propios de la religión tales
como el matrimonio, la Eucaristía, los funerales cristianos y otros cuantos
ritos en los cuales insistían los fieles. Los ministros ambulante también
predicaban el evangelio, claro está, pero cada cual tenía un territorio tan
amplio que cubrir, que no podían visitar un sitio determinado más de unas
cuatro o cinco veces al año. Entre visita y visita, había un líder laico que
mantenía unida la parroquia y quien con frecuencia contrataba los servicios de
un evangelista profesional quien normalmente no era ministro ordenado y por
tanto no podía administrar los sacramentos. Su único propósito o función era
acercar a Dios las almas perdidas y redimir el espíritu de los pecadores con la
gracia de Jesucristo. Si no había en la comunidad un lugar de reunión lo
suficientemente grande como para albergar las multitudes que atraían los
evangelistas, la reunión se celebraba a la sombra de una enramada construida
especialmente para la ocasión. Algunas de las iglesias recién construidas, como
una en el sur de Mississippi, se preparaban para este evento tan importante en
una forma bastante insólita. Temerosas de que los pecadores, “presa del
Espíritu Santo” comenzaran a “gritar y a proclamar” en la “lengua desconocida”
y destruyeran las bancas de la nueva iglesia, solían nombrar un comité
especial, encargado de sacar de la iglesia a todo miembro que se encontrara en
tan “deliciosa condición”, a quien amarraban a un tronco de pino hasta que se
le apaciguaran los ánimos. Al final de la reunión (y aquí hay que aclarar que
la valía del evangelista se medía en términos de la cantidad de alamas que
pudiese salvar) se oficiaba una ceremonia de bautismo en la cual todos aquellos
que hubiesen “encontrado a Jesús” y que por lo consiguiente hubiesen “renacido”,
se “sumergían” en el agua de un arroyo cercano.
Uno de los resultados de
estas condiciones era hacer énfasis en la “predicación” y restárselo a otros
elementos de la ceremonia religiosa, tales como la música, la liturgia y los
sacramentos. Si uno buscara los reflejos de este tipo de religión evangélica
(lo que Ralph Gabriel alguna vez llamó el “Cristianismo Romántico”, un credo
según el cual lo más importante eran el individuo y sus emociones, “un
evangelio de amor que purificara al mundo”) por lo general los encontraría en
los escritos de los humoristas del viejo suroccidente Johnson Jones Hooper,
Joseph Glover Baldwyn o George Washington Harris. Sut Lovingood, uno de los
personajes de Harris, decía: “Una sana reunión para fabricar colchas vale por
tres de esas viejas reuniones de oración que se celebran en el punto de
población”. Y otro de los personajes de Harris enumera en otra ocasión las
cosas que más odia: “un ministro ambulante, un negro y una escopeta”. Una de
las historias más cómicas de Hooper es su explicación de cómo Simon Suggs, el
protagonista de la mayoría de sus tramas, burla al reverendo Bela Bugg y se
escapa de la reunión religiosa con el plato lleno de limosnas. Mark Twain
describe una de esas reuniones religiosas en Las Aventuras de Huckleberry Finn así:
Mark Twain |
Había también cobertizos hechos con palos y cubiertos con ramajes, en los que se vendían limonadas, panes de jengibre, montones de sandías, maíz tierno y cosas por el estilo. Los sermones tenían lugar bajo el mismo tipo de cobertizos, sólo que más grandes y llenos de gente. Las bancas estaban hechas de troncos rajados con huecos en la parte redondeada para ponerles patas. No tenían espaldar. El predicador hablaba desde una plataforma elevada en un extremo del cobertizo […].
Cuando Huck y el rey
llegaron a la reunión, la congregación se encontraba entonando algunos himnos.
Los himnos subían cada vez más de tono y cantaban más fuerte; hacia el final, algunos gemían, otros gritaban. Y fue entonces cuando el predicador comenzó a decir su sermón, y comenzó en serio; se paseaba de un lado al otro de la plataforma, inclinándose a veces hacia sus fieles, gritando con estentórea voz; de vez en cuando agitaba su Biblia en el aire, mostrándola abierta a la congregación, y gritando: “¡Es la serpiente de bronce en el bosque! ¡Contempladla y vivid para siempre!”. Y la gente respondía: “¡Gloria! ¡A-a-mén!”. Y a medida que el predicador continuaba con su sermón, los fieles seguían gimiendo y gritando “amén”.
“¡Oh venid con el corazón contrito, venid al banco de las lamentaciones! ¡Venid vosotros que tenéis el alma negra de tanto pecar! (amén) ¡Venid, enfermos y adoloridos! (amén) ¡Venid, cojos, lisiados y ciegos! (amén) ¡Venid, pobre y menesterosos, sumergidos en la ignominia! (amén) ¡Venid con todo lo que está gastado y sucio y sufriente! (amén) ¡Venid con el espíritu partido! ¡Venid con el corazón contrito! ¡Venid con vuestros andrajos, vuestros pecados y vuestra suciedad! Las aguas que os limpiarán no cuestan nada; las puertas del cielo están siempre abiertas. ¡Oh, entrad y descansad!”. ¡A-a-mén! Gloria, Gloria, ¡Aleluya!
Miles de estos llamados
emocionales llenaban las bancas de los fieles en cientos de iglesias, casas de
reunión y enramadas, y magnificaban las listas de aquellos que habían visto la
luz, habían renacido y estaban decididos a seguir a Dios “todos los días y en
todas las formas”, como dice el himno. Estos evangelistas de los bosques fueron
los predecesores de sus contrapartes del siglo XX, Billy Sunday, Oral Roberts y
Billy Graham, para mencionar sólo unos pocos de los más conocidos.
La imagen del Sur como
región dominada por el movimiento evangélico perduró hasta bastante después de
la Guerra Civil de los Estados Unidos; afirmación esta que no parece ni
distorsionada ni exagerada si se tienen en cuenta las prácticas comunes de las
iglesias predominantemente protestantes de la región, para no mencionar las
decenas de activistas evangélicos que viajaban desde Maryland a Florida y hasta
Texas. Poco después de la guerra, Walter Hines Page, editor de las revistas Raleigh State Chronicle y Atlantic Monthly, y uno de los
fundadores de la firma editora de Doubleday, Page& Company, proclamaba que
el Sur nunca alcanzaría el desarrollo ni la prosperidad del Nordeste mientras
no lograra controlar su maniático fervor religioso.
Sin embargo, el matiz
evangélico de las prácticas religiosas del Sur logró perdurar aún hasta el
siglo XX, según lo demuestra una de las experiencias narradas por Richard
Wright en su Niño Negro (1945). La
última noche de la renovación, el ministro pidió que se pusieran en pie todos
aquellos que fueran miembros de la iglesia; Wright fue uno de los pocos que
permanecieron sentados. Una vez que el diácono hubo hablado en privado, en una
habitación contigua al santuario, con cada uno de los que “aún vivían en las
tinieblas”, estos fueron llevados nuevamente al salón, donde los demás miembros
de la congregación ofrecieron una oración por ellos. Luego el ministro
preguntó: “¿Alguno de los presentes osaría decir No en frente de Dios?”. Todos
los pecadores fueron ubicados en primera fila, mientras la congregación cantaba
quedamente: “Esta podrá ser la última vez, yo no sé…” y “No es mi hermano sino
yo, oh, Señor, quien se encuentra aquí, en busca de oración…” Luego el ministro
instó a las madres de los jóvenes pecadores a presentarlos al frente de la
estancia para que fuesen bautizados, si es que les interesaba que se salvaran.
Como lo señala Wright, este asunto de “salvar almas no sabe de ética; allí se
explotaban sin vergüenza todos los campos de las relaciones humanas” Aun sin
tener en cuenta el relato de Wright, y sus bien conocidos sentimientos contra
el cristianismo expresados en sus obras posteriores, es obvio que algunas
prácticas cristianas no han cambiado mucho en el Sur. En sus escritos del siglo
XIX en Mississippi, William Hall utiliza un incidente similar en forma
significativamente distinta. Al concluir su sermón, el ministro invita a
aquellos que todavía viven fuera de la iglesia a unirse a ella. “Aquellos de
ustedes que quieran ir al cielo”, dijo, “pónganse de pie”. Todos se pusieron de
pie, salvo un hombre. “John Hawkins”, dijo el ministro perplejo, “¿usted no
quiere ir al cielo?”. “Oh, sí, claro”, respondió John, “pero yo pensé que usted
estaba tratando de reunir los que debían irse esta noche”.
Richard Wright |
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