La fuerza anónima del rechazo, por Marina Garcés

(Prólogo a Escritos Políticos, de Maurice Blanchot)

Por Marina GARCÉS

Bloqueos de las cumbres gubernamentales internacionales (1999-2009), manifestaciones masivas contra la guerra (2004), barrios y coches en llamas en París (2005) y en Grecia (2008-2010)... En las sociedades occidentales actuales hay poca resistencia, poca capacidad de organización y de respuesta, pero un gran rechazo moviliza a gente de las edades, colores y lenguajes más dispares. No los une el consenso ni un discurso común. Su motor es la rabia. En un mundo dominado por los consultores y los expertos, vendedores de recetas y de soluciones a corto plazo, el rechazo se vive como déficit: no tenemos respuestas, no hay política, no hay futuro. Los mitos del izquierdismo ayudan aún más a teñir de desaliento nuestro rechazo: el compromiso, la organización, las alternativas, la utopía, etc., nos deslumbran desde un pasado inalcanzable, desde una experiencia mítica que sólo puede ser recibida bajo el signo de nuestra actual incapacidad. En las calles de Atenas en llamas, en invierno de 2008, alguien pintó con rabia: «Fuck May 68. Fight now!». En las movilizaciones en Barcelona contra la reforma universitaria europea (Plan Bolonia), un profesor dijo en directo por la televisión, mientras la policía cargaba brutalmente contra los manifestantes: «Somos una minoría y no vamos a cambiar el mundo. ¿Y qué?»

Los textos políticos que Maurice Blanchot escribió entre 1958 y 1968 son un antídoto contra este acoso ideológico a la fuerza colectiva del rechazo. Entre el retorno de De Gaulle al poder, tras la crisis de Argelia, y la revuelta estudiantil y obrera de Mayo, se abre una década que Blanchot describe en diversas octavillas, artículos y documentos de trabajo como de «muerte política». La muerte política se instala y paraliza nuestras vidas cuando el poder se transforma en potencia de salvación. Así volvió De Gaulle al poder en el 58. El espacio del antagonismo y del disenso políticos quedaron cancelados ante la inminencia de una amenaza que se convertía en permanente: la guerra. Las guerras coloniales de los años 50 se han diseminado hoy en una multiplicidad de frentes: la amenaza terrorista, la amenaza ambiental, la crisis económica y, en lo más íntimo, la amenaza del desequilibrio psíquico individual. La política ha intensificado su misión salvífica y penetra todos los resquicios, incluso los más personales, de nuestra existencia. Como describió Foucault, el poder moderno se desarrolla como un poder pastoral, dedicado a la salvación individual de cada uno de los miembros de una sociedad. Roberto Esposito amplía este rasgo de la biopolítica foucaultiana con su análisis del paradigma inmunitario de la modernidad: «solamente la modernidad hace de la autoconservación individual el presupuesto de todas las demás categorías políticas».(1) Y, como hemos analizado en Espai en Blanc,(2) cuando el poder es poder de inmunización, toda la sociedad se convierte en una sociedad terapéutica,(3) compuesta únicamente por víctimas y por cuidadores. Frente a este poder salvador cuidador que despolitiza todas las relaciones y se presenta, por tanto, como incuestionable, Blanchot invoca la fuerza común y anónima del rechazo, la fuerza amistosa del No. No es la expresión de un juicio o de una prohibición desde la distancia, sino que es la efectuación de una ruptura. Romper es el movimiento común imprescindible para unos hombres y mujeres que aún no están juntos pero que ya están unidos por «la amistad de ese No certero, inquebrantable, riguroso, que les mantiene unidos y solidarios».(4) Cuando Blanchot, maestro del lenguaje indirecto e inacabado, escribe estas palabras cristalinas, está refiriéndose a un rechazo literal: el de los hombres franceses que se declararon insumisos ante el llamamiento del ejército de la República a la guerra de Argelia. Como en tantas otras ocasiones (Semana Trágica en Barcelona, Revolución de los claveles portuguesa, etc.), la deserción del ejército en guerra es el detonante de un rechazo que alcanza magnitudes mayores y que se convierte en el primer grito contra todo un sistema de dominación. No es casual. En este momento privilegiado del rechazo, en el que los cuerpos se declaran en fuga de la máquina de muerte que los llama, se da un descubrimiento político que no pasa por el combate entre ideologías sino por opciones vitales en las que se juega todo. En Blanchot este descubrimiento que se forja entre 1958 y 1968 toma dos rasgos esenciales: el del valor absoluto y sin medida del rechazo y el del carácter impersonal o anónimo de lo común.

Son los dos rasgos que articulan las propuestas de revistas colectivas en las que se embarca en esta misma década junto con escritores amigos como Dionys Mascolo, Robert Antelme y tantos otros. Le 14 Juillet (1958-59), la Revue Internationale (1960) y la revista Comité (1968) son proyectos abortados o de vida breve en los que se pone en un primer plano, para Blanchot, la necesidad de «decir el mundo» a través de un «cuestionamiento total» y desde una voz de escritura colectiva, fragmentaria y anónima. El apoyo a la insumisión de 1958 ha hecho emerger un nuevo poder de los intelectuales al que Blanchot llama la «comunidad anónima de nombres». Es un poder que va más allá del compromiso individual y voluntarista sartreano. Es un poder que, gracias a su radicalidad crítica, pone en cuestión la individualidad misma del escritor y de su nominalidad. Su nombre, que no necesariamente es borrado en estas publicaciones, pasa a ser un trazo, junto a otros, de la fuerza impersonal que ha nacido del rechazo. El rechazo, la afirmación de la ruptura es, por tanto, el descubrimiento de que la fuerza de lo común es anónima y de que su palabra es infinita. Esta palabra no puede poseerse a sí misma. Está en ruina permanente. Contra toda tentación dogmática, dice Blanchot: «pero manteniendo el derecho suplementario de denunciar nuestra destrucción, aunque fuera por medio de palabras ya destruidas».(5) Los proyectos de revista reunidos en estas páginas son el intento de construir nuevos sentidos colectivos a partir de estas palabras ya destruidas y de convertir, así, la negación del rechazo en una afirmación que no se acomoda sino que «desordena».(6)

Yo me rebelo, nosotros somos

Unos años antes, en 1951, Albert Camus escribió ese libro tan famoso entonces y tan poco leído actualmente: El hombre rebelde. En él nos invita a ir más allá del absurdo como pasión individual y a hacer de la revuelta colectiva un nuevo cogito. Emulando a Descartes, formula un principio que debe permitirnos hacer tabula rasa, dejar atrás las opiniones heredadas que nos impiden pensar para volver a empezar. Este cogito, siguiendo la estructura de la tesis cartesiana «pienso, luego existo», tendría la siguiente formulación: «Yo me rebelo, por tanto nosotros existimos». Escribe Camus que la revuelta, como el «No certero» de Blanchot, es el principio que arranca al hombre de su soledad. Es el enlace vivo entre el yo y el nosotros, un enlace que no necesita pasar por la mediación del contrato social ni por la fundación del Estado moderno. Al contrario: en la revuelta, el nosotros es experimentado como deseo de autonomía. Desde mi rebelión personal, desde el rechazo absoluto que me empuja a decir «no», me sitúo en el plano horizontal de un nosotros. Un hombre que dice «no» es un hombre que rechaza pero que no renuncia, escribe Camus en las primeras líneas de la introducción. Y no renuncia porque descubre, con su «no», que no está solo. El contenido de este «no», más allá de todo juicio, es la emergencia de un todo o nada que, aunque nace del individuo, pone en cuestión la noción misma de individuo. Con la revuelta, «el mal sufrido por un solo hombre se convierte en peste colectiva».(7) Esta peste tiene un extraño nombre: dignidad. En la revuelta, algo levanta al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Ésta es la fuerza anónima del rechazo de la que Blanchot hace experiencia pocos años después: «el poder de rechazar no se realiza a partir de nosotros mismos, ni en nuestro solo nombre, sino a partir de un comienzo muy pobre que pertenece en primer lugar a quienes no pueden hablar».(8)

La relación entre rechazo y revuelta pasa por la noción de límite. El rechazo es insurrección y revuelta porque «toma partido por un límite en el que se establece la comunidad de los hombres».(9) Contra toda idea de libertad absoluta, contra el sartreanismo de la acción pura, por un lado, y contra el liberalismo de la libertad individual consensuada, por otro, Camus apunta a la lucha por la dignidad común, del hombre y del mundo, como pensamiento de la medida. La medida, para Camus, nacida de la revuelta misma, no es el resultado de ningún cálculo. Es la pura tensión que pone a la vista los límites de una vida humana digna. Contra lo que nos dicen hoy los mensajes publicitarios, educativos, culturales, etc., no hay medidas puramente individuales, no hay vidas hechas «a medida». La personalización actual de todas las dimensiones de la existencia es precisamente la culminación de la violencia contemporánea, que fragmenta nuestras experiencias hasta anular en ellas cualquier trazo de una dimensión común.

Frente a ello, la medida es la tensión del arco tendido, de la madera que chirría, de la flecha a punto de ser disparada. Con la revuelta emerge ese límite no dicho, ese límite inmanente a cada situación, más allá del cual la vida no merece ser vivida. Este límite da la común medida, anónima porque nadie puede hacerla únicamente suya. En ese umbral abierto por la fuerza de un «no» compartido, ya no entran en consideración las circunstancias de cada uno. Desde un nuevo individualismo conquistado por el cogito de la revuelta, cada uno se ha convertido en ese arco tendido que soporta, luchando, una dignidad que nunca será sólo suya pero que depende de cada uno de nosotros. Deleuze también habla de la emergencia perturbadora de ese límite no dicho y cotidianamente no experimentado cuando escribe sobre la «visión de lo intolerable», como acontecimiento a través del cual nace en nosotros otra sensibilidad. Pero en Deleuze no queda claro el estatuto de esta irrupción, de esta suspensión de la manera cotidiana y normal de ver el mundo. ¿Cómo se altera la visión? ¿Cómo nace en nosotros esa otra sensibilidad? Al no aceptar el momento negativo de la revuelta, la visión de lo intolerable es para Deleuze algo que acontece y a lo que se puede responder o no, estar o no a su altura... La revuelta, sin embargo, es más que una respuesta, porque ella misma impone el límite. Como pensamiento de la medida común, rompe la alternativa entre el decisionismo y el pensamiento del acontecimiento. En la revuelta somos un sujeto colectivo enfrentado al mundo, pero ese enfrentamiento no se sustenta en una pura decisión de la voluntad, sino en el descubrimiento de un límite que toma sentido, incluso el sentido absoluto de un todo o nada, porque es compartido. Por eso la revuelta no depende de «querer rebelarse». Cuántas veces querríamos rebelarnos y no podemos. Sólo conseguimos indignarnos. La revuelta es un sentido que a la vez depende de nosotros y nos traspasa: es la fuerza anónima del rechazo.

Sabemos que los arcos se rompen o se destensan. ¿Cómo mantenerse en el límite? ¿Cómo vivir sin agotar la tensión compartida en la revuelta? ¿Cómo evitar que la dignidad común se convierta en ese olvido sobre el que construimos nuestros pequeños proyectos de felicidad individual? La revuelta, cuando pierde su dimensión común, se convierte en amargura, impotencia, cinismo.

Este peligro es el que también en torno a los años 50 en Francia percibió Merleau-Ponty. Toda su filosofía es un alegato contra la violencia liberal que nos ha impuesto ser solamente individuos, «vivir como si no estuviéramos en el mundo».(10) Toda su filosofía, interrumpida por su muerte prematura, es una gran apuesta por reaprender a ver el mundo desde la pregunta por el nosotros. Se trata de reaprender a ver el mundo, por tanto, no como objeto, sino como dimensión común. Como Camus, Merleau-Ponty desafía a Descartes, padre del sujeto moderno, formulando también un nuevo cogito: «Yo soy mi cuerpo». No hay argumento, en este caso, sino una afirmación desnuda que, vinculando el yo a la corporalidad, lo abre a su imposible individualidad. Porque soy mi cuerpo, no puedo ser sólo un individuo. A través del cuerpo, Merleau-Ponty está apuntando el mismo descubrimiento que Camus y Blanchot hacen a través de la revuelta y del rechazo: estoy entrelazado con el mundo y con los otros. El límite, por tanto, no es ese lugar imposible que el liberalismo describe como dos libertades que se rozan. El límite no es un linde, es un lazo. No separa propiedades sino que entrelaza vidas inseparables. Piel contra piel, sin fundirnos siempre estamos enlazados: por eso sólo podemos ser libres juntos. Ésta es nuestra dignidad común. Como Blanchot, Merleau-Ponty sabe que el nosotros que soporta esta dignidad sólo puede ser anónimo, ya que excede el sentido atribuible a un sujeto, ya sea individual o colectivo. Incluso excede, para Merleau-Ponty, el ámbito de lo humano. Porque somos un cuerpo, nuestros lazos dibujan un campo de relaciones que se extiende a la naturaleza, a los objetos, a la historia y a los otros.

La filosofía de Merleau-Ponty nos enseña a percibir los lugares invisibles de nuestra común medida más allá del momento de la revuelta. La atención sensible a la corporalidad, como vía de acceso a un mundo que nos ha sido expropiado, pone de igual modo al individuo fuera de sí, en los bordes de su propia imposibilidad. «Yo soy mi cuerpo» arranca también al hombre de su soledad y lo expone a la riqueza silenciada del mundo que hay entre nosotros. Esta riqueza no nos puede ser revelada, no hay para ella el momento de la epifanía. La materialidad corpórea y sensible de la filosofía de Merleau-Ponty nos sitúa en el terreno de la percepción y de la praxis, en un campo de relaciones, la carne del mundo, que no nos acoge sino que nos descubre involucrados. En la filosofía de Merleau-Ponty la verdad de la revuelta se convierte en exigencia de un aprendizaje permanente, en voz silenciosa, indirecta muchas veces, que mantiene activa la resistencia contra la violencia liberal. Reaprender a ver el mundo es descubrirse involucrado, implicado ya antes de haberlo decidido. En sus palabras, tantas veces poéticas, se trata de «despertar en los vínculos» (s’éveiller aux liens).(11) A la sombra de la revuelta, en los momentos en que ésta enmudece, hay un trabajo por desarrollar, «una verdad por hacer»(12) a la que sólo se puede llegar con los otros. Estos otros no están fuera de mí, ni frente a mí, como en la escena hegeliana de la lucha por el reconocimiento. De alguna manera, ya van conmigo. «Yo soy mi cuerpo», el nuevo cogito de Merleau-Ponty, viene a encontrarse con el «Yo me rebelo, nosotros somos», de Camus. Ambos apuntan a un nosotros que no puede ser el producto ni de la ingeniería social ni de la voluntad ética, sino que es el fundamento mismo de nuestra existencia como condición existencial y política.

La palabra infinita

Ni Camus ni Merleau-Ponty llegaron a vivir los acontecimientos de Mayo del 68. Dos muertes súbitas y prematuras interrumpieron su búsqueda de la dignidad común. Camus, en 1960, perdió la vida en un accidente de carretera. A Merleau-Ponty, un año después, le falló el corazón mientras trabajaba discretamente en su despacho. Sólo Blanchot llegó a ver cómo la fuerza anónima del rechazo tomaba las calles de París y sacudía la muerte política en la que la sociedad se hallaba estancada. Inesperadamente, llegó el momento de «afirmar la ruptura», de responder a la llamada del afuera declarándose en guerra contra un poder con el que no podía haber ninguna vía de colaboración.

En el 68, la ruptura ya no es sólo deserción sino que deviene revolución: ruptura del tiempo, discontinuidad radical, acontecimiento que produce el vacío. «Debemos pensar sin asistencia, sin otro apoyo que la radicalidad de ese vacío».(13) En este vacío revolucionario, que interrumpe la historia y derrumba la ley, se dan dos experiencias cruciales, que van a marcar el pensamiento posterior de Blanchot: la vivencia directa de una palabra infinita e indomable y la experiencia de la comunidad. Como se ha analizado tantas veces y como Michel de Certeau resumió en su famoso título La toma de la palabra, Mayo del 68 es antes que nada la fiesta de una «comunicación explosiva» en la que todo el mundo tenía algo que decir, que decirse. Como escribirá Blanchot quince años después, «decir prevalecía sobre lo dicho».(14) Esa palabra fragmentaria, capaz de recoger el sentido colectivo, anhelada por Blanchot y sus amigos en las revistas de esos años, irrumpe en esos días como escritura mural, como «clandestinidad a plena luz».(15) La palabra infinita e indomable no tiene nada que ver ni con la libertad de prensa ni con el diálogo predicado por la «tontería o la hipocresía liberal».(16) Contra la indiferencia la que es sometida la palabra en el llamado «mundo libre», Blanchot reivindica la palabra que transgrede porque no hay marcos para ella, porque se dice rompiendo y rompiéndose, porque su pluralidad no es codificable como diversidad de opinión. Su diferencia lo es porque va hasta la ruptura misma de la comunicación. Jacques Rancière ha recogido esta experiencia en su teoría del disenso (mésentente),(17) de la palabra política como palabra que abre el espacio del antagonismo rompiendo los consensos de un reparto de sentido, de visibilidad, de representación. Hoy mismo, en primavera de 2009, desde las intermitentes y precarias expresiones de rechazo que se dan en nuestras ciudades, seguimos viviendo el acoso contra toda palabra capaz de llegar con su diferencia a un punto de ruptura. El código de este acoso es bien simple: o diálogo o violencia. La experiencia más reciente que tenemos de ello se está dando en las protestas estudiantiles contra el Plan Bolonia para la reforma de la universidad europea. Toda palabra, gesto o acción que no se someta a la violencia del diálogo y de sus parámetros ya impuestos, es codificada como violenta. Como tal, puede ser reprimida legítimamente por la violencia policial y ajusticiada por los medios de comunicación. No hay salida a este círculo. Sólo podemos hacerlo estallar. Pero para ello es necesaria la fuerza de un nosotros, la consistencia de un espacio común capaz de resistir al acoso, a la agresión, a todos los dispositivos de codificación y aniquilación.

Ésta es la otra experiencia de Mayo del 68: la de la fuerza de lo común, la de la aparición de algo a lo que algunos se atreverán a llamar, de nuevo, «comunidad». En este punto es importante introducir una precisión decisiva para todo lo que vamos a discutir a continuación. En realidad, el tema de la comunidad como tal no aparece hasta los textos de los años 80 cuando, a partir de la lectura de J. L. Nancy sobre Bataille, publicada en el famoso texto La comunidad desobrada, se inaugura una tradición intertextual dentro de la filosofía contemporánea europea que aún hoy está dando sus frutos. Si miramos los escritos de Blanchot de 1968, recogidos en las páginas de este libro, se habla de una transgresión llevada a cabo «por una pluralidad de fuerzas escapando a todos los marcos de la protesta y que hablando con propiedad, no vienen de ninguna parte, insituadas insituables».(18) En el anonimato plural de estas fuerzas que rompen los marcos previstos de la contestación pervive la exigencia del comunismo, un comunismo «que excluye (y se excluye de) toda comunidad ya constituida. La clase proletaria, comunidad sin otro denominador común que la penuria, la insatisfacción, la carencia en todos los sentidos».(19)

Quince años después, en 1983, Blanchot retoma la cuestión de Mayo del 68 en su pequeño libro La comunidad inconfesable, escrito en respuesta al texto que ya hemos citado de J. L. Nancy. Blanchot habla, en esta ocasión, de la fiesta de una «comunicación explosiva», de la manifestación, sin proyecto ni voluntad política, de «una posibilidad de estar-juntos que daba a todos el derecho a la igualdad en la fraternidad de una libertad de palabra que ejercía cada uno».(20) Esta posibilidad de estar-juntos se describe como una «presencia inocente», una presencia común con lo imposible como único desafío. Y añade:

«Creo que se dio entonces una forma de comunidad, diferente de aquella cuyo carácter hemos definido, uno de esos momentos en que comunismo y comunidad se encuentran y aceptan ignorar que se han realizado perdiéndose inmediatamente. No hay que durar, no hay que tomar parte en ningún tipo de duración...».(21)

Esta comunidad que se realiza perdiéndose es a la que Bataille había dado el nombre de comunidad negativa o comunidad ausente. Y es la que permite a J. L. Nancy y a Blanchot retomar el tema de la comunidad tras el fracaso del comunismo. El individualismo neoliberal de los años 80 reclamaba de nuevo encontrar palabras para pensar y experimentar lo común, pero el fantasma tanto del esencialismo comunitario fascista como de la «traición» estatalista del comunismo, dificultaban encontrar una vía para hacerlo. La propuesta de J. L. Nancy en este contexto consiste en deshacerse de lo que considera la trampa que opondría un comunismo verdadero (puro) al comunismo real (traidor). Para Nancy, lo que ya se nos está mostrando en su aspecto más problemático es la base misma del ideal comunista: el hombre definido como productor de su propia esencia a través de sus obras y como productor de sí mismo, por tanto, como comunidad. El obstáculo para un pensamiento de la comunidad es el ideal comunista de la inmanencia total del hombre al hombre, de la comunidad a la comunidad. Frente a ello, la filosofía desgarrada y herida de Bataille ofrece el punto de partida para pensar la comunidad decapitada e inacabada, la comunidad de la partición, la comunidad de la finitud. En definitiva, la comunidad desde su propia imposibilidad o, como recogería Blanchot, la comunidad que se realiza perdiéndose. Es la comunidad revelada a través de la muerte. Nancy, siguiendo a Bataille, está proponiendo abandonar la idea moderna de la comunidad como resultado de una acción política, como algo a hacer o a construir.

¿Qué quedaría entonces en el lugar de la acción política? Sólo queda la exposición, el éxtasis. Éste es el gran tema del pensamiento de la comunidad tal como lo proponen retomar estos autores. La comunidad ausente es la experiencia de un éxtasis por el cual el individuo se inclina fuera de sí mismo. Es una experiencia de los límites, entendidos ya no como la medida común que se muestra en la rebelión o a través de nuestra vida corporal, sino como los bordes de mi finitud, allí donde ésta, ya sea en el límite del nacimiento o de la muerte, queda expuesta a los demás. Exponerse no es una acción. Si así fuera, seguiría remitiendo a una filosofía del sujeto, capaz de decidir y de definirse según su voluntad. El éxtasis «es lo que le ocurre a la singularidad», escribe Nancy.(22) Giorgio Agamben retoma el mismo hilo de pensamiento en La comunidad que viene: el «cualsea» es «el suceso de un afuera»,(23) una experiencia del límite, un don que la singularidad recoge de las manos vacías de la humanidad. La presencia de este don que pone al individuo fuera de sí y lo obliga ante el otro, del don como obligación que se contrae con el otro, es el rastro que Roberto Esposito detecta en la etimología misma de la palabra «comunidad»: munus, el don que estamos obligados a retribuir, es lo que articula el espacio vacío de la comunidad. Ésta sería, por tanto, «el conjunto de personas a las que une, no una propiedad sino justamente un deber o una deuda».(24) Como añade más adelante: «No es lo propio sino lo impropio –o más drásticamente, lo otro– lo que caracteriza a lo común».(25) Blanchot dice algo similar: «la extrañeza de lo que no podría ser común es lo que funda esta comunidad, eternamente provisoria y siempre ya desertada».(26) La comunidad aparece allí donde el individuo es puesto fuera de sí, en sus límites. Pero ahora estos límites ya no tienen que ver con los que se imponen con la fuerza anónima del rechazo, desde la amistad de ese «no certero». La experiencia comunitaria de los límites se ha convertido ahora en la experiencia necesariamente compartida de la finitud. No podemos extendernos en todas las implicaciones de estas tesis ni en todas las relaciones internas entre las diversas propuestas que se entretejen en este grupo de pensadores. Pero es importante seguir el hilo de este desplazamiento para valorar sus consecuencias políticas. Exponerse, estar fuera de sí, es exponerse a la muerte del otro, al otro en su alteridad irreductible.

Con la exposición, que Nancy vincula especialmente al tema bataillano y, cómo no, heideggeriano, de la muerte, hace su aparición el otro (l’autre / autrui). La muerte siempre es la muerte de otro. Blanchot, siguiendo a su amigo Lévinas, es quien introduce de forma más clara este giro:

«Pero si la relación del hombre con el hombre deja de ser la relación de lo Mismo con lo Mismo para introducir al Otro como irreductible y en su igualdad, siempre en disimetría respecto al que lo considera, se impone entonces otro tipo completamente distinto de sociedad que casi podríamos atrevernos a llamar comunidad».(27)

Heidegger y Lévinas se encuentran de nuevo a través de sus lectores Nancy y Blanchot. Y esta vez se encuentran no para desmentirse sino para reforzarse. La ontología del ser-con (Mitsein), que Heidegger apunta en Ser y tiempo pero no llegó a desarrollar y que Nancy toma como el centro de todo su pensamiento de la comunidad, hace su encuentro con la ética levinasiana de la alteridad infinita, de la responsabilidad hacia el otro anterior a cualquier ley. Este encuentro se hace posible porque ambos van más allá de la ontología y de la ética respectivamente para acercarse a nuevos escenarios desde los que pensar la comunidad. En realidad, esta comunidad de la distancia, que se rehúsa a obrar y que abre la posibilidad de un estar-juntos sin proyecto y sin porqué, es la comunidad que sólo se puede experimentar en la palabra literaria o en el amor. O bien, siguiendo a Bataille, en la comunidad literaria y en la comunidad de los amantes. En los dos casos, escribir y amar, hacemos experiencia de la infinita distancia del otro, de la fusión o de la inmanencia como imposibilidad. La experiencia de esa partición que recorta las singularidades en su distancia irreductible es la comunidad misma como «espaciamiento del fuera de sí».(28)

Curiosamente, y ahora vale la pena precisarlo, los párrafos de Blanchot sobre Mayo del 68 están situados en la segunda parte de La comunidad inconfesable, titulada precisamente «La comunidad de los amantes». Los acontecimientos del Mayo francés son releídos, por tanto, desde ese escenario. Escribe Blanchot que los amantes son comunidad porque no tienen otra razón de existir que exponerse enteramente uno al otro, para que aparezca su común soledad. Por eso puede añadir: «La comunidad de los amantes (...) tiene como fin esencial destruir la sociedad».(29) ¿Qué queda en esta posibilidad de destrucción de la fuerza anónima del rechazo sobre la que escribía Blanchot en los años 50 y 60? Lejos del «no certero» en el que se daba la experiencia de una amistad política y la intuición de una posibilidad futura de cambio, parece que en los años 80, junto con Nancy y cerca de Lévinas, Blanchot está hablando ya de otra experiencia de lo común en la que el Otro absoluto, y no el nosotros, se ha convertido en el protagonista en solitario de toda idea de comunidad. En este escenario, del que ha sido deliberadamente descartada la acción política como base de la comunidad, la relación con el otro señala un tipo de pertenencia que no remite a ningún tipo de vínculo, sino que es pensada como pura comunicación entre singularidades, entre uno y el otro. Como vimos, Mayo del 68 es entendido desde ahí como la fiesta de una comunicación infinita. Y como escribe Nancy: «La comunicación, en estas condiciones, no es un vínculo (...) El orden de la comparecencia es más originario que el del vínculo. No se instaura, no se establece o no emerge entre sujetos (objetos) ya dados. Consiste en la aparición del entre como tal: tú y yo (el entre-nosotros), fórmula que no tiene valor de yuxtaposición sino de exposición».(30) Años más tarde, Nancy refuerza el sentido no vinculante de este «entre» de la siguiente manera:

«Todo pasa entonces entre nosotros: este entre, como su nombre indica, no tiene consistencia propia, ni continuidad. No conduce de una a otro, no sirve de tejido, ni de cimiento ni de puente. Quizá ni siquiera sea exacto hablar de vínculo al respecto: ni está ligado ni desligado sino por debajo de ambos (...) Todo ser toca a cualquier otro, pero la ley del tacto es la separación».(31)

Blanchot ya había abordado muchos años antes, en 1969, el carácter abismal e infinito de esta relación con el otro en L’entretien infini. Allí propone una relación que él llama de tercer género en la que uno y otro pierden su carácter personal y subjetivo para experimentar la impersonalidad, la neutralidad, de la alteridad radical. El neutro es la nueva figura del anonimato, tal como se presenta en la escena de la alteridad. Como el anonimato colectivo, pone en marcha una relación que rompe el campo lógico y lingüístico del diálogo entre sujetos, de su encuentro, unidad o superación. Pero añade Blanchot: «Esta sería la relación de hombre a hombre cuando ya no hay entre ellos la propuesta de un Dios, ni la mediación de un mundo, ni la consistencia de una naturaleza».(32) Es una relación, por tanto, pensada desde una separación que no remite a ninguna unidad pensable: uno y otro en el abismo, en el vértigo, en la interrupción que escapa a toda medida. Blanchot continúa: «Lo que habría entre el hombre y el hombre, si no hubiera nada más que el intervalo representado por la palabra “entre”, vacío tan vacío que no se confunde con la pura nada, sería una separación infinita, dándose como relación en esa exigencia que es la palabra».(33) Una vez desfundamentada cualquier posibilidad de pensar de nuevo la acción política o la política como acción, sólo queda lugar para la palabra que habita nuestra separación infinita, la comunicación como hábitat de nuestras irreductibles distancias.

Creer en el mundo

Desde la inoperatividad como paradigma de toda política futura, Blanchot encuentra el lugar para una experiencia lingüística de la alteridad marcada por la impronta del judaísmo, tal como él mismo explica en los últimos textos recogidos en estas páginas, situados ya en los años 80 y 90. Nancy, por su parte, encuentra la posibilidad de una experiencia del sentido capaz de abrirse al ser-con, al nosotros, como verdad olvidada del ser. Esta experiencia del sentido y de la verdad, por la que nosotros somos el único sentido, es lo que anula la omnipotencia del poder y sus razones (religiosas, económicas, etc). En ella reside entonces la posibilidad de abrir el espacio de una política no estatal que consistiría en exponerse a la verdad del origen en su multiplicidad, al hecho irreductible de que cada singularidad es un origen del mundo. En la misma línea, Agamben sitúa también la nueva política inoperante en una experiencia del lenguaje como potencia, en la que puede plantearse la pregunta por el cómo, la interrogación sobre las formas de vida. Blanchot hablaba de la experiencia del 68 como la de una comunidad sin proyectos, sin voluntad política. Agamben dirá: «Lo que está en cuestión en la experiencia política no es un fin más alto, sino el mismo ser-en-el-lenguaje como medialidad pura, el-estar-en-medio como condición irreductible de los hombres».(34) Siguiendo la pista de los Escritos políticos de Blanchot, hemos encontrado las trazas del viaje colectivo que nos ha llevado hasta los límites del individuo, para acabar vislumbrando, en este lugar fuera de sí, la posibilidad de una exposición inoperante al ser lingüístico del hombre como lugar para hacer experiencia de la comunidad (de la alteridad, del cualsea, del con-). En este viaje puede leerse, sin demasiado esfuerzo, la historia más reciente de la Europa revolucionaria, sus expectativas derrotadas y sus miedos actuales.

Quizá hoy, desde un mundo que intensifica día a día el asedio y agresión sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y sobre el medio físico en el que vivimos, sea para nosotros necesario reencontrar la fuerza anónima del rechazo. Encontrarnos, sin estar juntos aún, en la amistad de un «no certero» que nos lleve hasta nuestros límites, fuera de sí, para exponernos. Para exponernos ¿a qué? Decíamos al principio de este escrito que nuestra actualidad está atravesada por la irrupción intermitente de la expresión colectiva y anónima de estos rechazos. Son revueltas efímeras que apenas logran modular su voz y cuyo rechazo sólo deja marcas invisibles sobre la piel del mundo. El mundo global, instalado en una nueva «muerte política», nos declara incapaces de hacer nada que sobrepase el ámbito de la gestión de nuestra vida personal ni de aportar ninguna solución al mundo. Con sus amenazas permanentes (de guerra, de crisis, de enfermedades, de contaminaciones...) nos invita a protegernos, a asegurarnos, a aislarnos en la indiferencia hacia todo y en la distancia de unas comunicaciones inmateriales y personalizables. Desde ahí, ¿qué sentido puede tener para nosotros hoy exponernos?

Para responder esta pregunta, quizá nos sirva seguir la pista de quienes murieron antes de tiempo, de quienes ni siquiera llegaron a la fiesta de Mayo. De quienes no tuvieron que asumir las cautelas que siguieron a la derrota. Como vimos, Albert Camus hablaba en El hombre rebelde de la rebelión como experiencia del límite que arranca al hombre de su soledad porque lo expone, no a la alteridad, sino a la medida común de la dignidad. El hombre que se rebela descubre que no está solo, no porque se halle ante la presencia de otro o abierto a la potencia de la comunicabilidad, sino porque hace experiencia de un límite que no le concierne sólo a él sino que tiene que ver con la vida de los demás. Merleau-Ponty, por su parte, nos ponía ante la evidencia silenciada de que nuestros cuerpos no son datos biológicos aislables sino nudos de actividad significativa entrelazados unos con otros y con el mundo natural e histórico. Tanto Camus como Merleau-Ponty vuelcan también al individuo fuera de sí, lo llevan hasta los bordes de su autorreferencialidad insostenible. Lo exponen. Pero, ¿qué encuentra el yo que es arrancado de esta forma de su soledad? Ciertamente, no encuentra a la comunidad, ni como obra a construir ni como potencia inacabada de una palabra infinita. Lo que encuentra es el mundo, que deja de ser un objeto de contemplación y de manipulación del sujeto, para ser vivido como una actividad compartida: como posibilidad de establecer una dimensión común en la lucha por la dignidad y como posibilidad de implicarse en la vida, en la creación de sentido anónimo y encarnado. Lo que encuentra, por tanto, no es una comunidad sino un mundo común.

Exponerse al mundo no es exponerse al vacío de la comunidad, al entre abismal que garantiza una experiencia radical de alteridad irreductible. Ésta es la abstracción que ha dominado el pensamiento político occidental desde la imagen mitológica del ágora griega, como vacío en el que hace su aparición la comunidad a través de la palabra. Exponerse al mundo es ir al encuentro de la materialidad del mundo, pegada ya siempre a nuestra piel. La experiencia del afuera se convierte entonces en experiencia de la reversibilidad. Sólo podemos estar fuera de sí si estamos dispuestos a ser tocados por el mundo. Exponerse al mundo es aprender que la proximidad no es la antítesis de la irreductibilidad. Nunca encontraremos al otro recortado en la distancia enfrente de nosotros. No podemos hacer una experiencia desnuda de la alteridad. El otro está ya en el aire que respiramos, en el acento de nuestras palabras, en los órganos de nuestro cuerpo, en los objetos que manipulamos, en cualquiera de nuestras acciones. Exponerse al mundo es perder el miedo a la proximidad, el miedo a la vida material de un nosotros que excede el ámbito de la presencia humana.

Desde ahí, la experiencia de la finitud que va intrínsecamente ligada a la experiencia de lo común, ya no es una experiencia que pasa por la revelación de la muerte, sino por el descubrimiento afirmativo de la vulnerabilidad de los cuerpos que somos. La finitud, vista desde la vida y no desde la muerte, es vulnerabilidad e inacabamiento. Somos finitos porque estamos inacabados, porque estamos en continuidad y debemos ser continuados, porque no vemos lo que hay a nuestra espalda ni entre los pliegues de nuestra piel. Somos finitos porque nuestros límites no están bien definidos y podemos ser dañados, afectados, amados, acariciados, heridos, cuidados... La sociedad terapéutica, como régimen inmunitario, nos enseña a gestionar nuestra vulnerabilidad desde el miedo al contagio y al desequilibrio. Toda su gestión se basa en una propuesta controlada y sumisa de autosuficiencia. Perderla es estar perdido. Una filosofía de la vulnerabilidad, y no sólo de la amenaza de muerte, nos abre la posibilidad de pensarnos políticamente desde la dependencia que nos vincula unos a otros, desde una libertad entendida ya no como autosuficiencia sino como conquista de nuestra propia interdependencia. Esto es algo que Judith Butler ha apuntado en sus trabajos sobre el duelo y la pérdida,(35) pero que sería importante desarrollar más allá de la sombra del dolor para inscribirlo como planteamiento fundamental para una política de los cuerpos vivos.

Desde ahí, exponerse al mundo no puede ser una mera experiencia lingüística. Toda palabra arrastra consigo la materialidad del mundo y se encarna en un cuerpo vulnerable. Por eso hay que revisar la confianza que la filosofía contemporánea ha mantenido respecto a lo lingüístico como lugar privilegiado de la política. Es la concepción clásica que Hannah Arendt retoma en su redefinición del ágora moderna, pero es también la que guía aún muchas de las posiciones postestructuralistas sobre la creación de nuevos sentidos y formas de vida, así como las propuestas del marxismo italiano más reciente sobre la posibilidad de una resistencia de lo común en el marco del nuevo capitalismo cognitivo. En esta confianza coinciden también las posiciones expresadas, como hemos visto, por los pensadores de esta comunidad inoperante como preservación de una comunicación infinita. El problema es que hoy estamos inmersos en una crisis de palabras,(36) oculta bajo la apoteosis de la comunicación, que no se resuelve ni preservando la lingüisticidad del ser humano ni devolviendo al lenguaje toda su potencia constituyente. El problema de las palabras es hoy el de su credibilidad. Una palabra creíble es aquella que es capaz de sacudir nuestra vida y desequilibrar la realidad. Ésta es la fuerza de una palabra de amor. ¿Cuándo y cómo puede tener esta misma fuerza la palabra política? Los estudios tanto teóricos como prácticos sobre la performatividad se acercan hoy a este tipo de preguntas. Pero hay que ir más allá del la teoría del acto lingüístico para poderlas responder. Una palabra creíble, sea de amor o sea política, es la palabra que cree en el mundo. Como escribió Deleuze hace ya unos años, esta creencia es quizá lo que más nos falta. Pero cuando hoy un nuevo estallido irrumpe con su «no» escrito en llamas en el ruido de la gran ciudad global, algo de esta creencia en un mundo común se está expresando. Cada vez que decimos «no», nos falta el discurso para terminar la frase, para construir algo con la fuerza anónima de nuestro rechazo. Pero ese «no» es una palabra creíble. Es un «no certero», como escribió Blanchot. El no en el que se expresa la amistad frágil e inquebrantable de quienes no están juntos pero se exponen juntos al mundo.

NOTAS

1 Esposito, R., Bios. Biopolitica e filosofia, Torino, Einaudi, 2004. [Existe traducción al castellano: Bios. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2006.]

2 Espai en Blanc es una iniciativa a la vez filosófica y política «que pretende volver a hacer apasionante el pensamiento».

3 Espai en Blanc, núm 3-4, La sociedad terapéutica, Ed. Bellaterra, 2007.

4 Blanchot, M., Écrits politiques 1958-1993, París, Ed. Lignes & Manifestes, 2003, p. 11.

5 Écrits politiques 1958-1993, p. 110.

6 Écrits politiques 1958-1993, p. 104.

7 Camus, A., L’homme révolté, París, Gallimard, 1951, p. 38. [Existe traducción al castellano en la editorial Alianza, El hombre rebelde.]

8 Écrits politiques 1958-1993, p. 11.

9 Camus, A., op. cit., p. 362.

10 Es una expresión central en el texto anónimo Appel («llamamiento»), difundido de mano en mano por el entorno del colectivo Tiqqun. Puede encontrarse en castellano en Llamamiento y otros fogonazos, en Acuarela y A. Machado Libros, Madrid, 2009.

11 Merleau-Ponty, M., Aventures de la dialectique, París, Gallimard, 1955, p. 225. [Existe traducción al castellano: Las aventuras de la dialéctica, Buenos Aires, editorial Leviatán, 1957.]

12 Merleau-Ponty, M., op. cit., p. 296.

13 Écrits politiques, 1958-1993, p. 147.

14 Blanchot, M., La communauté inavouable, París, Minuit, p. 53. [Existe traducción al castellano: La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros, 2007.]

15 Écrits politiques 1958-1993, p. 134.

16 Ibid.

17 Rancière, J., La mésentente. Politique et philosophie, París, Galilée, 1995. [Existe traducción al castellano: El desacuerdo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007.]

18 Écrits politiques 1958-1993, p. 94.

19 Écrits politiques 1958-1993, p. 115.

20 La communauté inavouable, p. 52.

21 Op. cit., p. 56.

22 J. L. Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena Libros, p. 21.

23 Agamben, G., La comunidad que viene, Valencia, Pre-textos, p. 53.

24 Esposito, R., Communitas, Buenos Aires, Amorrortu, p. 29.

25 Esposito, R., op. cit., p. 31.

26 La communauté inavouable, p. 89.

27 La communauté inavouable, p. 12.

28 La comunidad desobrada, p. 41.

29 La communauté inavouable, p. 80.

30 La comunidad desobrada, p. 58.

31 J. L. Nancy, Ser singular plural, Arena Libros, 2006, p. 21.

32 Blanchot, M., L’entretien infini, Gallimard, 1969, p. 97. [Existe traducción al castellano: La conversación infinita, Arena Libros, 2008.]

33 Ibid.

34 Agamben, G., Mezzi senza fine. Note sulla política, Torino, 1996, p. 92. [Existe traducción al castellano: Medios sin fin. Nota sobre la política, Valencia, Pre-textos, 2001.]

35 Butler, J., Vida precaria, Buenos Aires, Paidós, 2006.

36 Tomo la expresión de Daniel Blanchard, Crisis de palabras, Madrid, Acuarela, 2007.


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2 comentarios:

Unknown dijo...

Excelente ensayo que invita, con suavidad y certeza, a repensar el mundo que mal habitamos. Felicito a la autora de este magnífico texto.

Anónimo dijo...

¿A quién debo dirigirme para comprar el libro de Blachot: "Escritos políticos"? Estoy en Galicia y no se consigue. Les agradecería me indicaran cómo puedo tener el libro (si acaso existe alguna página web a través de la cual pueda comprarlo)pues estoy haciendo un trabajo doctoral sobre este autor.

Agradecida,

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