(texto: fragmento de Mayo del 68 y sus vidas posteriores, de Kristin Ross)
“Cualquier diálogo entre los matraquers [los que golpean] y los matraqués [los golpeados] es imposible”.
En algún momento en pleno mayo de 1968, como indica este eslogan, la porra de los policías o matraque se había convertido para los insurgentes en una pura sinécdoque del Estado. Durante el largo silencio
de De Gaulle y la titubeante respuesta del gobierno a los primeros brotes de violencia callejera, la policía se había convertido en la única y solitaria representación del Estado. Dos figuras paradigmáticas se situaban a cada lado de esta barrera infranqueable, los agresores y los agredidos.
Toda posibilidad de reconocimiento recíproco o “diálogo” entre dos figuras tan radicalmente distintas, que habitan espacios tan desiguales, y a la vez contiguas, es inútil. La relación entre los golpeadores y los golpeados es una antidialéctica de absoluta diferencia y oposición total, una relación de “pura violencia” que no es muy distinta a la que describe Frantz Fanon entre el “colonizador” y el “colonizado” en Los condenados de la tierra. La matraque, un arma corta y contundente, hecha con un palo de madera, más grueso y pesado en un extremo y recubierto de caucho endurecido, ocupa un lugar destacado en los relatos dramáticos, imágenes documentales e iconografía de los días de Mayo y Junio. Así, un típico pasquín militante titulado “Cómo evitar las porras”, distribuido en la noche más sangrienta de los acontecimientos, el 24 de mayo, instruye a los manifestantes sobre cómo doblar las hojas de periódicos como France-Soir o “Figaremouche”, como llamaban los militantes al diario derechista Le Figaro, para utilizarlos como capa protectora para los hombros y el cuello: “El grosor ha de corresponderse con el de la piel ‘aporreable’, es decir, unas veinticinco páginas de prensa burguesa”. En los relatos sobre la toma de conciencia política de personas que se habían mantenido al margen de la política hasta ese momento, la porra cumple con frecuencia un papel casi pedagógico de “despertar” o revelación. De esta forma, un activista recuerda en 1988 la violencia policial de veinte años antes: “Era una lección excelente sobre la naturaleza de un Estado que se mantiene gracias a la fuerza de la porra: era una educación directa”.
Otro testigo afirma:
“Vi las batallas callejeras de cerca, vi a los policías abriéndole la cabeza a la gente. Cuando ves cargar a la policía, te marca para el resto de la vida”. Un tercer participante describe su iniciación:
Para mí, Mayo del 68 comenzó cuando me pegaron con una porra al salir de un piso. Era una de las primeras manifestaciones del Barrio Latino. La policía estaba cargando. Había oído lo que pasaba en Nanterre, pero aquello aún quedaba muy lejos para mí. Estaba en el bachillerato superior, en una clase preparatoria para las escuelas superiores, cursaba mis estudios de forma pacífica. De repente comencé a ir a reuniones y asambleas. No entendía casi nada.
La violencia policial de principios de Mayo llevó a un número creciente de gente a las calles. Pero el papel catalizador que desempeñó la policía al darle una dimensión masiva al movimiento se inició, al parecer, antes incluso de que comenzaran a blandirse las porras. La misma presencia de grandes contingentes policiales, llamados por un rector de Nanterre, Pierre Grappin, que había sido miembro activo de la Resistencia, aumentó la visibilidad de la cooperación entre la administración universitaria y la policía:
La reacción de los estudiantes, no sólo a las acciones de la policía, sino a su simple presencia... es una reacción visceral, una alergia refleja. La mayoría de los estudiantes eran apolíticos al principio; no estaban de acuerdo con los incidentes de Nanterre. Pero de forma instintiva estaban del lado del Movimiento 22 de Marzo... porque la policía estaba allí y para ellos significaba una represión intolerable.
(...)
Otro activista recuerda una respuesta fisiológica a la aparición de la policía:
Primero, el hecho de ver el grueso muro azul y gris de policías me revolvió el estómago, aquella especie de muralla que avanzaba hacia nosotros... y me entraron ganas de tirarles un adoquín a mí también.
Para el 11 de mayo, la principal reivindicación de los estudiantes era la retirada de la policía de la universidad. La sola presencia de la policía servía para politizar la situación. Entre los estudiantes, la cuestión de la presencia policial –en el campus o en sus alrededores– era fundamental. En un episodio del programa televisivo Les chemins de vie titulado “En terminale” de mediados de mayo se ve a dos estudiantes discutiendo el tema de la “libertad de expresión” (con lo que se refieren al derecho de llevar a cabo acciones políticas –organización, distribución de octavillas, etc.– dentro de los centros educativos). El diálogo entre los dos estudiantes y los, en apariencia, bienintencionados administradores, que les aseguran que ellos también creen en la “libertad de expresión”, llega a un punto muerto. Los estudiantes no pueden aceptar lo que desde su punto de vista es la reiteración de una “libertad de expresión” meramente abstracta o formal; sus intereses, lo dejan claro, son inmediatos y concretos: “¿Va a seguir esperando la policía en la puerta de la facultad para detenernos?”. De igual manera, los comentarios de un obrero de la fábrica de Peugeot en Sochaux, que comenta la violencia que tuvo lugar el 11 de junio, cuando el gobierno mandó a los CRS (policía antidisturbios) para que se hicieran con el control de la fábrica en huelga, dejan claro el efecto politizador que la presencia policial tiene sobre una situación que antes no se consideraba como tal: “Estábamos en contra del jefe, de la dirección de la fábrica, no de los CRS. A partir de entonces se convirtió en una lucha política, nos teníamos que defender. No fui allí inicialmente para luchar, fue una trampa. Pisaban a la gente que caía y seguían golpeándoles cuando ya estaban en el suelo”. Este obrero perdió un pie en la batalla del 11 de junio; otros dos, Henri Blanchet y Pierre Beylot, murieron a manos de los CRS y otros 150 obreros resultaron gravemente heridos. No podía ser más evidente el papel instrumental de la policía para lograr, no ya el orden, sino un orden específicamente capitalista en el que los obreros deben cumplir la función social que se les ha encomendado. Como dice la consigna, no hay diálogo posible entre agresores y agredidos.
A medida que la violencia policial se aceleraba durante la primera quincena de mayo, la tendencia, sobre todo por parte de los CRS, de realizar “ataques a ciegas”, en los que golpeaban con sus porras de forma indiscriminada a activistas y transeúntes, tuvo el efecto de generar simpatía por los manifestantes entre los testigos y observadores de las clases medias que en principio no tenían una buena opinión de los manifestantes: “Los policías golpeaban a todo lo que veían: recuerdo ver a la policía pegando a una mujer que llevaba un bebé hasta que cayó al suelo”. Un día un profesor salía de una librería en la que había estado comprando libros y al pasar al lado de un grupo de CRS inmediatamente se pusieron a golpearle. Su jefe debió de darse cuenta de que no era estudiante sino una persona más respetable y ordenó a sus hombres que le dejaran. Uno de ellos gritó: “Pero jefe, ¡llevaba libros!”.
La amplia simpatía que la insurrección se granjeó en el conjunto de la población durante la primera quincena de Mayo se atribuye generalmente al efecto producido por lo que los transeúntes vieron, o creyeron ver, en las calles: un conflicto entre estudiantes y policías. En ese drama, sólo se podía estar del lado de los estudiantes, pese a que algunos de ellos fueran claramente, a los ojos de algunos observadores, “alborotadores” y algunos de los estudiantes ni siquiera fueran en realidad “estudiantes”. Pero esa simpatía disminuyó notablemente después de que el 13 de mayo comenzara la huelga general y una dinámica diferente –más claramente asociada a la “guerra de clases”– sustituyera a las escaramuzas violentas y enérgicas de principios de mayo.
Con todo, esas escaramuzas sirvieron –si nos fijamos en los pocos relatos de obreros jóvenes que nos han llegado para producir un sentimiento de familiaridad instantánea con los estudiantes gracias a una experiencia compartida (“Porras, ¡las conocemos bien!”). En un principio, los obreros expresaron una solidaridad meramente emocional o abstracta con los estudiantes que se manifestaban contra la represión policial. “Somos todos antipolicía”, decía un obrero de la industria automovilística. “Entre los obreros jóvenes siempre se ha odiado a la policía”. Otro obrero militante señala: “Son los mismos policías, los CRS, que van de las puertas de las fábricas a las de la universidad”. Sin embargo, la violencia proporcionó rápidamente una forma de pasar de esta identificación abstracta a una solidaridad más intensa e inmediata del combate, como indican estos comentarios: “Tenemos que estar con ellos [los estudiantes] en su combate, participar en las manifestaciones a su lado”. Dicho de otra manera, a diferencia de los padres y los transeúntes de clase media, los obreros no se movían por compasión hacia los golpeados y gaseados, sino por un sentimiento de respeto y admiración hacia la acción directa por la que habían optado los estudiantes; una solidaridad que no se basaba en la caridad.
(...)
Para la mayoría de los que vivieron los acontecimientos de Mayo en París, ya fuera como observadores o participantes, hubo otro conjunto de asociaciones, relacionadas con los orígenes coloniales de la porra, que reapareció con los enfrentamientos callejeros. La conmoción que provocaba la omnipresencia policial en las calles, una demostración de fuerza del Estado que no se veía en París desde principios de los sesenta, provocó una asociación inmediata con el ambiente violento que se respiraba en los últimos meses de la guerra de Argelia. “Las calles atestadas de coches de policías... Me recuerda a la guerra de Argelia”, decía Mavis Gallant. Otro testigo describe la escena con más detalle: “Saint-Germain-des-Prés. Allí estaban los primeros médicos de las ambulan cias, algunos con las camisas manchadas de sangre. Cien agentes de movilidad. Por primera vez desde Argelia, me enfrento cara a cara con el enemigo”. La conmoción parece haber reavivado una memoria física en algunos de los actores y espectadores, una sensación de déjà vu. Una persona que participó en los hechos describe la sensación de verse involuntariamente transportada en el tiempo:
Cuando llegamos a la estación de Saint-Michel, al abrirse las puertas de los vagones, nos llegó un insoportable olor de gas cloro, y fue aún peor, pues varias personas, con la cabeza abierta y llena de sangre, se habían refugiado en la estación. De repente, con la garganta irritada y los ojos ardiendo, redescubrí la horrible sensación del gas lacrimógeno inhalado durante las manifestaciones contra la guerra de Argelia.
La violencia de la guerra argelina se recrea también en esta escena observada por un testigo desde de su casa: “En las ventanas del edificio, las cortinas se agitan de manera imperceptible. Observamos, absortos y asustados, a los policías que pegan a los estudiantes de igual manera que habían ratonné (“atrapado como a ratas”) a los árabes unos años antes”.
Para Mavis Gallant, no sólo la imagen, sino también el sonido produce esta asociación con la misma fuerza: “Por la noche me llegan esos ruidos conocidos, igual que en la crisis de 1958”. Gallant evoca ese conjunto de posturas físicas que se adoptan instintivamente en la coreografía de la violencia callejera y que recurren creando una especie de palimpsesto o solapamiento de los dos momentos:
En primer lugar, las conmociones cerebrales por las porras, las fracturas en la muñeca y el antebrazo, los brazos en alto para proteger la cabeza; las fracturas en los tobillo por las caídas de las carreras, el perseguidor que golpea a todo lo que alcanza. (Esta escena la vi en París hace diez años en este mismo mes durante la crisis argelina... Lo vuelvo a ver: el joven que tropieza y cae, el adulto...)
(traducción de Tomás Cobos)
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