LA LOCA CARRERA DEL BÚFALO, por Josep Vicent Miralles

Amanecemos hoy con esta fantástica reseña de

La revuelta del pueblo cucaracha es la crónica lisérgica de la lucha que mantuvieron los chicanos en EE UU para ver reconocidos sus derechos civiles.

Una pelea constante por su dignidad y sus derechos. Bajo el salvaje influjo de un personaje que se sobrepasa a sí mismo se despliega un milagroso artefacto con un pie en la comedia y otro en el pulp.

Cuando no sepa a quien atribuirle una cita célebre, pruebe suerte con Borges o con Wilde. Si no acierta, nadie será capaz de decirlo. Incluso si a usted mismo le sucede un episodio de ingenio verbal, no arriesgue; diga que es de Borges o de Wilde. O de Sain-Exupery si se siente especialmente audaz. Al final puede que nadie dijera nada y todo sea una conspiración de los editores y los fabricantes de sobres de azúcar. 

Viene esto a cuento de aquella frase, de Borges, de Wilde, de Saint-Exupery, que decía que cuanto menos interesante resultaba la obra, más interesante acababa siendo el artista. La cita no es literal, claro, pero sirve para explicar lo que se siente cerca de la literatura de Óscar Zeta Acosta.

Zeta Acosta, el Búfalo Acosta, fue un abogado chicano que solo publicó dos novelas a principios de los años 70. Una, autobiográfica, y la otra, La revuelta del pueblo cucaracha, en la que sin dejar de lado la recreación literaria del yo, de un yo avasallador, omnipresente y fuera de órbita, ofrece una panorámica sincopada de los Estados Unidos de la desigualdad y la bronca racial.

La novela vive en el difícil equilibrio de algunos genios de lustroso pedigrí canalla. A la carencia técnica contrapone algunos megatones de energía. A los vacíos de estructura y a las caídas de ritmo, o a las transiciones torpes, enfrenta el chute adrenalítico de anécdotas y escenas absolutamente inolvidables, como la descerebrada autopsia a siete manos a un pobre diablo dos veces enterrado. O la sentada frente a una sinagoga en la que, de pronto, y llevados por el porro y el sexo generoso bajo las mantas, nadie sabe muy bien qué hacen allí esos vatos locos.

Pero lo mejor, el verdadero festín, es saber que al fondo de toda esa desmesura hay verdad. Que como si de un spin-off por anticipado se tratase, se está ante un autor que es una mezcla entre los personajes límites de Bolaño y Tarantino. Un outsider de raza y ¡viva la raza! No en vano Óscar Zeta Acosta fue retratado por el cine y la literatura: bajo el nombre de Dr Gonzo, en Miedo y asco en las Vegas, de Hunter S. Thompson. Acosta conoció al periodista norteamericano en 1967 y juntos emprendieron un viaje a Las Vegas que por sí mismo bastaría para edificar una leyenda. Para redondear el mito, se desconoce la fecha y el lugar de la muerte del Búfalo Pardo, como se hacía llamar el abogado mexicoamericano. Lo último que se sabe de él, por boca de su hijo Marco, es que en 1974 llamó desde la ciudad de Mazatlán, en Sinaloa, y dijo que estaba a punto de subirse en un barco lleno de nieve blanca.

Es una imagen que podría estar sacada de la mejor novela negra. Después de esa llamada de teléfono llegó el silencio. Que lo mataron, es la opción más repetida. Hunter S. Thompson incluso se animaba a fantasear con Óscar a bordo de un descapotable con un kilo de heroína en una mano y una ametralladora Uzi en la otra cruzando la frontera. Disparando a las estrellas. Fanfarroneando. Cavando su tumba. Gritando que hay seres que no están diseñados para vivir mucho tiempo, sino solamente para vivir. A secas. Dejando un rastro de huellas profundas y desparejas.

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