"ÓSCAR ERA UN CHICO SALVAJE...", introducción de HUNTER S. THOMPSON al libro de ÓSCAR ZETA ACOSTA.

Para ir abriendo boca os ofrecemos la introducción que escribió HUNTER S. THOMPSON para las dos obras de su viejo amigo ÓSCAR ZETA ACOSTA.
Traducción: Javier Lucini

Hunter S. Thompson & Óscar Zeta Acosta

"Óscar era un chico salvaje. Irrumpía a zancadas dondequiera que fuera y mucha gente le temía. Su fecha de nacimiento no consta en ningún calendario y su muerte apenas tuvo repercusión. Pero el hueco que dejó fue enorme y nadie ha intentado siquiera remendarlo. Fue un jugador. Fue Grande. Y cuando entraba bramando por tu puerta al caer la noche sabías que venía con la marcha, quisieras o no.

Nunca me ha gustado escribir sobre él porque me hace pensar demasiado y nunca acierto a encontrar las palabras adecuadas para explicar la terrible alegría que siempre llevaba consigo allá donde fuese. Tenías que estar allí, supongo, y entender que el tipo nunca se encontraba a gusto a no ser que estuviese en compañía de gente aún más loca que él.

Cuando murió escribí un epitafio y no me apetece volver a hacerlo, así que esto es lo que sentí entonces. Res Ipsa Loquitor*

[*Frase latina que significa «los hechos hablan por sí solos». (N. del T.)].



Lo cierto es que Óscar Zeta Acosta (por mal que pese a quienes opinan lo contrario) fue un peligroso rufián que vivió cada día de su vida proclamando que un hombre que codicia la Verdad no puede esperar piedad ni concederla…

Cuando llegue la hora de que el Gran Marcador se manifieste en contra del nombre de Óscar, una de las primeras y escasas líneas del Gran Libro Mayor destacará que, por lo general, careció del coraje que, sin embargo, manifestó en sus tan sistemáticamente monstruosas convicciones. Había más compasión, locura, dignidad y generosidad en el agotado cuerpo moreno y con sobrepeso de aquella siempre excesiva bala humana, de lo que la mayoría de nosotros veremos durante el resto de nuestras vidas en cualquier humano incluso tres veces más grande que Óscar; características que están enflaqueciendo notablemente por aquí arriba desde que aquel gordo hispano corrompido desapareció del mapa.



En la época en que le conocí, en el verano de 1967, hacía ya tiempo que había dejado atrás lo que él llamaba su «idilio de amor juvenil con La Ley». Lo mismo había ocurrido con su temprano celo misionero y, tras el primer año de trabajo para la asistencia social en el «centro legal para la pobreza» de East Oakland, estaba listo para librarse del academicismo de Holmes y Brandeis y asimilar un estilo más Huey Newton y Pantera Negra a la hora de tratar con las leyes y los tribunales de América.

Cuando entraba retumbante en aquel bar que se llamaba Daisy Duck de Aspen y anunciaba que él era el problema que todos estábamos aguardando, se hallaba ya inmerso en la política de la confrontación; y en todos los frentes: en los bares, en los tribunales e incluso en las calles si era necesario.

Óscar no se metía en peleas callejeras serias, pero era como el infierno sobre ruedas cuando estallaba una pelea en un bar. Cualquier combinación de un mexicano de ciento catorce kilos con LSD-25 constituye una amenaza potencialmente mortífera para todo lo que se ponga a su alcance; pero cuando el susodicho mexicano es además un abogado chicano profundamente cabreado que no manifiesta el menor temor ante nada que camine con menos de tres piernas, y con la convicción suicida de facto de que va a morir a los treinta y tres años (como Jesucristo), sabes que te encuentras con un grave problema entre manos. Sobre todo si el muy bastardo ya hace seis meses que cumplió los treinta y tres, va hasta el culo de ácido Sandoz, luce una Magnum 357 cargada en el cinturón y en todo momento tiene al alcance de la mano un guardaespaldas chicano que maneja un hacha, aparte del hábito desconcertante de vomitar proyectiles, verdaderos géiseres de pura sangre roja por la puerta delantera cada treinta o cuarenta minutos, o cada vez que su úlcera maligna rechaza la ingesta de más tequila a palo seco.


Este era el Búfalo Pardo en plena flor demente de su apogeo, un hombre, en verdad, que no se perdía una. Y fue de hecho en algún momento, a mediados de sus treinta y tres, cuando vino a Colorado (con su fiel guardaespaldas Frank) para descansar un tiempo tras su agotadora campaña como candidato para sheriff del condado de Los Ángeles, que perdió por más o menos un millón de votos. Pero en la derrota Óscar se las ingenió para crear una base política instantánea para sí mismo en el inmenso barrio chicano de East Los Ángeles; donde hasta los más conservadores «mexicano-americanos» de la vieja guardia de repente se estaban denominando a sí mismos «chicanos» y degustando por primera vez el sabor del gas lacrimógeno en las manifestaciones de «La Raza», que Óscar no tardó en aprender a utilizar como foro incendiario para darse a conocer como el principal portavoz de un vertiginoso e incipiente movimiento de «Poder Pardo» que el departamento de policía de Los Ángeles llegaría a considerar aun más peligroso que el de los Panteras Negras.



La tremebunda radio macuto no se caracterizaría por la falta de boletines, avisos y demás rumores enrevesados a propósito de los últimos avistamientos del Búfalo Pardo. Sería visto, al menos una vez, en Calcuta, comprando niñas de nueve años en las jaulas del Mercado Blanco de Esclavos… y también en Houston, al frente de la barra de un motel de South Main que una vez fue el Blue Fox… o quizá, de nuevo, huyendo a Bimini a medianoche: alzándose con todo lo largo que era sobre sus cuartos traseros en la cabina de un bote Cigarette negro de metro y medio con una Uzi plateada en una mano y un kilo de heroína en la otra, siempre corriendo a unos ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora, sin luces y soltando a voz en grito –lo máximo que le permitían sus pulmones sangrantes– galimatías entresacados del Viejo Testamento…

Hasta podía llegar a aparecerse de pronto en mi porche en Woody Creek, una noche sin luna, cuando los pavos reales andan chillando con lujuria… Podía ocurrir y siempre sería un fantasma bienvenido en mi casa, aunque se presentase hasta el culo de ácido y con una cadena hecha de larvas alrededor del cuello.



Sí, ese es él, amigos; mi chico, mi hermano, mi compinche en demasiados crímenes. Óscar Zeta Acosta. Prepárate. Ya no está entre nosotros, pero incluso su memoria remueve vientos que acaban alzando coches bastante pesados de la carretera. Fue un monstruo, un auténtico hijo del siglo (más rápido que Bo Jackson y más loco que Neal Cassady)… Cuando el Búfalo Pardo desapareció, todos perdimos una de esas notas altas que ya nunca volveremos a escuchar. Óscar fue uno de los prototipos del mismo Dios (una especie de mutante de gran potencia que jamás se consideró para la producción en masa). Fue demasiado raro para vivir y demasiado extraordinario para morir



Hunter S. Thompson

Marzo 1989

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