Dadá: ¡Vuela escarabajo! ¡Manifiesto de todas las posibilidades posibles!

(Texto de Correo Dadá de Raoul Hausmann)

Los manifiestos se escriben para decir algo, algo importante.
¡Pero yo sólo pienso en la vida misma y en que la cultura de la Edad Media era toda de hierro! Para un caballero en su armadura de acero, debía ser difícil, supongo, no parecer bello (¡aunque él también pudiera tener diarreas!) –todo cubierto de hierro y tan rígido como las catedrales góticas–, fortificado en sí mismo, algo a lo que el hombre actual, en su chaqueta americana, no puede aspirar. ¿Por qué ha cambiado todo esto, por qué se ha transformado?, ¿por qué las leyes del progreso deben ilustrar el progreso en todos los ámbitos en vez de dedicarse a demostrar que el hombre sigue siendo igual a sí mismo? Salvo si se presenta un hombre que comprenda suficientemente bien la aritmética (ligada a las prácticas económicas de sus pensamientos), porque por dominar su «dos más uno hacen tres» hasta el punto de olvidar la necesidad de contar hasta cuatro y por explotarlo como freno psíquico, éste se consideraría, y con todo derecho, expresionista.

Mucha gente cree seriamente que todo o, cuando menos, algo, se ha transformado. ¿El qué, Dios mío? ¿Qué habría podido cambiar? La Edad Media embutía a sus bandidos en trajes de acero muy bien construidos, nosotros preferimos lo «hecho a mano» pero, a cambio, las máquinas, ahora independientes, combaten y se comen los dedos o cabezas de los hombres que los introducen en ellas. Los hombres siempre han estado hermanados, ya sea en Dios, el Capital, el Pensamiento o el Espíritu –lo que viene a ser lo mismo–, así como todo lo que existe y ha existido se compensa en una misma forma.

¿Por qué brota y crece la hoja de tilo? Porque está la idea de la hoja de tilo. ¿Qué manifiesta la hoja de tilo? Tiene un tallo, el mismo tallo que poseía en la Edad Media; la recorren grandes y pequeñas nervaduras que dividen su superficie en pequeños complejos aparentemente intrincados –así como la Edad Media parecía intrincada, mantenida por un estilo, recorrida por corrientes semejantes a venas–. Todo era igual que hoy: la hoja de tilo, nuestra época, la Edad Media y muchas otras cosas son una y misma cosa. ¿Qué luchas de clases se desarrollan en la clorofila de la que y de las que no sabemos nada? Y, por último, ¿acaso el Gótico y los cimientos modernos no se parecen entre sí además de parecerse a la hoja de tilo?

Ahora el expresionista es un hombre que cuenta continuamente hasta tres y que no ha aprendido a contar hasta cuatro. Este hombre podría afirmar que el gótico fue profanado por los cimientos como, por ejemplo, el metro de Londres, París o Nueva York. Hasta donde yo sé de sus planos y hasta donde puedo juzgar o imaginar sus realidades, no conozco ningún contraste entre una catedral gótica y el metro, salvo sus direcciones opuestas: una por encima de la superficie, la otra por debajo; pero ¿qué significa esto?

En las catedrales góticas solía haber mucha gente, como en el metro. Pensemos en la hoja de tilo, no importa si identificamos los conductos de la hoja con el sistema de tuberías de las catedrales góticas o del metro –las catedrales góticas eran construcciones de canalización espiritual, de la misma forma que el metro nos lleva de experiencia en experiencia y el sistema de canales de la hoja de tilo está probablemente al servicio de su conciencia espiritual–, sólo hace falta cambiar de punto de vista para que la falsa óptica de nuestro ojo nos haga ver la hoja de tilo a lo alto, de forma vertical, o a lo ancho, de forma horizontal.

¿Acaso nuestra tierra no es la misma que la de la Edad Media? ¿No es igual de plana que aquélla? Pero el expresionista, el hombre que sólo conoce su un dos tres y por esta misma razón no quiere o no puede hacer otra cosa, el hombre de los múltiples pequeños complejos, el que eleva su ego hasta el infinito –al igual que sólo sabe seguir infinitamente con su un dos tres–, este expresionista, con su amor por el mundo, con su expansión ilimitada, se ríe de nuestra hoja de tilo; declarará que nuestra hoja debe extenderse hasta las estrellas, que no tiene forma visible y, menos aún, forma de corazón.

Vale, pero ¿qué responderemos a este expresionista? ¡Será una respuesta difícil a una pregunta difícil! Si no se quiere ver algo metafísico en la forma de corazón de la hoja de tilo, sólo queda señalar que la hoja de tilo tenía en la Edad Media, y sigue teniendo hoy, una doble relación con su entorno: en primer lugar, su tallo la une a la rama, a su vez unida al árbol, a su vez unido, por sus raíces, a la tierra; en segundo lugar, y esto es un momento imaginado (que sigue siendo invisible), a través de sus células, la hoja respira el cielo e, incluso, el sol. La hoja tiene los ojos verdes de clorofila, se vuelve amarilla y ciega si no mira al sol, vive, al igual que la tierra, en el espacio celeste iluminado por la luna.

Unas moscas grandes suelen posarse en la hoja de tilo para succionar su sudor y su influencia es análoga a la de la luna sobre nuestra atmósfera, esa luna que vemos como una pequeña lámpara eléctrica. Lo que cabría responder sin renunciar a la forma de corazón de la hoja de tilo y lo hemos de responder es que estamos obligados a contar hasta cuatro. Y como no queremos ser expresionistas sino personas que aún viven en la Edad Media, personas que en el metro, ante la invariabilidad de la vida, sienten cómo les recorre la espalda un escalofrío de respeto profundo, hemos de seguir pensando que hay más de una posibilidad de comparación entre nuestra época, la Edad Media y la hoja verde en forma de corazón.

A veces aparecen pulgones sobre una hoja de tilo, pequeños e innumerables seres vivos; a veces una lepra brillante y viscosa cubre la hoja: si nos dieran la posibilidad de elevarnos a la altura del espíritu del mundo que todo lo penetra, más alto, mucho más alto que el expresionista y su imposibilidad de contar hasta cuatro, deberíamos decidirnos absolutamente a ver en esa lepra los mismos fenómenos de vida que en las cruzadas o las guerras de religión medievales, o en nuestra guerra mundial y las luchas de clases. Por otra parte, hasta la decadencia de nuestra pretendida civilización occidental puede compararse con el otoño que hace morir la hoja; exactamente como nuestra civilización, la hoja renace en primavera porque el árbol permanece, como permanecen en nosotros el eterno egoísmo y las singularidades de la personalidad que crearon el sol, la luna y las estrellas, y que no dejarán morir la tierra.

En la Edad Media se creía que el sol giraba alrededor de la tierra; desde el cambio de opinión sobre las relaciones astrales, los expresionistas se creen obligados a verlo todo cósmicamente; se creen en el deber de hacer de su ley de 3 x 3 no hacen nunca 4, un mundo de hipérboles, de parábolas, de segmentos de círculos y toda suerte de geometrías, sin darse cuenta de que esta tendencia hacia el número, hacia la identidad, es totalmente contraria al infinito ilimitado; sin darse cuenta de que uno de los primeros expresionistas, el árabe M’hame N’he N’Allah, ya había dado esta definición de cosmogonía en el siglo IV: «El hombre», decía, «se ama tanto a sí mismo, que reúne a su alrededor a tantos ejemplares similares como puede, esto es, a hombres que por amor de sí se multiplican por cientos, por miles para concretar: yo soy todo eso, esa multitud de hombres –él [el hombre] se puso de acuerdo consigo mismo y con todas sus copias, sus co-hombres, para que sucediese algo». (Atención a ese «algo que debe suceder»: comenzó la reforma, comenzaron las cruzadas, hasta la migración de los pueblos comenzó e, incluso, nuestra época; se ve muy claramente, sin embargo, que nada ha cambiado, la decisión de «hacer algo» siempre ha marcado el comienzo de cada nueva época, la cual sólo difiere de la precedente desde el punto de vista de los espectadores superficiales).

–En el origen de los tiempos todo estaba oscuro, sombrío, sin luz, y se andaba a tientas de un agujero negro a otro; pero así lo deseaban el Yo y todos los CO-YO. A la larga se hizo tedioso tropezar una y otra vez en agujeros sombríos y oscuros, y el Yo individual y sus numerosas manifestaciones, los co-hombres, tuvieron la misma idea (y todos debían tener la misma idea al mismo tiempo, ya que el Espíritu une y la multitud sólo está animada por un único y mismo Yo): por lo tanto, decidieron, de común acuerdo, hacer venir la luz mediante un esfuerzo de voluntad cósmica, mediante el expresionismo del amor mundial. Y uniendo sus esfuerzos de concentración espiritual pusieron una cosa luminosa en el cielo, una mancha por encima de sus cabezas: el sol. La luz se hizo, todas las cosas fueron clara y conscientemente separadas, y la división del trabajo comenzó.

–Pero los hombres y el Yo, en cierta medida divino, no pueden estar siempre velando y, deben, por el placer de la contradicción, dormir, asimismo, algunas veces, y en el sueño, los pensamientos concentrados durante el día se dispersan; así fue como, del sol, nacieron la luna y las estrellas, ya que habría sido realmente tedioso que sólo hubiera luz, claridad... de la misma forma que antaño sólo había negrura.

–De lo cual se deduce que la sabiduría humana era débil en la Edad Media y en la Antigüedad... tan débil como hoy.

–Grandes obras de la conciencia divina, del Mundo Universal, han sido realizadas pero aun brillando en el cielo como estrellas, ¡¡¡han sido olvidadas y despreciadas!!!

–La Edad Media fue la época en la que se inventó la pólvora. Pero yo manifiesto además que en ese tiempo sólo se cocinaba con agua.

–Incluso el expresionismo existía ya en la Edad Media de forma anodina: en vez de una visión cósmica y un monedero lleno de amor por el mundo, se llevaban armaduras de acero y cuando
se cogía una diarrea, se echaba mano –al igual que hoy, llegado el caso– de una hoja de tilo para...

–Así, pues... el objetivo del manifiesto ha sido alcanzado:
¡¡¡NO COJAN NUNCA EL METRO!!!
17.01.1921

(Ilustración: Portada de la revista Mécano)

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