En CUERPO Harry Crews plantea despiadadamente el desamparo de Shereel Dupont, la antigua Dorothy Turnipseed, al verse perdida y atrapada en el mundo disfuncional y sobredimensionado del fisioculturismo.
En la competición masculina siempre estuvo bien claro cuál debía ser el canon, en realidad no otro que el establecido por el portentoso ejemplo de Donald Trump, aplicable a cualquier aspecto de la vida norteamericana: “Si un poco es bueno, un poco más es muchísimo mejor”. Esto es: la enormidad, Arnold Schwarzenegger, el Big Mac...
“[...] Y Muro había cimentado su reputación no sólo del lado de las proporciones olímpicas, sino de las tallas inimaginables. Había decidido que ése era el modo auténticamente Americano. ¿Dónde estaba el americano que tuviera alguna cosa y no deseara que fuese la más grande de todas cuantas existiesen? Cuando Muro estaba despierto se pasaba horas encandilado con el ejemplo de Donald Trump y sus sueños estaban poblados de inmensas multitudes de Donald Trumps que se dedicaban a acumular, reunir y apilar, cada vez más alto, añadiendo números sin fin, porque como todo el mundo sabe, los números son infinitos [...]”.
Sin embargo, en el caso de la competición femenina, el canon de “belleza” sigue siendo un arcano insondable.
“[...] ¿Pero dónde dejaba eso al fisioculturismo femenino? Una vez más, nadie tenía ni idea. Todos llegaron a pensar que lo sabían cuando Rachel McLish se hizo con el título mundial. Era musculosa del mismo modo que perfectamente simétrica y coordinada, pero por encima de todo, le podías poner un vestido y llevártela a casa para presentársela a tu madre. Pero en un corto período de tiempo, tras el reinado de Rachel McLish como campeona mundial, si metías a una culturista de talla mundial en un vestido no podías llevártela a casa para presentársela a tu madre, de hecho no podías llevártela a casi ningún sitio, porque ya por aquel entonces parecían tíos disfrazados de mujer. Fuera del escenario y sin su ropa de posar eran como monstruos. Los jueces y los fans que seguían el deporte, así como los mismos competidores, no alcanzaban a decidir cómo debía lucir la mujer ideal.
Todo era muy confuso. Un año una chica de las categorías ligeras podía alzarse con la victoria total; al año siguiente podría ganarlo una más grande de lo que la mayoría de los hombres podían esperar llegar a ser en su vida, una chica que sólo parecía humana siempre y cuando se mantuviera bajo los focos del escenario. De cerca y vestidas de un modo femenino, las culturistas empezaron a adoptar la apariencia de algo que Dios debía haber creado bajo los efectos de una resaca divina y acosado por terrores delirantes más allá de la imaginación humana.
La chica de Muro, Marvella, podía ganar en su categoría. Y la Shereel de Russell en la suya. Pero ¿cuál de ellas podía hacerse con el gran título?, ¿cuál era la mejor? En realidad, ¿cuál de ellas podía hacerse, y en nombre de qué, con el título mundial? Nadie lo sabía. En el mundo del culturismo la opinión estaba tan claramente dividida con respecto a las chicas que practicaban aquel deporte que parecía que la división se había hecho con escuadra y cartabón [...]”.
Al final, no se trata más que de una simple cuestión de testosterona.
La enormidad “nunca podría estar muerta del todo porque los hombres tenían pelotas. Si Dios se hubiese ahorrado las pelotas a la hora de componer la especie humana, probablemente (de nuevo Russell lo sabía en el fondo de su corazón) aún estaríamos mascando fruta pacíficamente en alguna sabana africana. Pero los hombres tenían pelotas y, por tanto, sus brazos o sus pollas nunca serían lo suficientemente grandes. Ni cualquier otra cosa. Excepto, quizás, sus mujeres. Sus mujeres podían ser pequeñas, pequeñas y perfectas de un modo en que los hombres nunca podrían llegar a emular porque éstos jamás serían capaces de aceptar ser pequeños (lo de la perfección era secundario) y mantenerse en sus cabales.
Y es por eso que Wallace, para sus chicas, había acudido sin pensárselo a los esteroides anabolizantes y Russell no. Shereel estaba limpia. Ella nunca había tenido la aguja de una jeringuilla cargada de hormonas de crecimiento masculinas incrustada en la nalga dura y perfectamente esculpida de su culo, mientras que las nalgas de Marvella (tan duras y tan hermosamente esculpidas como las de ella, pero gigantescas en su monstruosa talla y poderío) se hallaban sometidas regularmente a las expertas manipulaciones de Wallace con la aguja y la jeringuilla”.
En definitiva, una trágica historia de confusión, infelicidad y desencanto.
¿Qué pasa con tu CUERPO (versión masculina)?
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