Cuando Gifford encontró a Welsh (nota sobre Cuerpo en Zona Cultura)

por Carlos Ruano, en Zona Cultura

Mi amigo Tomás, uno de los soñadores de ese maravilloso proyecto editorial que es Acuarela, me regaló el placer de darle una relectura a la traducción de Cuerpo, la primera novela editada en castellano del inclasificable Harry Crews.

He de decir, antes que nada, que el trabajo de Javier Lucini en la traducción es de lo más impresionante que he visto en mi vida, con una facilidad extraordinaria para convertir giros intraducibles y trasladar al castellano ese acento sureño que es casi un dialecto y que me ayuda a entender el injustificable retraso de la obra de Crews en las librerías españolas.

Para aquellos que no hayan oído hablar de Harry Crews (Georgia, 1935), hasta hace poco profesor de escritura creativa en la Universidad de Florida, ex marine, karateca con aspecto de ángel del infierno, con una vida personal cuando menos tormentosa, la publicación de Cuerpo es una oportunidad de lujo para descubrir a un literato que parece nacido de una relación furtiva entre Barry Gifford e Irvine Welsh tras merendarse una tortilla de ácidos.

La trigésimosegunda novela editada por Acuarela bien podría haber formado parte de la colección RECorridos, un joyero en el que se guardan tres manuscritos indispensables para mitómanos (Man in Black, un retrato lisérgico de Johnny Cash; la autobiografía Rotten: No Irish, No blacks, No dogs y la adictiva bajada a los infiernos de Mezz Mezzrow en Really the Blues).

Y no es que Cuerpo –que cultiva la escuela gótico-sureña como diversos críticos estadounidenses bautizan la literatura de Crews y sus influencias- tenga una sóla línea dedicada a la música. Es que el texto en sí mismo es puro rock and roll.

No sorprende, de hecho, que la cara más sucia del rock haya usado a Crews como referente en numerosas ocasiones. Desde el grupo punk femenino “Harry Crews” fundado entre otras por Kim Gordon (Sonic Youth) a finales de los ochenta a la canción que lleva su nombre compuesta casi en la misma época por los canadienses Men Without Hat.

Con un ritmo endiablado, una composición de personajes por la que muchos escritores matarían y una sencillez que asusta, este punki casi ochentón te ofrece cuatro horas de diversión única entre la angustia enternecedora del día perfecto para el pez plátano de Salinger, la seca violencia de cualquier novela negra de Elmore Leonard y la valentía estilística de William Faulkner.

No puedo esperar a la publicación en castellano de su primera novela, The Gospel Singer, en la que ya trabajan los chavales de Acuarela.

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