(No teman, ya está aquí está la esperada segunda parte del prólogo de Amador Fernández-Savater a Yippie! Una pasada de revolución, de Abbie Hoffman, que hemos dividido en cuatro partes; pinchando aquí puedes ver la primera parte)
LOS YIPPIES Y NOSOTROS, QUE LOS QUEREMOS TANTO (PARTE 2)
Los yippies en nueve palabras clave
Yippie!
«¿Quiénes sois?»
Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS). «Ah vale, está
claro.» Movimiento por la Libertad de Expresión (MLF). «Gracias
por la información.» Comité de Coordinación Estudiantil No
Violento (SNCC). «Ajá, ya veo.» Yippies. «¿Eh, perdón?»
(sorpresa, misterio, expectación). «Pero, ¿qué significa eso?
¿Qué sois? ¿Y qué queréis?» Basta con fijarse en los nombres de
las organizaciones revolucionarias más importantes de los años 60
para advertir la anomalía salvaje en que consistían los yippies.
El nombre surge durante
la nochevieja de 1967, cuando los futuros yippies celebran juntos el
año nuevo mezclando (a su estilo) la fiesta, la droga, la música y
los planes para derrocar a Lyndon B. Johnson, el presidente demócrata
que implicó profundamente a EE.UU. en la guerra de Vietnam. Los
porros circulan y ellos se preguntan: «¿Cómo podríamos nombrar la
radicalización política del movimiento hippie que nosotros
representamos, anhelamos y queremos empujar?». La marihuana dispara
la inspiración y de pronto Paul Krassner grita eureka: «Ya lo
tengo, ¡yippies!». La racionalización solo llegará más tarde:
Youth International Party (YIP). Los yippies, la vanguardia política
freak de la revolución juvenil en marcha.
Yippie!, escrito con
una exclamación, como de sorpresa y júbilo.
Yippie: un nombre contra el poder de los nombres.
Yippie: un nombre contra el poder de los nombres.
Yippie: ruptura del
sentido, un sinsentido que desafía el sentido establecido.
Yippie: una contraseña
para quienes piensan que gozo y política pueden ir unidos.
Yippie: una creación
poética, un mito, una ficción colosal.
No hay nada que
explicar: «La única manera de entender es sumarse, involucrarse.
Únete a la batalla del misterio contra la máquina televisiva».
Pero atención: los yippies son un misterio a la vista de todos, no
un comité invisible. Un secreto a voces, no una realidad al margen.
Una especie de bruma o niebla presente por todos sitios que confunde
las cosas y a las personas. Rumores en lugar de demandas, payasos en
lugar de portavoces, mitos en lugar de programas, la niebla yippie
confunde una y otra vez los estereotipos de los media. Solo en
el misterio se pueden dar formas de participación mística y otra
experiencia del compromiso político.
Acción
«La acción es nuestra
relación con todo», dejó dicho Bruce Lee. Lo mismo vale para los
yippies. El título del célebre libro de Jerry Rubin es bien
significativo al respecto: Do it!
La acción media la
relación con todo. ¿Qué significa eso? La palabra solo tiene
sentido si induce e impulsa la acción. Los yippies eran oradores
temibles: sus mítines fueron capaces en muchas ocasiones de
desencadenar acto seguido manifestaciones espontáneas y disturbios,
el sueño imposible de todo intelectual revolucionario. El teatro
solo tiene sentido en la calle, si afecta directamente a lo real, sin
escenario ni espectadores, como teatro de acción de la vida. El arte
solo tiene sentido si produce inmediatamente otras relaciones
sociales, sin obligación de pasar por ninguna mediación cultural o
institucional, como festival, manifestación, ritual comunitario. Un
libro solo tiene sentido si es un arma que toca la vida del lector,
disparando su adrenalina y dirigiendo la energía vital liberada
hacia la lucha social.
Formas colectivas de
existencia
práctica comunicativa
desafío a lo
establecido
reinvención de los
lenguajes
abolición de las
distancias
amor armado
belleza de la comunidad
en marcha
acción acción acción
Nunca la acción
paciente y gradual, la férrea-lógica-del-paso-siguiente como decía
Norman Mailer, sino una acción apocalíptica. «El radicalismo no
funciona paso a paso, lógica o racionalmente: el radicalismo es una
iluminación, una explosión histórica del cuerpo y de la mente, un
orgasmo espiritual, una aventura en la que los individuos cambian de
la noche a la mañana… Volverse revolucionario es como caer
enamorado. Nadie puede explicarlo, no hubo aviso previo, las causas
son cataclísmicas». Iluminación, explosión, cataclismo, orgasmo,
aventura, amor loco… La acción como acontecimiento que sacude la
existencia individual y la rompe en dos: antes y después. La acción
como acontecimiento que trastoca el orden de la historia y lo parte
en dos: antes y después.
Según Abbie Hoffman,
una buena película de acción es el mejor modelo para la acción
política: dinámica, con la gente totalmente involucrada, sin
permitir ninguna distancia, produciendo constantemente expectativas
(«¿qué pasará ahora?»). Pero la acción yippie no quiere tener
siquiera guión, programa ni estructura, sino ser totalmente
imprevisible, creativa y abierta. Acción sin reivindicaciones ni
objetivos, donde la forma es el contenido y el cómo es el qué. No
en vano Abbie Hoffman tituló su primer libro Revolution for the
hell of it, literalmente «La revolución por la
revolución misma», «Revolución porque sí». Acción que
confronte y polarice constantemente oponiendo símbolos de libertad a
símbolos de autoridad, dividiendo a la población y poniendo en
escena el conflicto irreductible entre dos mundos.
Amérika (con la
K de Ku Klux Klan)
Amérika es la Muerte.
En primer lugar,
repetición, silencio y pasividad en la familia, la escuela, el
hospital, el cuartel, la prisión, la fábrica. En cada una de esas
instituciones disciplinarias que formatean las subjetividades para
hacerlas «dóciles y productivas». La trayectoria normal de una
vida amerikana consiste en la pacífica transición de una
institución disciplinaria a otra. Por eso atacar una es atacarlas a
todas. Como escribió Jerry Rubin sobre Julius Hoffman, el juez
octogenario y despótico que presidió el tribunal que les juzgó por
los acontecimientos de Chicago (ver más adelante): «Julius era
todos los jueces, todos los políticos, todas las figuras de
autoridad, todos los profesores, todos los padres». Homogéneo poder
dinosaurio.
En segundo lugar, la
novedad del consumo. A partir de un cierto momento, el capitalismo
comienza a apoderarse de todo aquello que había quedado por fuera
del trabajo y a convertirlo en mercancía de compraventa: cultura,
sueños, costumbres, sentimientos, etc. Herbert Marcuse, que fue
maestro de Abbie Hoffman, radiografió en su obra esta «integración
generalizada en un sistema de necesidades dirigidas». El «hombre
unidimensional» que describe es un sujeto pasivo ya no solo en el
trabajo, sino ahora también en el tiempo libre (televisión, cine,
turismo), convertido en cosa. Su razón es solo una razón
instrumental que manipula todo lo que toca.
Sociedades
disciplinarias y sociedades de consumo coincidían entonces
perfectamente, aunque el «capitalismo psicodélico» que denunciaban
ya los yippies anunciaba el cisma. Como explicaba Jerry Rubin, «la
revolución arroja beneficios. Y por eso los capitalistas intentan
venderla. Los chupasangres toman lo mejor de cuanto producen nuestras
mentes y corazones, lo convierten en bienes de consumo, le ponen
precio y nos lo revenden como mercancía. Toman nuestros símbolos,
empapados todavía de la sangre de las calles, y los hacen chic.
Se apropian de nuestra música, la música creada por nuestro
sufrimiento, nuestro dolor, el inconsciente colectivo de
nuestra comunidad».
Y por último, poder
imperialista. Guerra en Vietnam, destrucción masiva, fuerza bruta,
sacrificio de miles de jóvenes amerikanos en la jungla oriental,
poder infinito de dar la muerte al otro, deshumanizado y designado
como enemigo.
En definitiva, Amérika
es la Muerte. Estabilidad contra inestabilidad. Orden contra energía.
Represión y aburrimiento contra el goce de los cuerpos. Repetición
contra creatividad. Planificación contra el caos autorganizado.
Poder de destrucción contra la autodeterminación libre de los
pueblos.
Y la muerte muere
matando. La visión yippie sobre Amérika es la de una civilización
herida y que llega a su fin. La política se presenta entonces como
una estrategia de supervivencia: hay que escapar colectivamente del
barco que se hunde. «Amérika se desmorona, hay dos alternativas:
revolución o catástrofe. Hemos descubierto el amor y la fraternidad
de una comunidad que lucha hombro con hombro por su supervivencia.
Hemos descubierto que solo nos tenemos Unos a Otros. Alambradas de
espino, porras, gases lacrimógenos y detenciones políticas son el
estertor final de un gobierno que ha perdido el apoyo de la misma
gente cuyas vidas trata de dirigir.» Esto no lo escribe Tiqqun en el
cambio de milenio, sino Jerry Rubin en 1967.
Contracultura
«¿Dónde reside
usted?», le pregunta el fiscal a Abbie Hoffman durante el juicio de
Chicago. «En la nación de Woodstock», es la respuesta fulgurante
de Abbie. «¿Y eso qué es?» «Es un nuevo pueblo, una nueva
sociedad, un estado mental.» La nación de Woodstock es el nombre
que Abbie Hoffman da a la contracultura tras el célebre festival de
1969. Es el «mundo aparte» en el que los yippies piensan hacer
palanca para volcar Amérika. Son los cristianos royendo las
catacumbas del Imperio romano, con la droga y la música como los
sacramentos de la nueva religión.
Ahora el sujeto
revolucionario se llama dropout:
es el que se desconecta
el que se desafilia
el que deserta
el que se pone al
margen
el que se baja del tren
el que desaparece
el que abandona los
estudios, la oficina, la universidad y se borra de la sociedad
En una sociedad de la
abundancia como la amerikana, miles de dropouts deciden
empezar a vivir de otra manera aprovechando las copiosas migajas que
caen de la mesa donde se celebra el banquete oficial. Comunas que
sustituyen a las familias, tribus que sustituyen a las organizaciones
políticas, la orgía en lugar de la pareja o el matrimonio, el LSD
en lugar de la razón instrumental, la gratuidad y lo compartido en
vez del trabajo, la autorganización creativa en vez de una vida
prediseñada.
El amor en la nación
de Woodstock no es otra cosa sino esta gratuidad, este desinterés,
este rechazo de la posesión, esta donación de uno mismo, esta
cooperación sin cálculo. Pero el amor tiene que organizarse si
quiere sobrevivir, piensan los yippies. Se trata de organizar
materialmente la fuga contracultural del viejo mundo y hacer de la
gratuidad una estrategia revolucionaria. Política del éxodo,
décadas antes de que la enunciase Toni Negri.
El símbolo yippie era
una hoja de marihuana en el interior de una estrella roja: alianza de
radicalismo y contracultura. La base contracultural diferencia
radicalmente a los yippies de la Nueva Izquierda: ellos hablan desde
otro lugar y también le hablan a ese otro lugar. «(La Nueva
Izquierda y los políticos) se entienden. Todos visten chaqueta y
corbata, se sientan, hablan racionalmente, usan las mismas palabras…
Yo estoy en la emoción, en los símbolos y los gestos, no tengo un
programa, no tengo una ideología, no soy parte de la izquierda»,
explica Abbie Hoffman. La contracultura vivifica la política y el
radicalismo politiza la contracultura.
Media
Los años 60 marcan el
umbral entre las sociedades disciplinarias y las sociedades de
control anunciadas por William Burroughs, lectura obligada para los
yippies. De la reclusión al control. Un control que pasa sobre todo
por la comunicación. «Cuando se informa y se transmite una
información, en realidad se dice lo que hay que creer, se hace
circular una consigna», explica Deleuze siguiendo explícitamente a
Burroughs.
Los yippies son
criaturas mediáticas. Hijos primogénitos de la sociedad del
espectáculo, los hermanos mayores de la primera generación educada
por la televisión. Por eso advierten tan rápidamente que la tele no
obedece exactamente la lógica disciplinaria ni la ética
protestante: le atrae demasiado el suspense, el morbo, lo exagerado,
lo grotesco, el drama, el evento. Hay algo excesivo en la televisión,
que los yippies pretenden volver contra el poder mismo. McLuhan les
enseñará que los media son ya extensiones de nuestro cuerpo.
Y de Warhol aprenderán que la única «línea de masas» posible en
las sociedades de control pasa necesariamente por intervenir en la
cultura pop.
Todo eso les alejará
por ejemplo de los diggers de San Francisco, para quienes la propia
comunidad debe ser siempre el objetivo, el espacio y el entorno de la
acción. Tanto los diggers como los yippies quieren llegar a la
gente, pero ¿dónde está la gente? Para los yippies está claro:
enfrente de la televisión. Ellos le hablan a un espectador remoto.
Mejor dicho: no le hablan, sino que le sacuden. Porque no se trata de
aportar contenidos más críticos, sino de romper el formato del show
y desarticular el dispositivo mediático. ¿Cómo? Por un lado,
burlándose de lo más sagrado. Invitado a hablar en un programa de
máxima audiencia en 1968, Abbie Hoffman exhibe una camisa hecha con
una bandera de EE.UU. En cuestión de segundos, el programa recibe
más de mil quejas telefónicas. Inmediatamente se censura el cuerpo
de Abbie en la imagen, solo se escucha su voz y se ve al presentador
del programa entrevistando a una curiosa mancha azul. Todo se puede
decir, pero hay cosas que no se pueden mostrar. Los cuerpos son más
peligrosos que las palabras.
Por otro lado,
filtrando en los media imágenes del nuevo mundo. «La TV es
el arma secreta de los yippies: entra en cada casa, divide a las
familias, azuza a los hijos contra los padres.» Los yippies
manipulan a los media, no para transmitir el horror de la
guerra o la protesta contra ella, sino para exponer que hay una nueva
manera de ver y estar en el mundo. El objetivo es abrir ventanas para
tentar al espectador remoto, lanzarle señales y perturbarle
con imágenes de otro mundo, exponiendo la belleza del afuera. The
Golden Path.
Mitos
¿Qué poder tiene
quien no tiene ningún poder (económico, militar, tecnológico,
cuantitativo, etc.)? La gente de abajo se ha hecho esa pregunta una y
otra vez a lo largo de la historia, toda vez que se ha apoderado de
ella el demonio de la voluntad revolucionaria. También los yippies
se la plantearon, mientras en el tocadiscos sonaba Lucy in the Sky
with Diamonds. Y se contestaron a sí mismos: el poder de la
comunicación. El mito, ese es el poder de los sin-poder. El mito que
a la vez anuncia y construye un nosotros en el que cualquiera puede
participar. El mito que alerta los oídos proclamando: «¡Aquí está
pasando algo y tú puedes formar parte!».
¿Qué mito proponen
los yippies? En resumidas cuentas, el de la revolución juvenil. En
los años 60, los jóvenes son enviados a la guerra por los viejos,
fuman marihuana, queman sus cartillas de reclutamiento, escuchan a
los Beatles, tienen visiones, acuden a festivales masivos, se dejan
el pelo largo, abandonan sus carreras, se ponen a la escucha de sí
mismos y del mundo, se van a vivir en grupo, sueñan y pierden la
razón. Amérika sufre una auténtica hemorragia: todo se fuga, todo
se escapa. Es la cruzada de los niños. Pero para los yippies no hay
fuga sin conflicto: la liberación pasa por interrumpir, desarreglar,
alterar, agujerear, romper y subvertir las estructuras de poder
establecidas. El mito ha ser necesariamente una narrativa de lucha.
El nuevo mundo contra el viejo: ese es el mensaje que debe propagarse
por todos lados.
La batalla es
fundamentalmente una batalla de imágenes. La acción debe ser
comunic-acción. La estrategia yippie consiste en abrir
«espacios en blanco» en los engranajes de la sociedad del
espectáculo. «El espacio en blanco es la transmisión de
información donde el espectador tiene una oportunidad de
involucrarse y participar.» Mantener la magia y el misterio, no
saturar ni adoctrinar, implicar a la gente personal y emocionalmente,
menos ideología y más participación («en la ideología no se
puede participar»). Símbolos y rumores, relatos y mitos cuyo
sentido se completa solo con la activación del espectador. «Tú
eres el medio de comunicación, tú eres el mito.» Esto no lo
escribe Luther Blissett a mediados de los años 90, sino los yippies
en 1967.
La verdad no es para
los yippies la fuerza decisiva. Los mitos se basan más bien en la
distorsión, como enseña el juego de teléfono estropeado.
Importan más las expresiones, los símbolos y Los yippies y
nosotros, que los queremos tanto los tonos que la información
racional. La revolución no es una discusión razonable, sino un
conflicto entre mundos. La derecha republicana lo sabe tan bien como
los yippies: en un mitin llegaron a exhibir como un trofeo la hermosa
melena rizada que Abbie Hoffman perdió (¡no sin pelear!) al
ingresar en la cárcel de Chicago. «El pensamiento lineal está
obsoleto, es la hora de los iconos y las imágenes.» Esto no lo
escribe Franco Berardi (Bifo) en el año 2000, sino Abbie
Hoffman en 1967.
Humor
¿Quién era la
principal referencia de los yippies? ¿Marx? No. ¿Mao? Tampoco. ¿Ho
Chi Minh? No, no y no. ¡Lenny Bruce, el famoso humorista satírico
estadounidense! El hecho de que un cómico sea la primera fuente de
inspiración de un grupo político ya es algo bien llamativo. Uno se
pregunta qué tipo de política es la que practica ese grupo.
Lenny Bruce se hizo
famoso por su humor sucio y su gran capacidad para la improvisación.
Sus actuaciones en directo eran vigiladas atentamente por la policía,
que interrumpía los monólogos cuando juzgaba que el cómico había
traspasado los límites de la decencia. Arrestado y juzgado en varias
ocasiones por obscenidad, perseguido, censurado y vetado en muchos
estados, Lenny Bruce acabó con su vida en 1962. Años más tarde los
yippies le nombraron presidente honorífico y Abbie Hoffman le dedicó
su libro sobre el festival de Woodstock. Escupir las verdades
prohibidas, usar un lenguaje sucio, callejero y muy directo, mezclar
la sátira y la crítica política, improvisar… ¡yippie!
El cruce entre humor y
política es una constante entre los yippies. Una fotografía les
muestra en una manifestación antiguerra en Nueva York. Llevan entre
varios una pancarta que reza: fuck communism. ¿Eh? Son las
dos palabras prohibidas en la Amérika de los 60 (literalmente, en el
caso de «fuck»). Decir sin decir: ¿no es eso precisamente lo que
hace el humor? Decir sin decir, evitando la censura y la
criminalización, buscando la complicidad del espectador inteligente
que sabe leer entre líneas y apreciar el ingenio de la operación.
Otra escena: Rubin y
Hoffman entran en la sala del tribunal que les juzga en Chicago
¡disfrazados con una toga de juez! El verdadero juez les ordena
encolerizado que se la quiten inmediatamente. Hoffman y Rubin
obedecen ipso facto, dejando así ver el uniforme de la policía de
Nueva York que llevan debajo. Carcajada general. Se dice (sin decir)
lo que está prohibido decir: la policía es la esencia del poder
judicial. Presentar lo impresentable en la misma cara de los
poderosos, ¿no ha sido siempre esa la función de los bufones y los
payasos?
El rebelde-payaso no
opone al poder su propio poder, sino más bien su propia impotencia,
asumida gozosamente. «We’re not leaders, we’re
cheerleaders», exclama Abbie Hoffman. Hay que atreverse a hacer el
ridículo, a volverse un poco loco. En la marcha antiguerra al
Pentágono de 1967, los futuros yippies pretenden levitar el edificio
mediante un ritual de exorcismo. La idea es que cuando el hexágono
se eleve cien metros en el aire comenzará a girar sobre sí mismo y
expulsará los demonios del militarismo y el imperialismo que lo
habitan. Las autoridades, algo confundidas por el carácter de la
iniciativa y tras pintorescas negociaciones, conceden permiso a los
manifestantes para levitar el Pentágono… ¡pero únicamente tres
metros! El cachondeo es total. En su autobiografía, Hoffman cuenta
muy serio cómo el ritual elevó y exorcizó el edificio endemoniado.
No es del todo seguro que mintiera. Allen Ginsberg explicó tras la
acción que la burla había disuelto el miedo que infundía (y
protegía) la autoridad del Pentágono y que en ese sentido sí lo
hicieron levitar.
Toda legitimidad se
funda en algo que deja oculto: el humor lo revela y lo destruye. Por
eso la risa libera y hablamos incluso de una «risa liberadora». La
risa vuelve más ligero todo lo que toca.
Teatro
«Artaud está vivo en
los muros del Pentágono», escribe Abbie Hoffman tras la
multitudinaria marcha antiguerra de 1967. ¿Por qué? Hambre y frío,
asalto frontal al edificio, la exaltación de la protesta vivida en
común, acciones de desobediencia civil, miles de personas venidas de
todos los rincones de Amérika, confrontación dramática entre las
líneas de los jóvenes policías militares y las de los jóvenes
manifestantes, el exorcismo delirante de los yippies, las imágenes
de Vietnam sobrevolando todas las cabezas, detenciones masivas, la
belleza y la fraternidad del movimiento… Una acción puramente
simbólica —la policía militar protegía un edificio que estaba
prácticamente vacío el fin de semana en el que se realizó la
marcha— había establecido sin embargo, como pedía Artaud,
«vínculos dolorosos y mágicos con la realidad y el peligro».
En los muros del
Pentágono encontramos lo que Artaud le exigía a un teatro que
quisiera estar a la altura del «ritmo epiléptico y rudo de estos
tiempos»: «envolver al espectador de la acción», «la poesía de
los festivales y las multitudes», «una concepción de la vida
apasionada y convulsa», «la creación de mitos», «no solo
discursos, sino también movimientos, formas, colores, vibraciones,
actitudes, gestos». El teatro de los yippies quiso manejar siempre
esos ingredientes: «Es en parte vodevil, en parte insurrección, en
parte recreación comunal». Un teatro-guerrilla: móvil y ligero, se
infiltra y ataca las comunicaciones, aparece y desaparece. Un teatro
del apocalipsis: «Nuestras tácticas son las crisis, las sorpresas,
los cambios brutales en los sistemas de referencias». Un teatro de
acción de la vida: «Actuar las fantasías, superar los miedos,
acabar con las inhibiciones, tú eres el escenario, tú eres el
actor, todo es de verdad».
Pero entonces, ¿por
qué seguir hablando todavía de teatro y no simplemente de acción,
de política o directamente de vida? El grupo de los diggers, de
quienes los yippies aprendieron tantísimo, organizaba comidas
gigantescas en los parques de San Francisco para la gente pobre de la
comunidad alternativa del barrio de Haight-Ashbury. Para llegar había
que atravesar un marco enorme que los diggers disponían allí con
toda la intención. El marco abría una escena y señalaba un
corte: entre la normalidad y una situación insólita organizada
según la lógica de otro mundo (cooperación, gratuidad, derroche).
El marco hacía verla redefinición en marcha de lo posible: «Ahora
estás al otro lado del espejo». Los yippies sabían muy bien esto:
necesitamos ficción para verla realidad, así como también
necesitamos ficción para ver la realidad como ficción. Todo depende
del marco de referencia. Fíjate bien.
Chicago 68
Ahora lo llamamos
«cumbre» y «contracumbre». En el verano de 1968, el Partido
Demócrata organizó una convención en Chicago con el fin de elegir
candidato para las elecciones presidenciales de 1968, tras la súbita
renuncia de Lyndon B. Johnson («¡se ha vuelto un dropout!»,
decían los yippies) y el asesinato de Robert Kennedy. Podríamos
considerar la contracumbre entera como una acción yippie.
En primer lugar, se
escenificó la confrontación entre mundos. La propuesta yippie era
celebrar un Festival de la Vida ininterrumpido durante tres días en
el parque Lincoln, «una obra de teatro revolucionario para sustraer
a las masas de jóvenes alienados a sus padres, a sus maestros y a
Amérika como un todo». Allí pretendían que estuviese presente
toda la cultura alternativa: desde los grupos musicales de referencia
ofreciendo conciertos gratuitos hasta poetas-profetas célebres como
Allen Ginsberg, pasando por los mejores grupos de teatro-guerrilla y
toda la droga disponible. El Festival de la Vida debía mostrar y
comunicar al mundo entero la belleza exuberante de la cultura juvenil
alternativa frente a la Convención de la Muerte donde se decidía la
continuación de la guerra de Vietnam. Se trataba de dramatizar las
divisiones culturales que atravesaban entonces el país y dar a
escoger: «Chicago es una obra moral de teatro religioso que aborda
emociones humanas elementales, pasadas y futuras: juventud y vejez;
amor y odio; bien y mal; esperanza y desesperación; yippies y
demócratas». Estar fuera tiene que ser más atractivo que estar
dentro.
En segundo lugar, los
yippies construyeron un perfecto evento mítico. Meses antes,
utilizaron las negociaciones con las autoridades para crear
expectativas sobre lo que estaba por venir. El alcalde Daley denegaba
el permiso para instalarse en el parque Lincoln, los yippies
escandalizaban con su propuesta de actividades, Allen Ginsberg
cantaba «Hare Krishna» en medio de las negociaciones, la tensión
en torno al evento crecía y crecía. Manipulando el ansia de morbo
de los media, los yippies lanzaron rumores disparatados que la
prensa recogía y amplificaba encantada: «los yippies proyectan
echar grandes cantidades de LSD en el agua», «los yippies han
pintado sus coches como taxis, secuestrarán a los delegados de la
Convención y los soltarán en Wisconsin», «los yippies disfrazados
de Vietcong piensan repartir arroz y besar a los niños por la
calle», etc. La imaginación se excitaba más y más.
El teatro-guerrilla y
el humor hicieron su aparición ya en pleno evento, cuando los
yippies promovieron a un cerdo, de nombre Pigaso, para candidato
demócrata. La campaña fue tumultuosa y muy corta, todos acabaron
entre rejas, incluyendo al cerdo. Así lo narra Jerry Rubin en Do
it!: «“La democracia en Amérika es de chiste”, grité
mientras nos maniataban. “Ni siquiera se le permite a nuestro
candidato pronunciar su discurso.” Nos llevaron a comisaría y
cuando llevábamos un rato, un policía entró y nos dijo: “Malas
noticias, se enfrentan todos ustedes a cargos muy graves”. “Maldita
sea, pensé yo, ¡el cerdo ha cantado!”».
Por último, en Chicago
los yippies desplegaron a gran escala la táctica de la
provocación/reacción: provocar al poder hasta obligarle a mostrar
su auténtico rostro represivo. «Anhelamos la represión para
exponerla», escribió Rubin. Y porque además la confrontación
intensifica la experiencia de comunidad. Los yippies estaban
divididos, no sabían qué deseaban con más fuerza: si que el
Festival de la Vida saliese adelante o que la policía impidiese por
la fuerza su existencia. Esto último fue lo que ocurrió. A pesar de
la poca gente que se congregó finalmente en la ciudad para la
protesta y el festival, Chicago 1968 es un acontecimiento
importantísimo en la historia amerikana porque fue casi enteramente
televisado y la represión policial salvaje quedó a la vista de
todos. «The whole world is watching»: antes de que se coreara en
Génova en la contracumbre de 2001, los manifestantes de Chicago
aullaron ese eslogan en otra ciudad sitiada durante el verano de
1968.
Los yippies y nosotros, que los queremos tanto (Primera parte)
Los yippies y nosotros, que los queremos tanto (Primera parte)
Segunda parte: "Los yippies en 9 palabras clave"
Tercera parte: "La caída yippie"
Cuarta parte: "Los yippies y el presente"
Tercera parte: "La caída yippie"
Cuarta parte: "Los yippies y el presente"
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