Los yippies en 9 palabras clave


(No teman, ya está aquí está la esperada segunda parte del prólogo de Amador Fernández-Savater a Yippie! Una pasada de revolución, de Abbie Hoffman, que hemos dividido en cuatro partes; pinchando aquí puedes ver la primera parte)

LOS YIPPIES Y NOSOTROS, QUE LOS QUEREMOS TANTO (PARTE 2)

Los yippies en nueve palabras clave

Yippie!

«¿Quiénes sois?» Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS). «Ah vale, está claro.» Movimiento por la Libertad de Expresión (MLF). «Gracias por la información.» Comité de Coordinación Estudiantil No Violento (SNCC). «Ajá, ya veo.» Yippies. «¿Eh, perdón?» (sorpresa, misterio, expectación). «Pero, ¿qué significa eso? ¿Qué sois? ¿Y qué queréis?» Basta con fijarse en los nombres de las organizaciones revolucionarias más importantes de los años 60 para advertir la anomalía salvaje en que consistían los yippies.

El nombre surge durante la nochevieja de 1967, cuando los futuros yippies celebran juntos el año nuevo mezclando (a su estilo) la fiesta, la droga, la música y los planes para derrocar a Lyndon B. Johnson, el presidente demócrata que implicó profundamente a EE.UU. en la guerra de Vietnam. Los porros circulan y ellos se preguntan: «¿Cómo podríamos nombrar la radicalización política del movimiento hippie que nosotros representamos, anhelamos y queremos empujar?». La marihuana dispara la inspiración y de pronto Paul Krassner grita eureka: «Ya lo tengo, ¡yippies!». La racionalización solo llegará más tarde: Youth International Party (YIP). Los yippies, la vanguardia política freak de la revolución juvenil en marcha.

Yippie!, escrito con una exclamación, como de sorpresa y júbilo. 
Yippie: un nombre contra el poder de los nombres.
Yippie: ruptura del sentido, un sinsentido que desafía el sentido establecido.
Yippie: una contraseña para quienes piensan que gozo y política pueden ir unidos.
Yippie: una creación poética, un mito, una ficción colosal.

No hay nada que explicar: «La única manera de entender es sumarse, involucrarse. Únete a la batalla del misterio contra la máquina televisiva». Pero atención: los yippies son un misterio a la vista de todos, no un comité invisible. Un secreto a voces, no una realidad al margen. Una especie de bruma o niebla presente por todos sitios que confunde las cosas y a las personas. Rumores en lugar de demandas, payasos en lugar de portavoces, mitos en lugar de programas, la niebla yippie confunde una y otra vez los estereotipos de los media. Solo en el misterio se pueden dar formas de participación mística y otra experiencia del compromiso político. 



Acción

«La acción es nuestra relación con todo», dejó dicho Bruce Lee. Lo mismo vale para los yippies. El título del célebre libro de Jerry Rubin es bien significativo al respecto: Do it!

La acción media la relación con todo. ¿Qué significa eso? La palabra solo tiene sentido si induce e impulsa la acción. Los yippies eran oradores temibles: sus mítines fueron capaces en muchas ocasiones de desencadenar acto seguido manifestaciones espontáneas y disturbios, el sueño imposible de todo intelectual revolucionario. El teatro solo tiene sentido en la calle, si afecta directamente a lo real, sin escenario ni espectadores, como teatro de acción de la vida. El arte solo tiene sentido si produce inmediatamente otras relaciones sociales, sin obligación de pasar por ninguna mediación cultural o institucional, como festival, manifestación, ritual comunitario. Un libro solo tiene sentido si es un arma que toca la vida del lector, disparando su adrenalina y dirigiendo la energía vital liberada hacia la lucha social.

Formas colectivas de existencia
práctica comunicativa
desafío a lo establecido
reinvención de los lenguajes
abolición de las distancias
amor armado
belleza de la comunidad en marcha
acción acción acción

Nunca la acción paciente y gradual, la férrea-lógica-del-paso-siguiente como decía Norman Mailer, sino una acción apocalíptica. «El radicalismo no funciona paso a paso, lógica o racionalmente: el radicalismo es una iluminación, una explosión histórica del cuerpo y de la mente, un orgasmo espiritual, una aventura en la que los individuos cambian de la noche a la mañana… Volverse revolucionario es como caer enamorado. Nadie puede explicarlo, no hubo aviso previo, las causas son cataclísmicas». Iluminación, explosión, cataclismo, orgasmo, aventura, amor loco… La acción como acontecimiento que sacude la existencia individual y la rompe en dos: antes y después. La acción como acontecimiento que trastoca el orden de la historia y lo parte en dos: antes y después.

Según Abbie Hoffman, una buena película de acción es el mejor modelo para la acción política: dinámica, con la gente totalmente involucrada, sin permitir ninguna distancia, produciendo constantemente expectativas («¿qué pasará ahora?»). Pero la acción yippie no quiere tener siquiera guión, programa ni estructura, sino ser totalmente imprevisible, creativa y abierta. Acción sin reivindicaciones ni objetivos, donde la forma es el contenido y el cómo es el qué. No en vano Abbie Hoffman tituló su primer libro Revolution for the hell of it, literalmente «La revolución por la revolución misma», «Revolución porque sí». Acción que confronte y polarice constantemente oponiendo símbolos de libertad a símbolos de autoridad, dividiendo a la población y poniendo en escena el conflicto irreductible entre dos mundos.

Amérika (con la K de Ku Klux Klan)

Amérika es la Muerte.

En primer lugar, repetición, silencio y pasividad en la familia, la escuela, el hospital, el cuartel, la prisión, la fábrica. En cada una de esas instituciones disciplinarias que formatean las subjetividades para hacerlas «dóciles y productivas». La trayectoria normal de una vida amerikana consiste en la pacífica transición de una institución disciplinaria a otra. Por eso atacar una es atacarlas a todas. Como escribió Jerry Rubin sobre Julius Hoffman, el juez octogenario y despótico que presidió el tribunal que les juzgó por los acontecimientos de Chicago (ver más adelante): «Julius era todos los jueces, todos los políticos, todas las figuras de autoridad, todos los profesores, todos los padres». Homogéneo poder dinosaurio.

En segundo lugar, la novedad del consumo. A partir de un cierto momento, el capitalismo comienza a apoderarse de todo aquello que había quedado por fuera del trabajo y a convertirlo en mercancía de compraventa: cultura, sueños, costumbres, sentimientos, etc. Herbert Marcuse, que fue maestro de Abbie Hoffman, radiografió en su obra esta «integración generalizada en un sistema de necesidades dirigidas». El «hombre unidimensional» que describe es un sujeto pasivo ya no solo en el trabajo, sino ahora también en el tiempo libre (televisión, cine, turismo), convertido en cosa. Su razón es solo una razón instrumental que manipula todo lo que toca.

Sociedades disciplinarias y sociedades de consumo coincidían entonces perfectamente, aunque el «capitalismo psicodélico» que denunciaban ya los yippies anunciaba el cisma. Como explicaba Jerry Rubin, «la revolución arroja beneficios. Y por eso los capitalistas intentan venderla. Los chupasangres toman lo mejor de cuanto producen nuestras mentes y corazones, lo convierten en bienes de consumo, le ponen precio y nos lo revenden como mercancía. Toman nuestros símbolos, empapados todavía de la sangre de las calles, y los hacen chic. Se apropian de nuestra música, la música creada por nuestro sufrimiento, nuestro dolor, el inconsciente colectivo de nuestra comunidad».

Y por último, poder imperialista. Guerra en Vietnam, destrucción masiva, fuerza bruta, sacrificio de miles de jóvenes amerikanos en la jungla oriental, poder infinito de dar la muerte al otro, deshumanizado y designado como enemigo.

En definitiva, Amérika es la Muerte. Estabilidad contra inestabilidad. Orden contra energía. Represión y aburrimiento contra el goce de los cuerpos. Repetición contra creatividad. Planificación contra el caos autorganizado. Poder de destrucción contra la autodeterminación libre de los pueblos.

Y la muerte muere matando. La visión yippie sobre Amérika es la de una civilización herida y que llega a su fin. La política se presenta entonces como una estrategia de supervivencia: hay que escapar colectivamente del barco que se hunde. «Amérika se desmorona, hay dos alternativas: revolución o catástrofe. Hemos descubierto el amor y la fraternidad de una comunidad que lucha hombro con hombro por su supervivencia. Hemos descubierto que solo nos tenemos Unos a Otros. Alambradas de espino, porras, gases lacrimógenos y detenciones políticas son el estertor final de un gobierno que ha perdido el apoyo de la misma gente cuyas vidas trata de dirigir.» Esto no lo escribe Tiqqun en el cambio de milenio, sino Jerry Rubin en 1967.

Contracultura

«¿Dónde reside usted?», le pregunta el fiscal a Abbie Hoffman durante el juicio de Chicago. «En la nación de Woodstock», es la respuesta fulgurante de Abbie. «¿Y eso qué es?» «Es un nuevo pueblo, una nueva sociedad, un estado mental.» La nación de Woodstock es el nombre que Abbie Hoffman da a la contracultura tras el célebre festival de 1969. Es el «mundo aparte» en el que los yippies piensan hacer palanca para volcar Amérika. Son los cristianos royendo las catacumbas del Imperio romano, con la droga y la música como los sacramentos de la nueva religión.

Ahora el sujeto revolucionario se llama dropout:
es el que se desconecta
el que se desafilia
el que deserta
el que se pone al margen
el que se baja del tren
el que desaparece
el que abandona los estudios, la oficina, la universidad y se borra de la sociedad

En una sociedad de la abundancia como la amerikana, miles de dropouts deciden empezar a vivir de otra manera aprovechando las copiosas migajas que caen de la mesa donde se celebra el banquete oficial. Comunas que sustituyen a las familias, tribus que sustituyen a las organizaciones políticas, la orgía en lugar de la pareja o el matrimonio, el LSD en lugar de la razón instrumental, la gratuidad y lo compartido en vez del trabajo, la autorganización creativa en vez de una vida prediseñada.

El amor en la nación de Woodstock no es otra cosa sino esta gratuidad, este desinterés, este rechazo de la posesión, esta donación de uno mismo, esta cooperación sin cálculo. Pero el amor tiene que organizarse si quiere sobrevivir, piensan los yippies. Se trata de organizar materialmente la fuga contracultural del viejo mundo y hacer de la gratuidad una estrategia revolucionaria. Política del éxodo, décadas antes de que la enunciase Toni Negri.

El símbolo yippie era una hoja de marihuana en el interior de una estrella roja: alianza de radicalismo y contracultura. La base contracultural diferencia radicalmente a los yippies de la Nueva Izquierda: ellos hablan desde otro lugar y también le hablan a ese otro lugar. «(La Nueva Izquierda y los políticos) se entienden. Todos visten chaqueta y corbata, se sientan, hablan racionalmente, usan las mismas palabras… Yo estoy en la emoción, en los símbolos y los gestos, no tengo un programa, no tengo una ideología, no soy parte de la izquierda», explica Abbie Hoffman. La contracultura vivifica la política y el radicalismo politiza la contracultura.

Media

Los años 60 marcan el umbral entre las sociedades disciplinarias y las sociedades de control anunciadas por William Burroughs, lectura obligada para los yippies. De la reclusión al control. Un control que pasa sobre todo por la comunicación. «Cuando se informa y se transmite una información, en realidad se dice lo que hay que creer, se hace circular una consigna», explica Deleuze siguiendo explícitamente a Burroughs.

Los yippies son criaturas mediáticas. Hijos primogénitos de la sociedad del espectáculo, los hermanos mayores de la primera generación educada por la televisión. Por eso advierten tan rápidamente que la tele no obedece exactamente la lógica disciplinaria ni la ética protestante: le atrae demasiado el suspense, el morbo, lo exagerado, lo grotesco, el drama, el evento. Hay algo excesivo en la televisión, que los yippies pretenden volver contra el poder mismo. McLuhan les enseñará que los media son ya extensiones de nuestro cuerpo. Y de Warhol aprenderán que la única «línea de masas» posible en las sociedades de control pasa necesariamente por intervenir en la cultura pop.

Todo eso les alejará por ejemplo de los diggers de San Francisco, para quienes la propia comunidad debe ser siempre el objetivo, el espacio y el entorno de la acción. Tanto los diggers como los yippies quieren llegar a la gente, pero ¿dónde está la gente? Para los yippies está claro: enfrente de la televisión. Ellos le hablan a un espectador remoto. Mejor dicho: no le hablan, sino que le sacuden. Porque no se trata de aportar contenidos más críticos, sino de romper el formato del show y desarticular el dispositivo mediático. ¿Cómo? Por un lado, burlándose de lo más sagrado. Invitado a hablar en un programa de máxima audiencia en 1968, Abbie Hoffman exhibe una camisa hecha con una bandera de EE.UU. En cuestión de segundos, el programa recibe más de mil quejas telefónicas. Inmediatamente se censura el cuerpo de Abbie en la imagen, solo se escucha su voz y se ve al presentador del programa entrevistando a una curiosa mancha azul. Todo se puede decir, pero hay cosas que no se pueden mostrar. Los cuerpos son más peligrosos que las palabras.

Por otro lado, filtrando en los media imágenes del nuevo mundo. «La TV es el arma secreta de los yippies: entra en cada casa, divide a las familias, azuza a los hijos contra los padres.» Los yippies manipulan a los media, no para transmitir el horror de la guerra o la protesta contra ella, sino para exponer que hay una nueva manera de ver y estar en el mundo. El objetivo es abrir ventanas para tentar al espectador remoto, lanzarle señales y perturbarle con imágenes de otro mundo, exponiendo la belleza del afuera. The Golden Path.

Mitos

¿Qué poder tiene quien no tiene ningún poder (económico, militar, tecnológico, cuantitativo, etc.)? La gente de abajo se ha hecho esa pregunta una y otra vez a lo largo de la historia, toda vez que se ha apoderado de ella el demonio de la voluntad revolucionaria. También los yippies se la plantearon, mientras en el tocadiscos sonaba Lucy in the Sky with Diamonds. Y se contestaron a sí mismos: el poder de la comunicación. El mito, ese es el poder de los sin-poder. El mito que a la vez anuncia y construye un nosotros en el que cualquiera puede participar. El mito que alerta los oídos proclamando: «¡Aquí está pasando algo y tú puedes formar parte!».

¿Qué mito proponen los yippies? En resumidas cuentas, el de la revolución juvenil. En los años 60, los jóvenes son enviados a la guerra por los viejos, fuman marihuana, queman sus cartillas de reclutamiento, escuchan a los Beatles, tienen visiones, acuden a festivales masivos, se dejan el pelo largo, abandonan sus carreras, se ponen a la escucha de sí mismos y del mundo, se van a vivir en grupo, sueñan y pierden la razón. Amérika sufre una auténtica hemorragia: todo se fuga, todo se escapa. Es la cruzada de los niños. Pero para los yippies no hay fuga sin conflicto: la liberación pasa por interrumpir, desarreglar, alterar, agujerear, romper y subvertir las estructuras de poder establecidas. El mito ha ser necesariamente una narrativa de lucha. El nuevo mundo contra el viejo: ese es el mensaje que debe propagarse por todos lados.

La batalla es fundamentalmente una batalla de imágenes. La acción debe ser comunic-acción. La estrategia yippie consiste en abrir «espacios en blanco» en los engranajes de la sociedad del espectáculo. «El espacio en blanco es la transmisión de información donde el espectador tiene una oportunidad de involucrarse y participar.» Mantener la magia y el misterio, no saturar ni adoctrinar, implicar a la gente personal y emocionalmente, menos ideología y más participación («en la ideología no se puede participar»). Símbolos y rumores, relatos y mitos cuyo sentido se completa solo con la activación del espectador. «Tú eres el medio de comunicación, tú eres el mito.» Esto no lo escribe Luther Blissett a mediados de los años 90, sino los yippies en 1967.

La verdad no es para los yippies la fuerza decisiva. Los mitos se basan más bien en la distorsión, como enseña el juego de teléfono estropeado. Importan más las expresiones, los símbolos y Los yippies y nosotros, que los queremos tanto los tonos que la información racional. La revolución no es una discusión razonable, sino un conflicto entre mundos. La derecha republicana lo sabe tan bien como los yippies: en un mitin llegaron a exhibir como un trofeo la hermosa melena rizada que Abbie Hoffman perdió (¡no sin pelear!) al ingresar en la cárcel de Chicago. «El pensamiento lineal está obsoleto, es la hora de los iconos y las imágenes.» Esto no lo escribe Franco Berardi (Bifo) en el año 2000, sino Abbie Hoffman en 1967.

Humor

¿Quién era la principal referencia de los yippies? ¿Marx? No. ¿Mao? Tampoco. ¿Ho Chi Minh? No, no y no. ¡Lenny Bruce, el famoso humorista satírico estadounidense! El hecho de que un cómico sea la primera fuente de inspiración de un grupo político ya es algo bien llamativo. Uno se pregunta qué tipo de política es la que practica ese grupo.

Lenny Bruce se hizo famoso por su humor sucio y su gran capacidad para la improvisación. Sus actuaciones en directo eran vigiladas atentamente por la policía, que interrumpía los monólogos cuando juzgaba que el cómico había traspasado los límites de la decencia. Arrestado y juzgado en varias ocasiones por obscenidad, perseguido, censurado y vetado en muchos estados, Lenny Bruce acabó con su vida en 1962. Años más tarde los yippies le nombraron presidente honorífico y Abbie Hoffman le dedicó su libro sobre el festival de Woodstock. Escupir las verdades prohibidas, usar un lenguaje sucio, callejero y muy directo, mezclar la sátira y la crítica política, improvisar… ¡yippie!

El cruce entre humor y política es una constante entre los yippies. Una fotografía les muestra en una manifestación antiguerra en Nueva York. Llevan entre varios una pancarta que reza: fuck communism. ¿Eh? Son las dos palabras prohibidas en la Amérika de los 60 (literalmente, en el caso de «fuck»). Decir sin decir: ¿no es eso precisamente lo que hace el humor? Decir sin decir, evitando la censura y la criminalización, buscando la complicidad del espectador inteligente que sabe leer entre líneas y apreciar el ingenio de la operación.

Otra escena: Rubin y Hoffman entran en la sala del tribunal que les juzga en Chicago ¡disfrazados con una toga de juez! El verdadero juez les ordena encolerizado que se la quiten inmediatamente. Hoffman y Rubin obedecen ipso facto, dejando así ver el uniforme de la policía de Nueva York que llevan debajo. Carcajada general. Se dice (sin decir) lo que está prohibido decir: la policía es la esencia del poder judicial. Presentar lo impresentable en la misma cara de los poderosos, ¿no ha sido siempre esa la función de los bufones y los payasos?

El rebelde-payaso no opone al poder su propio poder, sino más bien su propia impotencia, asumida gozosamente. «We’re not leaders, we’re cheerleaders», exclama Abbie Hoffman. Hay que atreverse a hacer el ridículo, a volverse un poco loco. En la marcha antiguerra al Pentágono de 1967, los futuros yippies pretenden levitar el edificio mediante un ritual de exorcismo. La idea es que cuando el hexágono se eleve cien metros en el aire comenzará a girar sobre sí mismo y expulsará los demonios del militarismo y el imperialismo que lo habitan. Las autoridades, algo confundidas por el carácter de la iniciativa y tras pintorescas negociaciones, conceden permiso a los manifestantes para levitar el Pentágono… ¡pero únicamente tres metros! El cachondeo es total. En su autobiografía, Hoffman cuenta muy serio cómo el ritual elevó y exorcizó el edificio endemoniado. No es del todo seguro que mintiera. Allen Ginsberg explicó tras la acción que la burla había disuelto el miedo que infundía (y protegía) la autoridad del Pentágono y que en ese sentido sí lo hicieron levitar.

Toda legitimidad se funda en algo que deja oculto: el humor lo revela y lo destruye. Por eso la risa libera y hablamos incluso de una «risa liberadora». La risa vuelve más ligero todo lo que toca.

Teatro

«Artaud está vivo en los muros del Pentágono», escribe Abbie Hoffman tras la multitudinaria marcha antiguerra de 1967. ¿Por qué? Hambre y frío, asalto frontal al edificio, la exaltación de la protesta vivida en común, acciones de desobediencia civil, miles de personas venidas de todos los rincones de Amérika, confrontación dramática entre las líneas de los jóvenes policías militares y las de los jóvenes manifestantes, el exorcismo delirante de los yippies, las imágenes de Vietnam sobrevolando todas las cabezas, detenciones masivas, la belleza y la fraternidad del movimiento… Una acción puramente simbólica —la policía militar protegía un edificio que estaba prácticamente vacío el fin de semana en el que se realizó la marcha— había establecido sin embargo, como pedía Artaud, «vínculos dolorosos y mágicos con la realidad y el peligro».

En los muros del Pentágono encontramos lo que Artaud le exigía a un teatro que quisiera estar a la altura del «ritmo epiléptico y rudo de estos tiempos»: «envolver al espectador de la acción», «la poesía de los festivales y las multitudes», «una concepción de la vida apasionada y convulsa», «la creación de mitos», «no solo discursos, sino también movimientos, formas, colores, vibraciones, actitudes, gestos». El teatro de los yippies quiso manejar siempre esos ingredientes: «Es en parte vodevil, en parte insurrección, en parte recreación comunal». Un teatro-guerrilla: móvil y ligero, se infiltra y ataca las comunicaciones, aparece y desaparece. Un teatro del apocalipsis: «Nuestras tácticas son las crisis, las sorpresas, los cambios brutales en los sistemas de referencias». Un teatro de acción de la vida: «Actuar las fantasías, superar los miedos, acabar con las inhibiciones, tú eres el escenario, tú eres el actor, todo es de verdad».

Pero entonces, ¿por qué seguir hablando todavía de teatro y no simplemente de acción, de política o directamente de vida? El grupo de los diggers, de quienes los yippies aprendieron tantísimo, organizaba comidas gigantescas en los parques de San Francisco para la gente pobre de la comunidad alternativa del barrio de Haight-Ashbury. Para llegar había que atravesar un marco enorme que los diggers disponían allí con toda la intención. El marco abría una escena y señalaba un corte: entre la normalidad y una situación insólita organizada según la lógica de otro mundo (cooperación, gratuidad, derroche). El marco hacía verla redefinición en marcha de lo posible: «Ahora estás al otro lado del espejo». Los yippies sabían muy bien esto: necesitamos ficción para verla realidad, así como también necesitamos ficción para ver la realidad como ficción. Todo depende del marco de referencia. Fíjate bien.

Chicago 68

Ahora lo llamamos «cumbre» y «contracumbre». En el verano de 1968, el Partido Demócrata organizó una convención en Chicago con el fin de elegir candidato para las elecciones presidenciales de 1968, tras la súbita renuncia de Lyndon B. Johnson («¡se ha vuelto un dropout!», decían los yippies) y el asesinato de Robert Kennedy. Podríamos considerar la contracumbre entera como una acción yippie.

En primer lugar, se escenificó la confrontación entre mundos. La propuesta yippie era celebrar un Festival de la Vida ininterrumpido durante tres días en el parque Lincoln, «una obra de teatro revolucionario para sustraer a las masas de jóvenes alienados a sus padres, a sus maestros y a Amérika como un todo». Allí pretendían que estuviese presente toda la cultura alternativa: desde los grupos musicales de referencia ofreciendo conciertos gratuitos hasta poetas-profetas célebres como Allen Ginsberg, pasando por los mejores grupos de teatro-guerrilla y toda la droga disponible. El Festival de la Vida debía mostrar y comunicar al mundo entero la belleza exuberante de la cultura juvenil alternativa frente a la Convención de la Muerte donde se decidía la continuación de la guerra de Vietnam. Se trataba de dramatizar las divisiones culturales que atravesaban entonces el país y dar a escoger: «Chicago es una obra moral de teatro religioso que aborda emociones humanas elementales, pasadas y futuras: juventud y vejez; amor y odio; bien y mal; esperanza y desesperación; yippies y demócratas». Estar fuera tiene que ser más atractivo que estar dentro.

En segundo lugar, los yippies construyeron un perfecto evento mítico. Meses antes, utilizaron las negociaciones con las autoridades para crear expectativas sobre lo que estaba por venir. El alcalde Daley denegaba el permiso para instalarse en el parque Lincoln, los yippies escandalizaban con su propuesta de actividades, Allen Ginsberg cantaba «Hare Krishna» en medio de las negociaciones, la tensión en torno al evento crecía y crecía. Manipulando el ansia de morbo de los media, los yippies lanzaron rumores disparatados que la prensa recogía y amplificaba encantada: «los yippies proyectan echar grandes cantidades de LSD en el agua», «los yippies han pintado sus coches como taxis, secuestrarán a los delegados de la Convención y los soltarán en Wisconsin», «los yippies disfrazados de Vietcong piensan repartir arroz y besar a los niños por la calle», etc. La imaginación se excitaba más y más.

El teatro-guerrilla y el humor hicieron su aparición ya en pleno evento, cuando los yippies promovieron a un cerdo, de nombre Pigaso, para candidato demócrata. La campaña fue tumultuosa y muy corta, todos acabaron entre rejas, incluyendo al cerdo. Así lo narra Jerry Rubin en Do it!: «“La democracia en Amérika es de chiste”, grité mientras nos maniataban. “Ni siquiera se le permite a nuestro candidato pronunciar su discurso.” Nos llevaron a comisaría y cuando llevábamos un rato, un policía entró y nos dijo: “Malas noticias, se enfrentan todos ustedes a cargos muy graves”. “Maldita sea, pensé yo, ¡el cerdo ha cantado!”».

Por último, en Chicago los yippies desplegaron a gran escala la táctica de la provocación/reacción: provocar al poder hasta obligarle a mostrar su auténtico rostro represivo. «Anhelamos la represión para exponerla», escribió Rubin. Y porque además la confrontación intensifica la experiencia de comunidad. Los yippies estaban divididos, no sabían qué deseaban con más fuerza: si que el Festival de la Vida saliese adelante o que la policía impidiese por la fuerza su existencia. Esto último fue lo que ocurrió. A pesar de la poca gente que se congregó finalmente en la ciudad para la protesta y el festival, Chicago 1968 es un acontecimiento importantísimo en la historia amerikana porque fue casi enteramente televisado y la represión policial salvaje quedó a la vista de todos. «The whole world is watching»: antes de que se coreara en Génova en la contracumbre de 2001, los manifestantes de Chicago aullaron ese eslogan en otra ciudad sitiada durante el verano de 1968.

Los yippies y nosotros, que los queremos tanto (Primera parte)

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