Primera feria internacional dadá, 1920 |
¡VICTORIA, TRIUNFO, TABACO Y JUDÍAS!
«Sería preferible no escribir nunca manifiestos pero, por desgracia, nos vemos obligados a hacerlo debido a los posibles malentendidos. Y en esto, de lo que nadie puede zafarse, nadie tiene tampoco escapatoria: el mundo entero es un manifiesto de la subjetividad que se desconoce a sí misma, que creyéndose objetiva cubre de oscuridad infinita su propio yo. En general, los manifiestos tienden a abolir la gravedad de la tierra o a declarar la cabeza de un tornillo como centro del cosmos –no obstante, la imaginación del hombre pretende hacerlos pasar como hechos para la eternidad–. Observemos ahora al hombre sobre la tierra, lo que se le parece y lo que no se le parece. En primer lugar, lo encontramos parecido a una peonza sonora, la cual se repite la identidad de su existencia con el mundo girando sobre su propia punta. Ésta, animada por un impulso desconocido, se obstina e indigna ante esa fuerza centrífuga vigorizante, demostrándose así su propia categoría: su gravitación, su noción de reposo, la pirámide.
La peonza, que algo puso a rotar, que algo quiso elevar por encima de su verdadera esencia, se vuelve a caer y esto es lo que la hace parecida al hombre, quien, como ella, en las formas limitadas de la identidad y de las nociones de conciencia, quiere aventurarse en lo infinito que lo atrae con medios insuficientes.
El hombre intenta en vano hacer de sí mismo un perpetuum mobile trascendente-inmanente. Gira, siempre en torno a su eje, por su propia gravedad, por su impulso a mantenerse sobre un suelo, sobre un pedestal, y refunfuña. Estas palabras dichas entre dientes denotan su habilidad para encontrar diferencias (con las que, sin embargo, no sabe qué hacer), de nuevo exactamente como la peonza sonora, que es, asimismo, un carácter: su moral consiste en su ilusión de ser cósmica, de participar en el dinamismo del mundo y se acuesta, pese a todo, para probar su propia individualidad.
El lema del hombre que pretende poseer el individuo infinito o la verdadera esencia del ser es «el amo se manifiesta en la restricción», el mismo que el de la peonza. El eje alrededor del cual giran tanto la peonza como el hombre ;les basta y les confirma, a ambos, su EGO infinito, del que se ocupan a priori como si fuera su propio monumento, identificándose con él.
El dinamismo tampoco progresa en el ámbito de la máquina, ya se trate de la pirámide o de la máquina de coser, del ferrocarril o incluso del avión, todo permanece petrificado en sí mismo, reducido a la mecánica de la palanca, sin deseo ni posibilidad de funcionar desde el interior. La peonza es una nueva edición de la pirámide, en vez de la esfinge y de los dioses con cabezas de animales tenemos la dinamo y la corriente alterna –pero aquí, al igual que en Egipto, todo aquello que se cree más rotativo que las piedras de los monumentos está tan muerto y mecánico como ellos y es, incluso, más inanimado.
¿Cómo podemos y cómo puede la peonza hacer estallar nuestra forma de existencia y la suya? ¿Cómo podemos anular nuestro ser íntimo, sus plusvalías espirituales, el fruto del uso de todas sus posibilidades –acostarse de lado y quedarse así–, cómo hacer más enérgica y dinámica la necesidad de reposo a partir de las tensiones internas espaciales y de los límites que, por lo demás, sólo se imaginan para subrayar las diferencias? Así, pues, el hombre está construido en torno a su línea media pero sus particularidades lo hacen diferente de la peonza: al brazo izquierdo corresponde el brazo derecho, un ojo al otro, pero el corazón, el estómago, el hígado, el bazo, las entrañas y el apéndice constituyen la excepción pues son asimétricos y no dependen del eje; estos, que parecen los órganos más inútiles, son, sin embargo, los que garantizan la dinámica viva del cuerpo. Son la dinamo y han superado la gravedad: independientemente de que el hombre esté de pie, acostado o colgado, ellos bombean los líquidos allí donde haga falta, como si la peonza-hombre girara a su antojo y no en torno a su eje.
¿Qué fue lo que hizo al hombre tan presuntuoso? El hombre consiguió andar de pie de forma contraria y, sin embargo, análoga a la peonza: esta última está formada por dos pirámides cuyas bases imaginarias se tocan, mientras que el hombre, en virtud del estallido, del desgarro de su centro, del desplazamiento de su órgano central, el cerebro, a una parte determinada de su cuerpo, la cabeza, se ha convertido en pirámide, un mecanismo, un ser oblicuo con un centro de gravedad desviado. A diferencia de la peonza, la máquina hombre tiende a la mecánica de la palanca. Pero consideramos la palanca una inferioridad cósmica, un escollo para las funciones (en vez de la tensión espacial, casi astral de la peonza, que no se ha convertido en estrella porque gira entre dos polos y no en torno a su verdadero centro), ya que siempre depende de la activación de la voluntad ubicada por encima de su cuerpo. ¿Y qué hace al hombre dependiente de ella? El hecho de que, aún más que la peonza, el hombre se formó de su propio malentendido; para probarse a sí mismo su superioridad sobre el animal aún encorvado sobre la tierra, siempre pegado al suelo y siempre agachado, el hombre, en lugar de la mecánica segura de los cuatro soportes, sólo quiso usar dos. Este extraño pájaro no quiso aprender nada de la peonza.
Por qué el hombre no quiso superar al animal, superar la peonza sonora y su imperativo categórico de rotación in situ y convertirse en órgano de sus deseos? ¿Por qué no quiso hacerse estrella? Sus emanaciones hápticas, sus facultades de sensaciones excéntricas sí alcanzan las estrellas pero él no se convirtió en estrella en sí mismo a causa de una extraña división, de un desgarro de su centro entre cerebro y sexo.
¿Existe un paralelismo entre la locura de la inferioridad que impulsa a la peonza a adoptar la dinámica que la hace girar por algo superficial procedente del exterior y el sentimiento de culpabilidad que lleva al hombre a proyectar su centro fuera de su centro corporal, en el miembro de su cuerpo que le parece más digno?
¿Por qué hace falta que todo se parezca? ¿Por qué la peonza sonora tiene que proyectar su eje fuera de la circunferencia de su cuerpo –lo mismo que el caracol sus ojos–? ¿Por qué el hombre ha de ser tan estúpido como el caracol, la peonza o la jirafa? ¿Por qué el hombre sólo ha concedido la posibilidad de volar, de ser estrella, a sus órganos perceptivos, a sus ojos y oídos? ¿Por qué el hombre ha tenido que mantener la inobjetividad de la peonza?
Si el hombre se hubiera convertido a sí mismo en un movimiento perpetuo reduciendo su eje a un punto central en un sólo órgano combinado de cerebro y sexo, habría dejado de depender del orgullo de poder cambiar de posición, de poder pasar de la posición vertical a la horizontal como su miserable prototipo, la peonza sonora. No, sería una estrella, sería redondo, sin su cabeza excediendo sin motivo todas las posibilidades dinámicas: sería un cuerpo no necesitado de esa máquina deplorable, el avión, que no ha vencido la gravitación, la gravedad, más que de forma aparente. En esto, todo se parece. El hombre se parece a la peonza sonora porque utiliza los medios equivocados para satisfacer su nostalgia más profunda: su deseo de devenir un mundo independiente girando sobre sí mismo. La peonza sólo ve su dignidad en su resistencia al movimiento y el hombre se distingue un poco de ella porque transporta mecánicamente el movimiento por encima de él.
¿El hombre y la peonza sonora se parecen o son esencialmente diferentes? Se parecen, al menos en que siempre confunden la dinámica verdadera y la aparente. Se parecen en que la peonza es tan incapaz de replegar sus polos en su centro como el hombre de concentrarse, pese a sus nostalgias imprecisas que lo dispersan y lo desarticulan todavía más –al igual que la filosofía, la ley ética y otros mecanismos represivos que le avergüenza abandonar–, en vez de decidirse a formar su propio centro componiendo con su cerebro y su sexo un órgano central.
De la misma forma que al hombre le es incuestionablemente imposible poner la voluntad cósmica y trascendente de su cabeza de acuerdo con su sexo, que exige la identidad, vosotros no me agradeceréis en absoluto este manifiesto y os habréis empeñado en no entenderlo...
¡¡¡Compraos cianuro de mercurio!!!»
Texto de Correo Dadá de Raoul Hausmann
La peonza, que algo puso a rotar, que algo quiso elevar por encima de su verdadera esencia, se vuelve a caer y esto es lo que la hace parecida al hombre, quien, como ella, en las formas limitadas de la identidad y de las nociones de conciencia, quiere aventurarse en lo infinito que lo atrae con medios insuficientes.
El hombre intenta en vano hacer de sí mismo un perpetuum mobile trascendente-inmanente. Gira, siempre en torno a su eje, por su propia gravedad, por su impulso a mantenerse sobre un suelo, sobre un pedestal, y refunfuña. Estas palabras dichas entre dientes denotan su habilidad para encontrar diferencias (con las que, sin embargo, no sabe qué hacer), de nuevo exactamente como la peonza sonora, que es, asimismo, un carácter: su moral consiste en su ilusión de ser cósmica, de participar en el dinamismo del mundo y se acuesta, pese a todo, para probar su propia individualidad.
El lema del hombre que pretende poseer el individuo infinito o la verdadera esencia del ser es «el amo se manifiesta en la restricción», el mismo que el de la peonza. El eje alrededor del cual giran tanto la peonza como el hombre ;les basta y les confirma, a ambos, su EGO infinito, del que se ocupan a priori como si fuera su propio monumento, identificándose con él.
El dinamismo tampoco progresa en el ámbito de la máquina, ya se trate de la pirámide o de la máquina de coser, del ferrocarril o incluso del avión, todo permanece petrificado en sí mismo, reducido a la mecánica de la palanca, sin deseo ni posibilidad de funcionar desde el interior. La peonza es una nueva edición de la pirámide, en vez de la esfinge y de los dioses con cabezas de animales tenemos la dinamo y la corriente alterna –pero aquí, al igual que en Egipto, todo aquello que se cree más rotativo que las piedras de los monumentos está tan muerto y mecánico como ellos y es, incluso, más inanimado.
¿Cómo podemos y cómo puede la peonza hacer estallar nuestra forma de existencia y la suya? ¿Cómo podemos anular nuestro ser íntimo, sus plusvalías espirituales, el fruto del uso de todas sus posibilidades –acostarse de lado y quedarse así–, cómo hacer más enérgica y dinámica la necesidad de reposo a partir de las tensiones internas espaciales y de los límites que, por lo demás, sólo se imaginan para subrayar las diferencias? Así, pues, el hombre está construido en torno a su línea media pero sus particularidades lo hacen diferente de la peonza: al brazo izquierdo corresponde el brazo derecho, un ojo al otro, pero el corazón, el estómago, el hígado, el bazo, las entrañas y el apéndice constituyen la excepción pues son asimétricos y no dependen del eje; estos, que parecen los órganos más inútiles, son, sin embargo, los que garantizan la dinámica viva del cuerpo. Son la dinamo y han superado la gravedad: independientemente de que el hombre esté de pie, acostado o colgado, ellos bombean los líquidos allí donde haga falta, como si la peonza-hombre girara a su antojo y no en torno a su eje.
¿Qué fue lo que hizo al hombre tan presuntuoso? El hombre consiguió andar de pie de forma contraria y, sin embargo, análoga a la peonza: esta última está formada por dos pirámides cuyas bases imaginarias se tocan, mientras que el hombre, en virtud del estallido, del desgarro de su centro, del desplazamiento de su órgano central, el cerebro, a una parte determinada de su cuerpo, la cabeza, se ha convertido en pirámide, un mecanismo, un ser oblicuo con un centro de gravedad desviado. A diferencia de la peonza, la máquina hombre tiende a la mecánica de la palanca. Pero consideramos la palanca una inferioridad cósmica, un escollo para las funciones (en vez de la tensión espacial, casi astral de la peonza, que no se ha convertido en estrella porque gira entre dos polos y no en torno a su verdadero centro), ya que siempre depende de la activación de la voluntad ubicada por encima de su cuerpo. ¿Y qué hace al hombre dependiente de ella? El hecho de que, aún más que la peonza, el hombre se formó de su propio malentendido; para probarse a sí mismo su superioridad sobre el animal aún encorvado sobre la tierra, siempre pegado al suelo y siempre agachado, el hombre, en lugar de la mecánica segura de los cuatro soportes, sólo quiso usar dos. Este extraño pájaro no quiso aprender nada de la peonza.
Por qué el hombre no quiso superar al animal, superar la peonza sonora y su imperativo categórico de rotación in situ y convertirse en órgano de sus deseos? ¿Por qué no quiso hacerse estrella? Sus emanaciones hápticas, sus facultades de sensaciones excéntricas sí alcanzan las estrellas pero él no se convirtió en estrella en sí mismo a causa de una extraña división, de un desgarro de su centro entre cerebro y sexo.
¿Existe un paralelismo entre la locura de la inferioridad que impulsa a la peonza a adoptar la dinámica que la hace girar por algo superficial procedente del exterior y el sentimiento de culpabilidad que lleva al hombre a proyectar su centro fuera de su centro corporal, en el miembro de su cuerpo que le parece más digno?
¿Por qué hace falta que todo se parezca? ¿Por qué la peonza sonora tiene que proyectar su eje fuera de la circunferencia de su cuerpo –lo mismo que el caracol sus ojos–? ¿Por qué el hombre ha de ser tan estúpido como el caracol, la peonza o la jirafa? ¿Por qué el hombre sólo ha concedido la posibilidad de volar, de ser estrella, a sus órganos perceptivos, a sus ojos y oídos? ¿Por qué el hombre ha tenido que mantener la inobjetividad de la peonza?
Si el hombre se hubiera convertido a sí mismo en un movimiento perpetuo reduciendo su eje a un punto central en un sólo órgano combinado de cerebro y sexo, habría dejado de depender del orgullo de poder cambiar de posición, de poder pasar de la posición vertical a la horizontal como su miserable prototipo, la peonza sonora. No, sería una estrella, sería redondo, sin su cabeza excediendo sin motivo todas las posibilidades dinámicas: sería un cuerpo no necesitado de esa máquina deplorable, el avión, que no ha vencido la gravitación, la gravedad, más que de forma aparente. En esto, todo se parece. El hombre se parece a la peonza sonora porque utiliza los medios equivocados para satisfacer su nostalgia más profunda: su deseo de devenir un mundo independiente girando sobre sí mismo. La peonza sólo ve su dignidad en su resistencia al movimiento y el hombre se distingue un poco de ella porque transporta mecánicamente el movimiento por encima de él.
¿El hombre y la peonza sonora se parecen o son esencialmente diferentes? Se parecen, al menos en que siempre confunden la dinámica verdadera y la aparente. Se parecen en que la peonza es tan incapaz de replegar sus polos en su centro como el hombre de concentrarse, pese a sus nostalgias imprecisas que lo dispersan y lo desarticulan todavía más –al igual que la filosofía, la ley ética y otros mecanismos represivos que le avergüenza abandonar–, en vez de decidirse a formar su propio centro componiendo con su cerebro y su sexo un órgano central.
De la misma forma que al hombre le es incuestionablemente imposible poner la voluntad cósmica y trascendente de su cabeza de acuerdo con su sexo, que exige la identidad, vosotros no me agradeceréis en absoluto este manifiesto y os habréis empeñado en no entenderlo...
¡¡¡Compraos cianuro de mercurio!!!»
Texto de Correo Dadá de Raoul Hausmann
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