(Primera parte del prólogo a Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación, por Amador Fernández-Savater. Es un texto largo, lo puedes leer o imprimir en PDF aquí)
El
octavo pasajero
En
septiembre de 2007 apareció el primer ejemplar de Público, donde
colaboré durante cinco años y se publicaron las conversaciones que
recoge este libro. Público fue hijo de los primeros indicios
de resquebrajamiento de la Cultura de la Transición (CT), ese orden
simbólico que ha organizado el campo de lo posible en España desde
hace más de treinta años: lo que se puede y lo que no se puede ver,
pensar, hacer o recordar. El casillero previsible donde todo tiene su
lugar (los políticos y la gente, lo normal y lo marginal, la
izquierda y la derecha, los fachas y los catalanes, etc.) y en el
fondo no pasa nada. La cultura consensual, desproblematizadora y
despolitizadora que presenta la democracia-mercado como la única
posibilidad de convivencia y organización de lo común.
Desde
el «Nunca Máis» hasta las sentadas por una vivienda digna en 2006,
desde el «No a la guerra» hasta el «Queremos la verdad» tras el
atentado terrorista de marzo de 2004, nuevas politizaciones
conmocionaron las formas establecidas de la política y abrieron una
grieta liberadora en la CT que ahora el 15-M ha profundizado y hecho
visible para todo el mundo. Fueron movilizaciones insólitas que
cuestionaron inesperadamente la distribución de lugares y funciones
de la CT: la política es cosa de los políticos, la palabra pública
es asunto de expertos e intelectuales, el papel de la ciudadanía es
votar y punto, etc. Y que desordenaron el orden de las
clasificaciones, al no identificarse en ninguno de los lugares
preestablecidos en el casillero para hacer política y abrir espacios
de participación donde cualquiera podía implicarse.
Ese
agrietamiento de la CT ensanchó lo posible y en ese ensanchamiento
nació Público. El periódico se proponía cubrir un hueco a
la izquierda del muy desgastado El País y dirigirse a las
jóvenes generaciones que ya no leen periódicos.
El
pensador y activista Franco
Berardi (Bifo)
habla de «generaciones posalfabéticas»: generaciones conectadas
que han aprendido más palabras e historias de las pantallas que de
la boca de sus madres, sin gran afinidad por la cultura crítica
escrita, educadas más bien en y por las tecnologías de comunicación
electrónicas, el cine de masas, las series y las redes sociales, la
tele e Internet. Un público generalmente despreciado e ignorado por
los medios de comunicación tradicionales. O, en todo caso,
arrinconado en suplementos de tendencias que se dirigen a él como a
un consumidor infantil y atontado. Esas mismas generaciones,
afectadas en lo más hondo por el petróleo que se derramaba por las
costas, por las políticas del miedo, la mentira y la guerra, o por
la falta de vivienda digna, activaron en el cambio de siglo sus
saberes y herramientas cotidianas en las nuevas politizaciones que
empezaron a abrir brecha en la CT.
Público
nació así con algunos desafíos y preguntas apasionantes: ¿cómo
puede relacionarse un periódico con una subjetividad crítica no
educada principalmente por la cultura escrita tradicional? ¿Cómo
dialogar con los movimientos de la sociedad que están cambiando
desde abajo el estado de las cosas? Preguntas y desafíos que surgen
en el agrietamiento de la CT. Y que al mismo tiempo son su síntoma.
Un
poco antes de la aparición de Público, yo había emprendido
junto a un grupo de amigos un viaje fuera de los movimientos sociales
que habitaba hasta entonces. Perseguía precisamente entender esas
nuevas politizaciones enigmáticas. Veía en ellas una posibilidad de
renovación de la vida política que quería pensar y compartir. La
persecución no era una tarea fácil, porque me arrastraba a tierras
extrañas y desconocidas. Imprevisibles, autoconvocadas y sin
estructura de organización clásica detrás, esas nuevas
politizaciones iban y venían, aparecían y desaparecían. No
hablaban a través de lenguajes codificados ideológicamente, sino
que acertaban a decir un malestar a la vez íntimo y compartido
mediante algunos lugares comunes: «Vuestras guerras, nuestros
muertos», «Todos íbamos en ese tren», «No vas a tener casa en la
puta vida». Sus actores principales no eran profesionales de la
política en ninguna de sus variantes (ni militantes de partidos
políticos, ni activistas de movimientos sociales), sino gente
cualquiera. Para sostener la persecución sin someter la novedad al
conjunto de representaciones previas, debía dibujar nuevos mapas conceptuales con los que captar y leer otras señales de la realidad.
Moverme de los lugares que conocía e iniciar una especie de travesía
del desierto, sin interlocutores muy claros y en una cierta soledad.
Despolitizarme para repolitizarme.
Y
así, mi camino se cruzó con el de Público. Al dirigirse a
la sensibilidad que se hacía visible en las nuevas politizaciones,
el periódico se convertía en un lugar interesante desde el que
interrogarla y por eso acepté la invitación de Nacho Escolar a
colaborar. Ciertamente, Público identificaba esa sensibilidad
con la izquierda y proponía contenidos en esa línea. Es la ilusión
Zapatero, tras la victoria de 2004: la posibilidad de un cambio
interno al sistema de partidos y a la Cultura de la
Transición. Mi percepción era muy diferente. Me parecía que lo que
se había puesto en movimiento en la calle y en las redes expresaba
más bien una «crisis de representación» general (política,
cultural, mediática, etc.). Es decir, no solo una crítica de estos
o aquellos «contenidos» en nombre de otros, sino el cuestionamiento
de una arquitectura de la realidad vertical, centralizada,
autoritaria, unidireccional, opaca y de acceso muy restringido. Y la
proliferación, a veces callada e invisible, a veces callejera y
multitudinaria, de experiencias sin modelo que trataban de pensar con
cabeza propia a partir de sus propios problemas. En definitiva, una
rebelión de los públicos contra su condición espectadora y
consumidora de la realidad. Y la reapertura de la pregunta política
por excelencia: ¿cómo queremos vivir juntos?
Aunque
la lectura de la situación fuese muy diferente, desde Público
podía probar a enviar señales y emitir en mi frecuencia, en la
confianza de que otros iban a sintonizar con ella. Una frecuencia de
perfil ideológico muy bajo que desplazase la polarización
izquierda/derecha y acompañase con el pensamiento las preguntas
abiertas por las nuevas politizaciones. Por eso, trabajando en
Público siempre me imaginé como un contrabandista o un
radioaficionado, una especie de alien en todo caso que pone sus
huevos en cuerpo ajeno.
Pensar
y opinar
Empecé
escribiendo irregularmente artículos para las páginas de Opinión,
pero a finales de 2008 Nacho Escolar me invitó a colaborar más
asiduamente en el periódico, con una columna o sección fija. ¡El
huésped le pedía al alien que pusiera más huevos! La invitación
reactivó las preguntas que me hacía desde el comienzo: ¿es posible
pensar en un periódico? ¿Cómo resistir a la figura del opinador?
¿Qué otras figuras y formatos de pensamiento se pueden ensayar?
A
lo largo de los años, primero en los movimientos sociales y después
persiguiendo las nuevas politizaciones, he ido haciendo una
experiencia de pensamiento como algo fundamentalmente práctico (que
sirve al hacer sin ser utilitario), situado (que habla desde un lugar
o experiencia concreta), colectivo (que se teje junto a otros en
torno a problemas comunes), desafiante (que pretende no dejar al
mundo ni a uno mismo igual que estaba) e implicado (que parte de
preguntas que uno se hace sobre su propia vida). Es el pensamiento al
que he aprendido a aspirar y que he rozado en ocasiones.
Pero
la opinión que se sirve a diario en los medios de comunicación me
parece todo lo contrario: dice lo que hay que pensar, sin preocuparse
demasiado por inspirar o interrogar otros haceres posibles; nunca se
distingue muy bien desde dónde habla quien habla, desde qué
práctica o construcción de mundo; es autosuficiente y no se
entreteje con ningún nosotros; es cómoda y da seguridad a quien la
emite; y no arranca desde preguntas, sino de posiciones que las más
de las veces busca simplemente confirmar.
La
opinión es una especie de producto degradado de las nociones de
«denuncia» y «compromiso» que han marcado el pensamiento crítico
durante el siglo XX. Según explica Marina Garcés, ambas nociones
(o, al menos, sus versiones estándar) conciernen más a una
conciencia frente al mundo que a un cuerpo que está en y con
el mundo. La «conciencia crítica» es así como una especie de voz
en off. No sabes de dónde sale, pero lo sabe todo y lo ve todo.
No está involucrada en los contextos y las situaciones, sino que las
sobrevuela. No expone a quien la enuncia, sino que habla siempre
desde la distancia. Juzga más que acompaña.
La
opinión es la versión más pobre de esta voz en off. Es una
«palabra fácil» que tiene todas las respuestas de antemano, elude
todo trabajo de pensamiento y se limita a aplicar un juicio
express a cualquier cosa. No desafía nada, sino que cumple su
papel en el juego dirigido de preguntas y respuestas. Previsible,
repetitiva y automática, siempre acusa de todos los males a otro y
de ese modo se absuelve a sí misma.
Pensar
es otra cosa. No opinar sobre lo que la agenda político-mediática
nos pone ante los ojos a cada momento, no enjuiciar, cargarse de
razón o «dar caña», sino «aprender de nuevo a ver y a dirigir la
atención», como decía Albert Camus. Interrumpir el tráfico de
estereotipos que nos deja como estábamos, confirmados en lo que ya
creíamos. Aprender a plantearnos nuestras propias preguntas: no
temas que desfilan ante nosotros, sino preguntas que nos atraviesan
forzándonos a pensar. Elaborar y dar sentido propio a lo que nos
pasa. Un desafío en primer lugar para nosotros mismos, en tanto que
máquinas de repetición y autojustificación infinitas, educadas
solo para ver lo que queremos ver.
¿Se
puede pensar en un periódico?
La
aparición de Público en la esfera pública ensanchó la
realidad de lo visible y decible, cuestionando algunos tabúes
«atados y bien atados» de la CT como el papel de la monarquía,
ofreciendo miradas críticas sobre la situación de la vivienda o la
precariedad laboral, el modelo hegemónico de propiedad intelectual,
el «todo vale» de la lucha antiterrorista o la desinformación
sistemática sobre los gobiernos progresistas en América Latina
(Bolivia, Venezuela, etc.). No es poco. Siempre encontraba uno entre
sus páginas algo imprevisto y que daba qué pensar, empezando por la
columna diaria de un electrón libre como Rafael Reig.
Al
mismo tiempo, el periódico recogía y daba valor a otros modos de
entender la acción política, la creación cultural o la relación
con las nuevas tecnologías. La experiencia vital de las personas que
hacían el periódico a diario —mucha gente joven educada en una
relación confiada y no temerosa con la Red, que conoce de primera
mano la precariedad a todos los niveles y comparte la típica
sensación de asfixia en el marco cerrado de la CT— se filtraba
muchas veces para bien entre sus páginas. Pequeños detalles aquí y
allá daban forma a un periódico menos «viejuno» que el resto del
mainstream (aunque se rozase también muchas veces la
banalidad típica de la cultura de mercado).
Sin
embargo, a pesar de esas aperturas, muy pronto fue evidente que
Público quería jugar en el marco de la CT:
-en
primer lugar, asumió la polarización izquierda/derecha como seña
de identidad principal. Estar con unos o con otros, blancas o negras,
seleccionar de la realidad lo que nos confirma o daña al contrario,
desechar lo que nos contradice para «no hacer el caldo gordo a tal»,
«ni dar razones a cual», nada de eso nos deja pensar con autonomía,
porque hay posiciones previas a las que nos tenemos que adscribir
bajo pena de excomunión, porque nuestro marco de interpretación
presupone ya lo que son las cosas en lugar de acercarse a
escucharlas.
-en
segundo lugar, apenas experimentó con nuevos lenguajes capaces de
transcribir la complejidad de lo social. De hecho, tras el cierre de
la edición en papel de Público y el despido de la mayoría
de la plantilla, los ex-trabajadores han puesto en marcha
otras publicaciones: La Marea o eldiario.es
(información y opinión), Mongolia (humor), Materia
(Ciencia) o Líbero (deporte), más interesantes, arriesgadas
y creativas que el propio Público. Lo que habla claramente de
que en el periódico existía un potencial de invención contenido y
neutralizado por los formatos y lenguajes estandarizados del «buen
periodismo».
-en
tercer lugar, no inventó ni supo abrir espacios para la «autogestión
de la palabra» donde la inteligencia conectada de los lectores
pudiera expresarse y organizarse sin filtros. Es el miedo típico de
la cultura consensual al desborde de la palabra que se da en la Red.
La participación quedaba reducida a su nivel más simple: el
comentario a la noticia, la carta al director, etc. La web de Público
siempre fue un espacio sorprendentemente convencional para un
periódico impulsado por personas que venían del mundo de Internet
(empezando por su primer director). Poco a poco, fue haciéndose más
autónoma y menos subordinada al papel, llegando a convertirse en un
espacio de referencia para miles de lectores, pero sin alterar en
ningún momento su arquitectura convencional. A día de hoy, es lo
único que sobrevive al expolio final que acometieron los
propietarios del periódico.
Ninguna
de estas observaciones críticas es nueva. Las fui exponiendo en
diversas ocasiones. Más sutilmente en mi segunda colaboración en el
periódico («Mayo
del 68, futuro anterior», 14-10-2007) y más directamente en el
especial del primer aniversario («Poder
al público», 26-9-2008). O ya en el blog, con ocasión de la
marcha de Rafael Reig («A
propósito de la salida de Rafael Reig», 9-11-2009). Huevos de
alien que no prendieron ni contaminaron al huésped. Si las cito
ahora es para dar algunos elementos que contextualizan el nacimiento
de «Fuera de Lugar» y también porque, más allá de Público,
son tres líneas abiertas de discusión con la izquierda en general.
(...)
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