(En El nuevo teatro norteamericano, Franck Jotterand, dedica una sección a los yippies y, tras un breve repaso a la acción en la Bolsa de Nueva York y la contracumbre de Chicago, se centra en la teatralización que los yippies Abbie Hoffman y Jerry Rubin hicieron del posterior juicio conocido como los Ocho de Chicago; la edición española de la que sacamos este fragmento es de Barral Editores, 1971, con traducción de Jordi Marfá)
Los Ocho de Chicago. Rubin y Hoffman son los dos primeros de la fila superior. |
Un día, una lluvia de billetes cayó
sobre la Bolsa de Nueva York, desde lo alto de la galería reservada
a los visitantes. Los agentes de bolsa, que jugaban con millones de
dólares, se peleaban como carreteros para coger uno o dos puñados:
"¡Mirad! ¡Norteamérica está loca!", gritaba un joven
con largas greñas, autor de este 'event'. Era Abbie Hoffman, uno de
los creadores del Youth International Party (Partido Internacional de
la Juventud) fundado a principios de 1968 y más conocido con el
nombre de YIP (sus afiliados son los yippies; "Y" es,
asimismo, el símbolo de la paz: representa a un hombre con los
brazos en alto). Hoffman, expulsado del Stock Exchange, regresó
algunos días después y quemó un billete de veinte dólares sobre
la acera de Wall Street. La policía tuvo que intervenir para
prevenir un tumulto. A partir de entonces la galería de los
visitantes está cerrada por un cristal y los yippies han adquirido
una celebridad internacional gracias al proceso de Chicago, que
finalizó con su puesta en libertad provisional, bajo fianza, después
de varios meses de happenings y espectáculos diversos. "Nuestro
movimiento es teatro guerrillero -dice Jerry Rubin, uno de los
líderes yippies-. Nuestras tácticas son las crisis, las sorpresas,
los efectos teatrales, los cambios brutales en los sistemas de
referencias." Estos juegos son peligrosos, incluso en un país
democrático. El año pasado Jerry Rubin decía: "Si seguimos
actuando de esta forma pronto seremos encarcelados o asesinados. Si
reducimos la velocidad de nuestro movimiento acabaremos en el pellejo
de los buenos liberales. ¡Qué elección: la cárcel, la muerte o el
liberalismo!".
Para comprender estas alusiones debemos
referirnos a la obra de Noam Chomsky La responsabilidad de los
intelectuales en la cual el profesor de Harvard explica que los progresistas en los Estados Unidos no han hecho nada contra la guerra
del Vietnam o la separación de Norteamérica en dos naciones: blanca
y negra. Los intelectuales han creído en el valor de las reformas;
despreciando la acción directa, trasladando sus problemas al plano
intelectual, asustados por la violencia del Black Panther Party y la
toma de las universidades por parte de los estudiantes extremistas
del SDS, han acabado por afianzar, involuntariamente, el régimen de
Johnson.
En el interior de este marco se
comprende la acción de Jerry Rubin. Yo le conocí, con su actitud
alerta y sonriente, su poblada barba y sus desordenados cabellos, en
la primavera de 1968, cuando estaba preparando la convención de
Chicago. "Seremos 100.000", decía. Yo no le creí. Después
de la efímera aparición de los hippies, el asesinato de Martin
Luther King parecía indicar el fin de las esperanzas por el
advenimiento de la paz y la igualdad racial. "Love! Freedom
now!" Los slogans se borraban del corazón ante el ruido de los
disturbios. Estaba equivocado. Tal vez no había más de 2.000
yippies en Chicago, pero la publicidad dada a su acción por Hoffman
y Rubin hizo que el alcalde ordenara tal concentración policíaca
que los enfrentamientos tuvieron el aspecto de una guerra de
generaciones. Rubin demostró una vez más su sentido del teatro. Al
elegir para su "Festival de la Vida" el lugar de la
Convención demócrata, sabía que podría contar con la presencia de
la prensa y de las cadenas televisivas de toda Norteamérica. Pero no
podía prever que sería acusado, junto al pacifista David Dillinger,
el profesor de química Abbie Hoffman, un sociólogo y dos miembros
del SDS, de haber fomentado una conspiración contra los Estados
Unidos y de "haber atravesado los límites de un Estado con la
intención de provocar disturbios en él".
Los hombres de leyes norteamericanos se
preguntaron si el proceso se llevaría a cabo. ¿Sacaba algún
provecho el gobierno Nixon al juzgar a hombres cuyas actividades no
habían ido más allá de las habituales manifestaciones públicas:
discursos, desfiles, cantos y slogans? Además, la segunda acusación
se basaba en un mandato adoptado en 1968 para impedir a los
conductores de los movimientos negros desplazarse de una ciudad a
otra. Los juristas menos sospechosos de liberalismo estimaban muy
difícil juzgar las "intenciones" de un hombre y
consideraban ese mandato casi como no legal, y de naturaleza
claramente política. El gobierno no hizo caso. El proceso se celebró
en Chicago. Y se desarrolló según los métodos del teatro
guerrillero.
Jerry Rubin ya había dado testimonio
de su habilidad en esta materia. Hijo de un conductor de camión de
Cincinnati, periodista por afición al reportaje, partidario, de la
droga para "desembarazar a la humanidad de sus inhibiciones y
crear al hombre nuevo", después de un viaje a la India se había
unido a los rebeldes de la Universidad de Berkeley y se había
presentado a las elecciones para alcalde de la ciudad, obteniendo el
22 por ciento de los votos. Convocado a Washington por la Comisión
de actividades anti-norteamericanas (HUAC, la organización
maccarthysta), la primera vez se presentó con el uniforme de la
guerra de la Independencia, la segunda, con el torso desnudo, elrostro y el cuerpo pintados, el pijama vietcong, cartucheras en
bandolera, un fusil de juguete en la espalada y una boina estilo
Guevara en la cabeza; la tercera vez, vestido de Papá Noel. Fotos en
las revistas, entrevistas en la televisión: el éxito fue total, y
los periódicos colocaron estos titulares en la primera página: "La HUAC expulsa a Papá Noel". En Chicago, el espectáculo fue
permanente. Abbie Hoffman y Rubin se presentaron vestidos de jueces.
Lanzaban besos a los asistentes, hacían piruetas con las manos y
obligaron al juez a representar el papel de payaso que se le había
atribuido, obligándole a poner de manifiesto, desde un principio, su
odio hacia los acusados: el juez hizo atar y encadenar en su silla a
Bobby Seale, del Black Panther Party, y provocó la reprobación de
la Asociación norteamericana de abogados cuando condenó a seis
meses de cárcel a uno de sus colegas, William Kunstler, por atentado
a la dignidad de la corte.
Norteamérica, país en el que la
información es la más variada del mundo, seguía los debates
divertida o indignada. Finalmente, el jurado se separó en dos
sectores: ocho de sus miembros eran favorables a la condena, por las
dos acusaciones, y otros cuatro se inclinaban por la libertad
incondicional. Puesto que el veredicto debía pronunciarse por
unanimidad, se llegó a un compromiso: absolución sobre el primer
cargo, condena a cinco años de cárcel para cinco de los acusados
por el segundo cargo (atravesar el límite de un Estado). "Esta
noche, nuestro jurado estará en las calles", dijo uno de los
condenados. Las manifestaciones estallaron en diversos puntos de los
Estados Unidos -según la táctica de guerrillas: grupos de unos
cincuenta jóvenes hostigaban a la policía, desaparecían, y
reaparecían en otro lado. "Este proceso es un escarnio de la
justicia -dijo John Lindsay, alcalde de Nueva York-; esta nación
parece encaminarse hacia un nuevo periodo de represión, el más
peligroso que se ha dado en mucho tiempo." Lindsay aludía al
maccarthysmo, cuya amenaza sienten pesar sobre ellos los liberales.
Los cinco condenados de Chicago fueron
puestos en libertad provisional por el Tribunal de apelación, por
unanimidad, bajo fianza de 155.000 dólares. El hecho de haber podido
reunir esta cantidad demuestra la fuerza de la resistencia de los
norteamericanos frente a la arbitrariedad. La mayoría de ellos
desaprueban, ciertamente, la "revolución" de Rubin,
Hoffman y sus amigos. Pero temen aún más el retorno a los procesos
políticos de los años 20 y de los años 50.
El proceso de Chicago nos interesa
desde varios puntos de vista. En el plano teatral, demuestra la
importancia del teatro de guerrilla, derivado de los happenings y de
los 'events' que son acciones breves, brillantes, que recuerdan las
actividades de los dadaístas alemanes, más politizados que los
franceses (Max Ernst dirigió un periódico de vanguardia comunista y
Piscator, el gran director, estuvo influenciado por Dadá en sus
espectáculos de agit-prop). El proceso parece dar la razón a los
teóricos que creen que en una sociedad unidimensional solo la acción
de los grupúsculos es inadaptable. ("Nuestro gran temor es ser
integrados por los mass media, convertirnos en los payasos del
Establishment", afirma Jerry Rubin.) Y asimismo, pone a prueba
el vigor de ciertas formas de democracia norteamericana.
Si la televisión transforma el
escenario político en un espectáculo permanente, favorece, a su
vez, la participación del telespectador mediante unos debates cuyo
tono no tiene equivalente en Europa. Tampoco lo tiene su estructura:
los ataques que ha sufrido por parte del vicepresidente Agnew prueban
la independencia de la televisión norteamericana. Siete cadenas que
compiten por una información mejor, dan a la democracia sus mejores
garantías. "Norteamérica está loca", dice Rubin. Tenemos
que utilizar algunos granos de su locura.
¿Tiene futuro el happening? Jerry
Rubin pretende, junto con John Cage, "despertar a los individuos
a la realidad que les rodea, ¿pero es cierto que la realidad
norteamericana es demencial? En algunos años, el happening, al igual
que la situación política de los Estados Unidos, se ha degradado
hasta los gestos irrisorios de los yippies: "Únicamente un niño
podría reaccionar con naturalidad frente a nuestra civilización
-dice Rubin-. ¿Qué puede decir un profesor de Harvard de los bebés
quemados con napalm? ¿Qué puede saber un hombre rico de la pobreza
negra?" Cuando se inició en el Black Mountain College, en 1952,
el happening era un esfuerzo confiado para poner los recursos de la
tecnología al servicio de todos los hombres, y hacerles conscientes,
merced a los medios artísticos -cine, danza, poesía, teatro,
música- de las riquezas cambiantes y múltiples de la existencia. El
happening transformó la electrónica en un arte popular -los light
shows- y sirvió para los armoniosos juegos de la nueva democracia;
su principio zen y anarquista de participación y creación
espontánea chocó contra las estructuras mecánicas de la sociedad
que los estudiantes del SDS, los partidarios de la paz, los hippies
y, posteriormente, los yippies intentaron abatir y transformar,
recurriendo a los 'events'. El espíritu del happening inspiró al
teatro el descubrimiento del espacio y de una nueva actitud respecto
al público, paralelamente a los esfuerzos del Living y del
Open-Theatre que intentaban a través de Brecht, Artaud o de técnicas
próximas a la tradición de Cage, poner a punto la improvisación
colectiva.
Las aventuras de los yippies 1: Levitando el Pentágono
Las aventuras de los yippies 2: Tirando dinero en la bolsa
Las aventuras de los yippies 3: Vota al Cerdo
Las aventuras de los yippies 4.1: El Festival de la Vida
Las aventuras de los yippies 4.2: El Festival de la Vida según Norman Mailer
Las aventuras de los yippies 4.3: El OM de Allen Ginsberg frente a las porras
Las aventuras de los yippies 1: Levitando el Pentágono
Las aventuras de los yippies 2: Tirando dinero en la bolsa
Las aventuras de los yippies 3: Vota al Cerdo
Las aventuras de los yippies 4.1: El Festival de la Vida
Las aventuras de los yippies 4.2: El Festival de la Vida según Norman Mailer
Las aventuras de los yippies 4.3: El OM de Allen Ginsberg frente a las porras
1 comentarios:
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