(Prefacio escrito en 2005 por Harvey
Wasserman para una edición estadounidense de Yippie! Qué pasada de revolución, de Abbie Hoffman)
¡Abbie! ¡¡Abbie!! ¡¡¡Abbie!!! ¿Dónde estás, joder?
¿Una
pasada de revolución? Pues
claro.
Solías
gritar
que
los
«ismos»
están
pasados
de
moda.
Si
Yippie!
fuera
un
ismo,
sería
anarquista.
Pero
a
ti
no
te
gustaría.
Una
etiqueta
así
sería
demasiado
convencional.
Entendías
de
cabo
a
rabo
—los estudios en Brandeis y toda tu preparación académica— lo
que
representaban
en
realidad
todos
esos
ismos
y
cómo
se
podían
utilizar
en
su
momento
y
lugar.
Y
sabías
que,
pese a todo,
quizá
tenían
algo
que
ofrecer.
Pero
gracias
a
todo
el
ácido
que
tomaste
te dabas cuenta de que eran aburridos y tocaba buscar algo nuevo.
te dabas cuenta de que eran aburridos y tocaba buscar algo nuevo.
Decir
que
eras
un
tipo
listo
se
queda
corto.
Tenías
una
inteligencia
callejera.
De
libros.
De
los
medios
de
comunicación.
De
la
gente.
Inteligencia
para
contribuir
a
parar
una
guerra.
Con
una
astucia
que
te
servía
para
arrastrar
tras
de
ti
a
todas
las
cadenas
de
televisión.
Valiente
para
enfrentarte
a
las
porras,
pistolas,
pirados,
matones,
mojigatos.
Solo
hay
que
contar
las
veces
que
te
apalean
en
este
libro.
Las
veces
que
te
encierran
entre
rejas
mugrientas.
Las
horas
que
pasas
en
juzgados.
Las
noches
desagradables
en
en
celdas
oscuras
y
húmedas
con
las
que
eres
tan
generoso
al
describirlas.
La
partida
de
billar
de
un
buscavidas,
eso
es
este
libro.
Como
tú
mismo
dices
hacia
el
final
del
libro:
no
tienes
que
ganarle
a
todo
el
mundo,
solo
al
contrincante
que
tienes
enfrente.
Pero
no
empiezas
así el libro,
¿a
que
no?
Y
derrotas
a
muchos.
Protestaste
en
el
Sur,
con
maneras
de
serio
progresista,
acababas
de
salir
de
la
universidad.
Era
a
principios
de
los
sesenta.
Aquí
no
lo
mencionas,
pero
entonces
tenías
mujer
y
dos
hijos.
¿Qué
precio
pagaste
por
alejarte
de
aquella
vida?
Un
título
universitario,
máster
en
psicología
(¡qué
bien
te
vino
después!).
Pelo
corto,
camisa,
corbata.
He
visto
las
fotos.
Podías
haber
sido
psicólogo
o
psiquiatra.
Podías haber
escrito
libros
importantes,
ganar
mucho
dinero,
crear
institutos
de
investigación,
dirigir
centros
psiquiátricos,
fumar
en
pipa
(bueno,
pipas
sí
te
fumaste
unas
cuantas).
Pero
elegiste
ir
hacia
abajo
(al
igual
que
tus
ingresos),
al
Sur.
Fuiste
a
Georgia,
donde
colgaban
a
los
judíos
entrometidos
como
tú.
Fuiste
a
Misisipi,
donde
enterraban
a
los
listillos del norte que
luchaban por la igualdad de derechos de los negros bajo el nombre de
“Freedom riders” y
pasaban
cuarenta
años
hasta
que
se
buscaba
a
los
culpables
del
Ku
Klux
Klan.
Por
allí
andabas
cuando
Ronald
Reagan
comenzó
allí
mismo su
campaña
presidencial.
Pero
tenías
eso,
cómo
llamarlo...
¿Conciencia
judía?
¿Sentido
de
la
historia?
¿Cólera
justiciera?
¿Un
terco
deseo
de
vagabundear
por
el
mundo?
Y
un
coraje
a
prueba
de
balas.
Y
unos
cojones
de
acero.
¿Cerebro?
Sin
duda.
Y
entre
las
muchas
cosas
que
enseñaste
está
que
la
mejor
manera
de
aprender
la
historia
es
haciéndola.
Y
el
mayor
subidón
—aparte
del
LSD
y
el
amor
libre
y
los
ego-viajes
mediáticos
y
bailar
en
la
calle—
es
la
sensación
de
estar
en
el
vértice
del
cambio
social.
La
alegría
de
lograr
victorias
buenas
y
justas
por
la
verdad,
la
justicia
y
el
modo
de
vida
americano.
Surfeaste
la
historia
al
igual
que
los
hawaianos
se
elevan
sobre
las
grandes
olas
de
la
costa
norte
—gritando
en
éxtasis
todo
el
rato—,
pero
además
tú
contribuiste
a
crear
las
olas
a
las
que
te
subiste
y
amaste
casi
cada
minuto
de
todo
aquel
tiempo.
Casi.
Es
ese
amor
lo
que
te
hizo
una
revolución
andante.1
Pero
hay
también
mucho
infierno
entre
líneas.
Les
derrotaste
a
todos...
a
casi
todos.
La
HUAC2...
Esa
infame
caza
de
brujas
en
manos
de
fanáticos
estrechos
de
miras
que
aterrorizó
a
los
progresistas
de
los
cincuenta...
Tú
y
Jerry Rubin
os
burlasteis
a
muerte
de
ellos
de
un
solo
golpe,
gracias
a
aquel
disfraz
de
1776
y
los
gritos
de
«¡¡Teatro!!»
en
un
incendio
lleno
de
gente.
Fue
una
genialidad
con
agallas.
Salvaje,
brillante,
con
un
desparpajo
supremo
y
un
valor
imponente.
¿Cuántos
años
podían
haberte
encerrado?
¿Cuántas
décadas
de
represión
lobotomizada
exorcizaste?
Lyndon
Johnson... ese texano trágico que fue incapaz de salir de una guerra
que no podía ganar y arrastró a este país al infierno. Optó por
no volver a presentarse a la presidencia antes que enfrentarse a
cuatro años más de revoltosos callejeros incomprensibles,
incorregibles e invencibles como tú que podían torear a ese ser
torturado y sangrante. Es triste que se fuera justo después de
decidir la intensificación de la guerra de Vietnam, un conflicto que
sigue devastando lo que queda de este país, inyectando un cáncer
venenoso en nuestra alma que ha devorado nuestra economía, nuestro
medio ambiente, nuestros colegios, nuestra fe y nuestra democracia
hasta que no nos quedan más que las heces del cobarde George. W.
Bush, a quien habrías despreciado con vehemencia y con toda la razón
del mundo.
El
motivo de que te echemos de menos más que nunca, Abbie, es que
quizás tú habrías tenido una respuesta para estos anticristos
bárbaros, despreciables e ignorantes que se creen moralmente
superiores. Ese sí que habría sido un debate histórico. Mucho más
interesante que el rollo de Yippie contra Yuppie:3
Abbie contra George W.
¿Qué
nos hubieras contado, querido hermano? ¿Cómo les habrías
derrotado?
Hay
montones de respuestas en Yippie!
Una pasada de revolución.
No
es tan solo un libro de la época. Comienza con un recorrido
sensacional de tripi, un paseo por el lado salvaje de Abbie, una
bienvenida desde el flujo de su conciencia, golpeándose el pecho. La
introducción se completa con una crítica ácida a las «palabras
vacías» y la yuxtaposición de las palabras del Che y
un anuncio de jabón para lavanderías. Y después el ataque
(justificado) a Radio Habana por poner música malísima.
Recuerdo
a Abbie
dos décadas más tarde, todavía
metido
en la lucha. Para
entonces podía haberse dedicado a vender seguros. O ir a contar las
batallitas del abuelo radical en el sillón mientras los niños se
miran y bostezan.
Eso
no iba con Abbie. En los ochenta, dimos juntos una charla con Bobby
Seale, que entonces estaba escribiendo un libro de cocina. Abbie
todavía estaba cocinando la revolución, en este caso contra la
energía nuclear. Nada de envejecer. Nada de dolor en las rodillas.
Seguía lleno de energía.
Llamó
a mi madre para hablar de recetas de sopa de pollo. Después ayudó a
Amy, la hija del presidente Carter, a que la detuvieran en una
protesta contra la CIA; y a que la soltaran, logrando que se
prohibiera el acceso de los espías del gobierno en los campus. Lo
hizo todo con el mismo entusiasmo y la misma viveza con las que
navegó en el tsunami terminal de una guerra imperial condenada al
fracaso.
Lo
que los yippies hicieron en Chicago fue un punto crítico en la
historia cuya importancia es imposible exagerar.
Lo
que Abbie nos dejó en este libro no es simplemente la estrategia de
un supremo organizador, crítico social y genio cómico. Es también
la disección documental de uno de los acontecimientos más
importantes de nuestra época.
Entre
1932 y 1968
el Partido Demócrata de Franklin Roosevelt y Harry Truman, Adlai
Stevenson y John Kennedy, Lyndon Johnson y Hubert Humphrey, había
dominado la política estadounidense. En los ochos años de Ike
Eisenhower (1953-61), los demócratas todavía dominaban en gran
medida el Congreso. Pero los republicanos de entonces pasarían ahora
por demócratas moderados. Muchos de ellos tenían conciencia e
inteligencia. Sabían distinguir entre la moral verdadera y la
ostentosa psicosis pseudorreligiosa y aplaudieron el New Deal, de
cuyos ideales surgió Abbie.
Lo
que acabó con los demócratas no fue Abbie o los yippies que
corrimos por las calles de Chicago mientras el mundo miraba. Porque
lo que todo el mundo vio en realidad fue cómo los demócratas
utilizaban todo lo que odiábamos: la hipocresía, la arrogancia y,
sobre todo, la guerra fría y la de Vietnam, que una nueva generación
no toleraría y que engulló a este país moral, espiritual,
económica y ecológicamente.
Hay
gente de la izquierda que ahora culpa a Abbie y a los yippies de
apartar a los progresistas de Hubert Humphrey en 1968 y de esta forma
darle la presidencia a Richard Nixon, un golpe del que los demócratas
no se han recuperado nunca.
Pero
es una idea absurda. Lo que acabó con los demócratas, en 1968 y
después, fue su falta de voluntad para tomar decisiones claras y
directas. George Wallace resquebrajó su sólido dominio en el Sur,
que habían controlado siempre desde Andrew Jackson gracias a la
esclavitud y el racismo. Ni siquiera Franklin Delano Roosevelt se
atrevió a enfrentarse al poder de la intolerancia sureña. Entonces
los demócratas se pegaron el tiro de gracia con la contradicción
absolutamente suicida de querer ganarse el voto negro en el Sur al
mismo tiempo que masacraban asiáticos en Vietnam y aplastaban la
revolución —o incluso la reforma— en África, Latinoamérica y
el resto del mundo.
En
1964, Abbie y unos cuantos de su casta —como otro hermano que ya no
está con nosotros llamado Marshall Bloom, que después fundó el
legendario Liberation News Service— ya se estaban dejando ver en el
Sur de la segregación. Lyndon Johnson le dijo a Martin Luther King
en la ceremonia de entrega del Nobel a King en 1964 que el presidente
de Estados Unidos no podía garantizar el derecho de los ciudadanos
afroamericanos a votar. De modo que se dirigieron a Selma a iluminar
el Sur. Cuando lograron que se aprobara la Ley del Derecho al Voto y
la garantía de «una persona, un voto», blancos como Wallace
culparon a los demócratas y el Sur inició su peregrinaje desde el
partido de Jackson al Klan de Reagan-Bush.
Pero
si los demócratas tuvieran el valor y las convicciones de Abbie,
habría sido de otra manera. El presidente Hoffman se habría
retirado inmediatamente de Vietnam y habría apoyado a la gente de
color y sus revoluciones (y habría puesto mejor música en sus
emisoras de radio). Habría unido a los seguidores blancos de Elvis y
a los negros de quienes venía precisamente la música de Elvis.
Todo
está aquí en Yippie!
Una pasada de revolución.
Un chaval judío que va a una comisaría donde retienen injustamente
a unos “negratas” y rompe una vitrina de trofeos para que le
detengan.
Sí,
era joven y duro y en absoluto estaba loco. Igual que Ethan Allen y
los yippies de los Green Mountain Boys. Sam Adams y las milicias de
Massachusetts (unos auténticos diggers) que convirtieron el puerto
de Boston en una tetera. Big Bill Haywood y los excéntricos
sindicalistas del IWW. Emma Goldman y Margaret Sanger, Gene Debs y
Pete Seeger, Dorothy Day y Saul Alinsky... Abbie aprendió de todos
ellos, le añadió algo de Living Theatre y Marshall McLuhan, un poco
de Dalí y Lenny Bruce... y ¡¡YIPPIE!!
Abbie
podía haberles dicho a los demócratas que estuvieran a la altura de
sus convicciones... y que tuvieran más chispa. Los porrazos que me
llevé en el culo en Chicago podrían haber sido peores. Mientras nos
estábamos riendo de los tanques en Michigan Avenue, a Lissa y a mí
nos aplastaron contra un muro junto a un escaparate que se rompió
encima de unos insospechados comensales que se llevaron una ración
de nuestro gas lacrimógeno comunitario.
Pero
peor aún les fue a los demócratas. Hasta que llegó Bill Clinton,
que tenía un toque Yippie (pero la cagó), no vieron lo mucho que
les hacía falta el humor y estilo de Abbie. Si Clinton hubiera
tenido algo del valor y las convicciones de Abbie para seguir
adelante con esa magia mediática y picaresca, el infierno de
Bush-Rove y su pelotón de fusilamiento se habría quedado hundido en
el pozo de la falsa religión y la cleptocracia corporativa.
Y
después se volvieron a olvidar de todo cuando Gore y Kerry nos
dieron somníferos y abrieron la puerta al Anticristo.
Durante
demasiado tiempo la parte progresista de Estados Unidos ha rogado que
renazca una guerrilla mediática con inteligencia. Desde
Humphrey, McGovern, después Carter, Carter otra vez, Mondale, luego
Dukakis, después Clinton, y Clinton, después Gore, y más tarde
Kerry, ha sido aburrido
aburrido aburrido aburrido aburrido aburrido Clinton Clinton aburrido
aburrido. Todos estos tipos, salvo Clinton, habrían aburrido a
Abbie.
A
Abbie no le habría hecho ninguna gracia ver cómo Clinton se vendió
en el tema del NAFTA y su falta de valor para introducir la atención
sanitaria universal y su cobarde inanidad en materia medioambiental y
mucho más. Pero le habrían encantado (con un toque de envidia) las
mamadas en la Casa Blanca. ¿Sexo oral en el despacho oval?
¡¡¡YIPPIE!!!
Abbie
habría distraído a los demócratas y en los republicanos habría
provocado rabia y deseos de venganza. De hecho, Dave Dellinger se fue
de este mundo con la convicción de que Abbie fue asesinado. Otros
pensaban lo mismo en el caso de Marshall Bloom. ¿Quién puede
asegurar que no fue así? ¿Qué sabemos en realidad?
Durante
los últimos treinta y cinco años la actitud en plan “Venid y
entendámonos”4
no ha funcionado. El Chicago de Abbie fue el momento crítico. Con el
genial Paul Krassner, con Dellinger y Jerry Rubin y Tom Hayden y
otros pocos incendiarios, desempeñó el papel de maestro mediático,
el flautista de Hamelín político que llevó a miles de jóvenes
manifestantes como yo a ver y hacer la historia.
Cuando
por fin lo conocí a principios de los ochenta, los dos nos habíamos
metido en la ecología, sobre todo respecto a la energía nuclear, la
nueva Vietnam con un toque radioactivo. Abbie, siendo como era,
acumulaba ya toda una nueva vida de activismo impresionante.
Utilizando el nombre de Barry Freed, había creado todo un nuevo
personaje activista. Puso su antiguo talento al servicio de temas
como proteger el río Lawrence. En los ochenta, cuando salió de la
clandestinidad y volvió a ser Abbie, pero con mayor experiencia,
llevó a la CIA a juicio, escoltó a jóvenes activistas a Nicaragua
a ver la revolución en marcha, luchó contra el transporte de
desechos nucleares, trabajó para salvar el río Delaware y
contribuyó a la creación del Sindicato de Acción Estudiantil, del
que fue asesor, acercando así a la nueva generación a los temas del
apartheid, la subida de las tasas universitarias y otros. ¿Quién
sino Abbie podía meterse en la piel de tantos personajes distintos
sin pestañear? ¡¡Yippie!!
Como
era de esperar, ya que estaba en libertad condicional, nuestra
primera visita fue con el agente policial que le vigilaba. Desde allí
fuimos al diminuto apartamento que compartía con su maravillosa
compañera de escapada, Johanna Lawrenson.
En
todo el tiempo no paró de hablar a toda velocidad. Sus nuevos
planes. Sus nuevos jaleos. Reagan estaba en la Casa Blanca. Vietnam
era un mal recuerdo. La contra nicaragüense estaba en marcha. Irak
aún estaba por llegar.
Pero
lo yip
y lo hip5
y la revolution and the hell of it se encontraban en el núcleo del
código genético de Abbie. Igual que lo estaban sus más prosaicos
compromisos con la justicia social, la igualdad política, el trato
justo y la opinión sincera, temas todos ellos de los cuales podía
hablar con gran elocuencia.
Pero
nunca de manera aburrida. Nunca nunca nunca. Eso (junto con pagar en
las tiendas) era el mayor pecado capital. ¿Y cuándo van a
aprenderlo los progresistas?
Si
no captas el mensaje de Yippie!
Una pasada de revolución te
parecerá una reliquia, un simpático recordatorio de una época
pasada, cuando a la gente aún le entraba la risa al hablar de fumar
hierba. Mejor que eso échate la siesta.
Porque
este libro, al igual que Abbie, es un volcán en erupción, un
testimonio atemporal de los compromisos fundamentales de alguien lo
suficientemente listo para transformarlos en arte de performance en
una era electrónica. Chicago, los policías, las porras, el gas
lacrimógeno... son simplemente parte del atrezo para lograr un
intelecto de una agresividad suprema y un corazón poderoso arraigado
en temas atemporales de justicia social.
Abbie
sabía cómo ver el lado divertido mientras le aporreaban, cómo
hacer que todo funcionara al tiempo que ignoraba las luchas entre
facciones, cómo ver el lado sexy mientras le pateaban.
¡Abbie!
¡¡Abbie!! ¡¡¡Abbie!!! ¿Dónde estás ahora que te necesitamos
más que nunca?
Lo
que logras en este libro genial es mostrar cómo la combinación de
una pasión implacable por la paz y la justicia social con la
escritura fantástica, el teatro brillante y la organización
inteligente pueden contribuir a salvar el mundo.
Una
revolución, sí.
Pero
la verdadera pena, querido hermano, es cómo te echamos de menos.
Harvey
Wasserman
Bexley,
Ohio
Invierno
de 2005
Traducción de Tomás Cobos
Harvey
Wasserman, amigo y hermano de Abbie Hoffman, es asesor de Greenpeace
USA, director de www.freepress.org y autor de Harvey
Wasserman's History of the United States.
- Wasserman alude al término Hell (‘infierno’) del título original del libro (Revolution for the Hell of It). (N. del T.)
- House Un-American Activities Committee. La Comisión de Actividades Antiestadounidenses fue el órgano responsable de los procesos anticomunistas de los años cincuenta. (N. del T.)
- Gira de debates que hicieron Abbie y Jerry Rubin en 1985-1986. (N. del T.)
- Come, let us reason together: frase bíblica (Isaías, 1:18) utilizada por Lyndon Johnson con la que llamaba a la búsqueda de un consenso entre posturas contrarias. (N. del T.)
- La palabra inglesa hippie deriva del término inglés hip, que quiere decir «popular, de moda, a la última». De ese término se deriva hipster: los que pretenden ser hip. En los EE.UU. de los años cuarenta, cuando se popularizó por primera vez el término, los bohemios y los hipsters se asociaban por lo general a la cultura negra. (N. del T.)
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