Os ofrecemos ahora (en tres entregas) el fántástico texto que escribió Mireia Sentís (y que gentilmente nos ha facilitado) para el catálogo de la exposición que ella misma comisarió en La Casa Encendida, "Pintores de Aztlán". Se trata de un texto clave para encuadrar y contextualizar el Movimiento Chicano y la obra de Óscar Zeta Acosta en particular.
Mireia Sentís es fotógrafa, profesional de prensa, radio y televisión, y directora de BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid). Es autora del libro Al Límite del juego (1994), dedicado a siete artistas de la vanguardia estadounidense más heterodoxa (entre ellos, Abbie Hoffman) y de En el pico del águila (1998), primer libro editado en España acerca de la cultura afronorteamericana.
“VIVA LA CAUSA” [1]
César Chávez |
“Considero detestable la máxima de que,
en materia de gobierno, la mayoría de un pueblo tiene derecho a todo, y, no
obstante, sitúo en la voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes.
¿Estoy en contradicción conmigo mismo?”
(Alexis de Tocqueville, 1835)
“La singularidad de los pueblos en trance
de crecimiento se manifiesta como interrogación: qué somos y cómo realizaremos
lo que somos”.
(Octavio Paz, 1959)
“La historia política de los chicanos
incluye un continuo esfuerzo para obtener justicia social en lo que respecta a
sus derechos económicos y culturales. Una lucha recompensada con desigual
éxito”.
(Juan Gómez-Quiñones, 1990)
La idea de que en Norteamérica existen el
mainstream, por un lado, y las
minorías, por otro, empieza a estar tan caduca como lo está desde hace tiempo
la del melting pot. Norteamérica es
un espacio híbrido y políglota, cuyos componentes no se han mezclado de una
sola forma, ni han dado como resultado una cultura homogénea. El tuétano de la
sociedad norteamericana esta formado por un conjunto de culturas que, a su vez,
son productos híbridos de otras culturas. Siempre reclamado como suyo por las
clases dominantes, las que escriben la historia, el término mainstream designa una imagen que está
muy lejos de representar el rasgo primordial de la identidad norteamericana. Se
trata de un término demasiado poco ambiguo para intentar reflejar una realidad
demasiado ambigua.
El problema de la identidad, tan debatido
hoy día en Estados Unidos, jamás se resolverá. La única identidad a la que
estamos universalmente abocados es la mestiza. El continente americano entero,
desde Cabo de Hornos, en Chile, hasta Puerto Barrow, en Alaska, es mestizo. Y
no olvidemos que Europa sigue el mismo camino. Nuestras grandes ciudades son
hoy bi, tri o cuatrilingües. Con diversos nombres, las amalgamas lingüísticas
surgen por doquier: portuñol, franglais,
spanglish, chinglish, taglish…
Ante el antiquísimo fenómeno de la emigración,
existen dos puntos de vista: el de quienes se sienten culturalmente amenazados,
y el de quienes se sienten culturalmente estimulados. Estos últimos, a la vez
que aprenden de otras culturas, comprenden mejor la suya propia. Las
identidades culturales son redes abiertas, y sus fronteras borrosas e
inestables. El proceso de mutación es constante. La visión establecida por el mainstream está siendo cuestionada sin
cesar por datos demográficos que sitúan a la comunidad angloamericana como un
elemento más, dentro de un amplio y complejo mosaico en permanente
metamorfosis.
En Estados Unidos circulan publicaciones
en noventa lenguas diferentes. En 1995, residían en California cien mil
latino-asiáticos, todos ellos trilingües. Aunque la óptica centralista del mainstream —piel blanca, origen europeo—
insista en dar a la palabra etnia el
significado peculiar de comunidad exótica, es decir, lejana, distinta, fuera de lo común, nadie negará que el
carácter norteamericano y la propia Norteamérica serían inimaginables sin el
espíritu del emigrante —asiático, africano, iberoamericano, europeo— que
abandona lo conocido por lo incierto. Pero dentro de esa paradoja, aún
encontramos otra: también los descendientes de los inmigrantes se resisten a
reconocer el capital que aportan las siguientes oleadas, condenadas a su vez a
abrirse camino en circunstancias hostiles. La creatividad norteamericana,
sinónimo de búsqueda y construcción de nuevas convivencias entre culturas, no
tardaría en desaparecer sin esa tensión incesante.
Norteamericolatinochicanos
De entre todas las etnias que actualmente
conforman los Estados Unidos, la latina (hispana, latinoamericana,
iberoamericana, denominaciones que remiten a diferentes conflictos históricos,
salvo tal vez la más reciente: Generación Ñ) es la de mayor presencia, tanto
por cuestión geográfica —mismo continente—, como demográfica, ya que crece en
un porcentaje tres veces superior a las restantes.[2]
Pero dentro de la cultura latina, no comparten la misma experiencia norteamericana
un argentino y un puertorriqueño, como tampoco un puertorriqueño recién
instalado en Nueva York y uno cuya familia lleve varias generaciones en la
ciudad y se sienta nuyorican. Tampoco
es lo mismo ser chicano que mexicano residente en Estados Unidos.
En 1519, la llegada de Hernán Cortes
marcó el final del imperio azteca y el comienzo de un proceso de asimilación
que avanzó a costa de la lengua, la religión y la cultura indígenas. Entre los
siglos XVI y XVIII, la Nueva España se extendió hacia el norte, colonizando los
territorios que hoy conocemos como Arizona, California, Nevada, Colorado, Nuevo
México, Texas, Utah y Wyoming. Más al norte, franceses, ingleses y holandeses
llevaban a cabo su propia actividad colonial, sin apenas contacto con las regiones
del sur.
A pesar de compartir el estatus de
Repúblicas independientes —Estados Unidos desde 1776, y México desde 1822—, las
relaciones entre ambos países nunca fueron buenas. A mediados del siglo XIX,
cuando Estados Unidos dio comienzo a su política expansionista, se enfrentaron
por el control de Texas. La guerra, que concluyó en 1848 con el tratado de
Guadalupe Hidalgo, arrojó un balance de 40.000 muertos. México, vencido, cedió
los territorios del actual suroeste norteamericano, equivalentes a la mitad de
su extensión. Desde entonces, la frontera natural
entre las dos naciones quedó delimitada por el Río Grande. La transferencia
territorial y su consecuente ruptura cultural hicieron surgir los primeros
mexicano-norteamericanos, es decir, los primeros chicanos (abreviatura de me-xicano), palabra que ha cobrado diversos
significados a lo largo del tiempo.
El tratado de Guadalupe Hidalgo permitía
a los (ex)mexicanos conservar sus tierras, utilizar su lengua y contar con los
mismos derechos que los ciudadanos norteamericanos. Sin embargo, no podían
obtener la nacionalidad, salvo que fuesen “blancos” o “españoles”. Los de clara
ascendencia india vivirían como eternos extranjeros en su propia tierra. En
1859, Juan Cortina encabeza una revuelta (The Cortina War) como protesta por el
maltrato del que eran objeto los mexicotexanos. En la misma época aparecen en
California los “banditos” —así
calificados por la prensa norteamericana contemporánea—, que no eran sino
mexicanos resistentes a una avalancha de expropiaciones convenientemente
disfrazadas de legalidad. En 1877, cuando los anglotexanos rehusan a los
texanomexicanos sus derechos sobre la sal, la ciudad de El Paso se convierte en
escenario de la guerra del mismo nombre (El Paso Salt War). Hacia 1880, uno de
cada diez angloamericanos establecidos en Nuevo México era abogado. Nuevas
leyes obligaban a los campesinos a pagar impuestos sobre sus tierras; a menudo
insolventes, recibían préstamos que, al no ser devueltos, acarreaban la pérdida
de sus propiedades en favor de los bancos o el Estado. [3]
Juan Cortina |
En 1910, con la revolución mexicana,
comienza la primera emigración a gran escala hacia el país vecino, necesitado
de mano de obra para la construcción de su red ferroviaria. Cada mes, dos mil
mexicanos atraviesan la frontera a fin de atender la demanda. En 1929, abrumado
por la Gran Depresión, Estados Unidos pone en marcha un “programa de
repatriación”, por el que casi medio millón de mexicanos, muchos de ellos ya
ciudadanos norteamericanos, son “devueltos” a México. En la ciudad tejana de
Corpus Christi se registra la primera reacción importante: la creación de la
Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, League of United Latin
American Citizens).
Alrededor de cuatrocientos mil soldados
del ejército norteamericano que en 1941 se incorporó a la segunda guerra
mundial, eran de origen mexicano. La contrapartida de la nacionalidad y la
necesidad de empleo habían llevado a muchos de ellos a alistarse. De entre
todas las minorías, la suya fue proporcionalmente la que más bajas y más
medallas de honor recibió durante el conflicto. Pero, a pesar de las promesas,
la situación de desigualdad no cambiaría lo más mínimo tras su regreso a la
vida civil.
En el verano de 1943, en pleno fervor
patriótico, tienen lugar en Los Ángeles los motines conocidos como Zoot-Suit Riots, que se extendieron a
San Diego, Filadelfia, Chicago y Detroit. El apelativo hacía alusión a la forma
de vestir que caracterizaba a los jóvenes chicanos: trajes estilo zoot-suit, con largos abrigos, pantalones
recogidos en los tobillos, sombreros de ala ancha, cabellos largos, patillas,
anillos y gruesas cadenas de reloj. La prensa, que tildaba de “extranjeros” a
los latinos, contribuyó a alimentar los disturbios. Soldados y marines armados
con bates de béisbol se lanzaron a las calles en busca de pachucos, término con el que se autodenominaban los jóvenes
deseosos de afirmar su raíz hispana. La intervención de la policía se limitaba
a arrestar a los zoot suiters que
encontraba apaleados en las aceras. La prensa aclarará más tarde que los pachucos no eran extranjeros y que un
alto porcentaje de los militares que se enfrentaron a ellos eran de origen
hispano.
Pocho, título de la primera
novela escrita en inglés por un mexicano-norteamericano, José Antonio
Villarreal, se publica en 1959. En ella, se relatan los esfuerzos de un
adolescente por comprender su identidad mestiza y hacerla compatible con la
ciudadanía estadounidense. Pocho era
el término despectivo que los mexicanos dirigían a los chicanos, acusándoles de
negar su herencia mexicana, cuando, en realidad, estaban privados de la
posibilidad de aprender y utilizar su lengua en las escuelas. El término fue
adoptado más tarde por los propios chicanos para referirse a quienes de entre
ellos pretendían asimilarse a la cultura anglosajona y, así, ascender
socialmente.
[1] Palabras con las que concluye el manifiesto Plan de Delano, escrito y leído por
César Chávez a raíz de una huelga de campesinos en la ciudad californiana de
Delano, en 1966.
[2] En 1993, integraban el 10% de la población; en 2003, el
13%; en 2005, el 14%. Entre 1990 y 2000, la población hispana creció un 58%,
frente al 13% correspondiente a la población total. En el año 2000, uno de cada
cinco estadounidenses era de origen hispano. Actualmente, el 27% de los
habitantes de Nueva York son hispanos, porcentaje que alcanza el 46% en el caso
de Los Ángeles, segunda ciudad, después del D.F, en población mexicana. Unos 50
millones de ciudadanos de origen latinoamericano, 36 de los cuales son
hispanohablantes, residen en Estados Unidos. La mitad de ellos,
aproximadamente, son de ascendencia mexicana y menores de 27 años. En el año
2030 habrá 73 millones de latinos, equivalente al 20% de la población.
[3] A contracorriente de la política estadounidense de su
época, se sitúa Henry David Thoreau (1817-1862),
quien en protesta por la guerra contra México se
niega a pagar los impuestos y elabora su teoría sobre la desobediencia civil.
Leer la segunda parte en:
VIVA LA CAUSA 2.
VIVA LA CAUSA 2.
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