Diseño: Carlos Ruano. |
Los yippies eran el ala militante de los hippies, el Partido Internacional de la Juventud, y el movimiento estaba sustentado sobre un zumo, no el zumo alcohólico que manda de la misteriosa fermentación -¡oh, Dios mío!, cuando las frutas y el grano comienzan a pudrirse, el destilado en descomposición de este arte de la tierra, ¿no tiene acaso el poder de inflamar la conciencia y procurarnos visiones del Cielo y del Infierno?-. No, estamos hablando, más bien, del zumo que proviene de otro misterio, el del tránsito de un cable metálico por un campo magnético. Sirve para engendrar la bestia de toda la tecnología moderna, la electricidad en persona. Los hippies cimentaron su templa en esa encrucijada en la que el LSD se cruza con las pulsaciones de una guitarra eléctrica a todo volumen en el oído, en el plexo solar, en el vientre, en los lomos. Una unidad tribal atravesó la juventud americana (y de la mitad de las naciones del mundo), una exaltada visión de fiestas orgiásticas, no violentas, y hasta de la diferenciación entre los sexos. En el hervidero oceánico de una fiesta no violenta y tribal de las drogas, pezones, brazos, falos, bocas, úteros, sobacos, vellos público, ombligos, senos y mejillas, incienso oloroso, florecimiento y evasión, se estremecieron juntos y se entrechocaron en el Camino de la Liberación, y los drogados muchachos vieron el Valhalla, el Pephtene y el Taj Mahal. Algunos se evadieron para siempre, algunos salieron aullando por los callejones de la locura, donde las cucarachas circulan como Volkswagens sobre el encerado de la luna, los golosos hallaron el vértigo de la centrifugación de la conciencia, vomitorios de la ingestión; otros hallaron el amor, alguna manifestación del amor en la luz, en los trozos del Nirvana, resplandores de satori y volvieron, regresaron al mundo, tribu del siglo XX, vestidos con cascabeles y ropa sucia. Los hígados ajados daban a su piel un color pálido enfermizo y el pelo les tapaba el rostro como maleza. Sin embargo, habían tenido una visión incontestable del bien -el Universo no les parecía algo absurdo; como peregrinos miraban a la sociedad con ojos de niños: la sociedad sí era absurda-. Todos los emperadores que desfilaban ante sus ojos estaban desnudos. Y ofrecieron flores a los policías.
No podía durar; los barrios miserables que escogieron para vivir —porque en su mayoría eran refugiados de barrios de clase media— se sintieron incómodos con ellos, con su mugre, su cohabitación espontánea y casual, su altruismo. El altruismo es siempre la mayor de las ofensas en el gueto, porque el altruismo para los pobres es un lujo, retrata al que se humilla, al indiferenciado, al inepto, al descastado, al que se está hundiendo (un pobre no es nada sin las puntiagudas espinas de su ego). De modo que los hippies se la pegaron con los tugurios, y fueron apaleados y robados, esquilados, se les pegó, se les enterró, se les metió en la cárcel y algunos fueron asesinados; otros salieron adelante, porque a veces se daban conexiones con las pandillas, con los Panteras Negras, con los portorriqueños de la costa este y con los mexicanos en el oeste. Llegó un momento en el que, como la mayoría de las tribus, se dividieron. Algunos, entre los más débiles, entre los menos comprometidos, regresaron a sus barrios y comenzaron de nuevo con alguna empresa o en las comunicaciones. Otros buscaron hogares más cálidos, con un sol afable y abundantes flores; otros se endurecieron y, dado que los peregrinos tienen su propia visión de la tierra prometida, comenzaron a aprender a construirla, a luchar por ella. Así fue como los yippies nacieron de los hippies, antiguos hippies, excavadores, corredores de fondo, universitarios, desencantados, inadaptados del sur. Integraban una comunidad, una especia de comunidad, porque sus principios eran básicos: a todos, evidentemente se les debe dejar hacer (y no valen excusas en estas tres palabras) lo que quieran, siempre que no hieran a nadie al hacerlo -todavía tenían que aprender que la sociedad está construida sobre mucha gente que hiera a mucha otra gente, las querellas giran siempre alrededor de la cuestión de quién hiere a quién-. No todos eran conscientes de lo que molestaba a muchos ciudadanos honrados el mero hecho de su presencia -los hippies, y probablemente los yippies, no habían identificado todavía esa esquizofrenia sobre la que está fundada la sociedad. La llamamos hipocresía pero es en realidad una esquizofrenia, una modesta vida de apacible campesino con aventuras militares draconianas; una nación que proclama el principio de la igualdad de oportunidades para todos, con una cultura blanca apoltronada sobre una cultura negra; una sociedad horizontal de amor cristiano con una jerarquía vertical de iglesias -¡qué buen diseño el de la cruz!-; una nación de familias, una nación de impulsos ilícitos; una política de principios, una política de propiedad; un país de higiene mental, con un cine y una televisión convertidos en porquerizas mentales; patriotas que detestan la obscenidad pero contaminan los ríos; ciudadanos que detestan el control gubernamental y tienen miedo de las situaciones fuera de control. La lista debe ser infinita, los beneficios del humor escasos -la sociedad era capaz de seguir tambaleándose como un policía de doscientos kilos subiendo una cuesta, porque al vivir en un estado de abandono y obesidad por lo menos no tendría que explotar en una esquizofrenia-, la vida sigue adelante. Los chicos podían seguir acudiendo regularmente a la iglesia, hasta que les llegara el turno de meter fuego a pueblos en Vietnam. Lo que los yippies no supieron ver es que su exigencia de entrar a toda máquina en la utopía del siglo XX (en la cual el hombre masa moderno tendría ante sí todas las oportunidades de inmediato y podría crear o saquear con idéntica conciencia -de cara al paredón, hijo de puta, déjame que te bese los pies-), sin importar si se trataban de una visión deseable o aborrecible, era sin remedio alguno una locura para el Buen Americano Medio. Porque la expresión liberada de sí misma probablemente no sería el desbordamiento del amor sino el incendio del granero del vecino. O, ya que nos encontramos en Chicago, aplastarle el cráneo al vecino con un ladrillo de su propio patio. Los yippies, y hasta los partidarios de McCarthy, representaban con su mera presencia nada menos que la destrucción de toda hipocresía redentora con el consecuente choque para uno -no es tan fácil vivir cada día, toda la vida, sujetando los diques de la propia salud-. No es extraño que los blancos de los barrios obreros de Chicago, así como muchos blancos provincianos de todo el país, adoraran a George Wallace -venía a la carga como caballería-, el reparador de cualquier grieta de las murallas del fuerte.
0 comentarios:
Publicar un comentario