El reconocimiento nacional llegó con la publicación de I Walk the Line en 1956. Folsom Prison Blues se convirtió en un clásico de la música country, pero I Walk the Line fue, y es, el disco de mayores ventas que he tenido hasta la fecha. Fue un superventas, como nos gusta decir, “en todos los campos”.
Después de un año en el Hayride, pasé al Grand Ole Opry durante dos años, aunque sólo como invitado ocasional porque las giras de conciertos me obligaban a pasar largas temporadas en la carretera. Los grandes programas de televisión comenzaron a mostrar interés. Aparecí en el “American Bandstand” de Dick Clark, con Ed Sullivan, Jackie Gleason, Lawrence Welk, y en el “Ozarj Jubilee” de Red Foley.
Actué en todos los estados de la Unión, además de las giras por Canadá, Europa y el Extremo Oriente. Ya fuese en el Palladium de Londres, el Carnegie Hall de Nueva York, el Hollywood Bowl o el Pine Bluff de Arkansas, nunca hice un concierto en el que no cantara I Walk the Line. Y jamás la canté sin sentirla de verdad, o al menos sin intentar que así fuese.
En 1958 firmé con Columbia Records, me trasladé a Nashville y grabé dos discos que se publicaron inmediatamente. Uno se llamó (si me perdonan la expresión) “The Fabulous Johnny Cash”. El otro fue un álbum con mis canciones gospel e himnos favoritos.
El sueño de grabar un álbum de himnos se hizo realidad, pero no hubo en él el gozo y la satisfacción que había conocido anteriormente. La importancia de un álbum de himnos quedó tan minimizada por tantas otras cosas del negocio de la música que terminó perdiendo gran parte de su importancia para mí; aun así, había cumplido el compromiso de mantener un mensaje religioso en la música.
Pero en aquel punto de mi carrera di un paso definitivo en la dirección equivocada. Me encontraba de gira con varios artistas del Grand Ole Opry de Nashville, en 1957. Ferlin Husky y Faron Young estaban en la lista y fue entonces cuando me hice muy amigo de Gordon Terry, que trabajaba con Faron.
Aquella noche íbamos en dos coches a Jacksonville tras el concierto de Miami. Gordon iba conduciendo la limusina de Faron, abriendo la marcha, y, a medio camino de Jacksonville, se hizo a un lado y detuvo el coche. Nosotros nos paramos detrás. Salimos todos de los coches y Gordon se acercó a Luther, que era el que iba conduciendo mi coche.
–¿Tienes sueño, Luther? –preguntó Gordon.
–Desde luego que sí –dijo.
–Tómate una de éstas. Te mantendrá despierto –y le dio a Luther una pequeña pastilla blanca con una cruz inscrita en la superficie.
–¿Qué son? –le pregunté a Gordon.
–Bencedrinas –dijo.
–¿Son nocivas? –pregunté.
–No lo creo –dijo Gordon–. A mí nunca me han hecho daño. Mira, tómate una. Te hará desear llegar a Jacksonville y seguirás sintiéndote bien una vez estemos allí.
Me tomé una de aquellas pastillas blancas y me metí en el coche con Gordon. En treinta minutos me sentí refrescado, completamente despierto y locuaz.
Aquella noche en Jacksonville aún no había pegado ojo en el momento en que empezó el concierto.
Me tomé otra de las pastillas de Gordon y comencé la actuación sintiéndome estupendamente. Fue a la noche siguiente, en otra ciudad, cuando, finalmente, me vino el “bajón” de las dos pastillas. Me dejaron exhausto, pero había descubierto algo que, sinceramente, pensé que sería bueno para mí.
Con todos los viajes que tenía que hacer, y llegando como llegaba siempre a las ciudades, harto y agotado, aquellas pastillas podrían estimularme y darme las fuerzas que necesitaba para salir a cantar.
Conseguí un puñado de aquellas pequeñas pastillas blancas de manos de Gordon. Aquellas pastillas blancas fueron sólo las primeras de una variedad de doce, o más, de diferentes formas y tamaños. Los camioneros las utilizaban, de la misma manera que las usaba la gente con problemas de sobrepeso. Las llamaban anfetaminas, Dexedrina, Bencedrina y Dexamina. Tenían un buen montón de agradables nombrecillos para identificarlas, y las hacían de todos los colores.
Si no te gustaban las verdes podías conseguir las naranjas. Y si querías comportarte de manera extraña podías tomarte una de las negras. Con las negras podías ir a California y volver de un tirón en un Cadillac del 53 sin necesidad de dormir.
Dentro de aquel bote de pastillas blancas, que sólo costaba ocho o diez dólares (con cien pastillas), venía, sin ningún coste adicional, el demonio llamado Engaño. Durante el primer año, o los dos primeros, al tomar anfetaminas de forma bastante habitual, descubrí nuevos límites para mi resistencia y mi talento interpretativo.
Siempre me había gustado actuar, pero nunca me había subido a un escenario sin experimentar aquellas “mariposas” en el momento en que se hacía mi presentación. Con un par de pastillas en el estómago, “bennies” como las llamábamos, aquellas “mariposas” dejaban de manifestarse. En vez de eso, obtenía valor y confianza.
En ocasiones, en la época en que empecé a utilizarlas, creía honestamente que las bennies eran un regalo de Dios para ayudarme a ser un intérprete mejor. Mi energía se multiplicaba. Mi ritmo era magnífico.
Disfrutaba cada canción de cada concierto y podía actuar con una intensidad torrencial e implacable. Estimulaban la mente, me hacían pensar más rápido y me hacían hablar más.
Si alguna vez me había sentido tímido ante la audiencia, a partir de entonces ya no volvería ocurrir. Soltaba parrafadas entre canciones que mantenían a la gente atenta y entretenida. Era bien parecido extrovertido, energético: ¡Amaba a todo el mundo!
De ese modo el engaño fue completo, así que las usaba cada vez más, hasta que llegó un momento, en 1959 o 1960, en que ya no pude prescindir de ellas. Era muy fácil conseguir las pastillas en cualquier lugar. Al azar, llamaba por teléfono a uno de los médicos de las Páginas Amarillas y decía:
–Doctor, le habla Johnny Cash. Dentro de poco tengo una gira y me esperan muchas millas de carretera nocturna. Necesito unas cuantas de esas pastillas dietéticas para mantenerme despierto.
En aquel entonces creo que ni los doctores mismos eran conscientes del peligro de aquellas pastillas, porque jamás tuve ningún problema para conseguirlas antes del 63 o el 64. Después de hacerme adicto a ellas, acudía al mismo doctor para otra receta y decía:
–Quizá en esta ocasión podría darme las tabletas de diez miligramos en vez de las de cinco, para que sólo tenga que tomarme una cada vez.
Aprendes todo tipo de pequeñas triquiñuelas como esa. Tu mente comienza a intrigar, muy abajo, en el último rincón del sudeste, para sacarle algo más a los médicos, un poquito más por aquí y otro poquito más por allá. Cuando llegas a ese punto, cada vez necesitas algo un poco mejor, algo un poco más fuerte.
A veces iba tan puesto que llegaba a situarme por encima de mi conciencia, pero cuando venía el bajón, seguía estando allí, donde siempre. De vez en cuando me preocupaba un poco la posibilidad de que las pastillas estuviesen empezando a hacerme daño, pero me tomaba otra pastilla y la preocupación se desvanecía.
Antes de quedarme realmente enganchado, llegaba a darme cuenta de lo que estaba ocurriendo y pensaba: “¿Qué me estoy haciendo?”. Ahora me vienen a la memoria entrevistas en las que llegaban las preguntas y no podía pensar en las respuestas. O en las que estaba contestando y entonces, de repente, justo en medio de la respuesta, me olvidaba de la pregunta. Y me di cuenta de que se trataba de las pastillas.
Regulaban mi mente y empezaban a hacerse con el control. Todo el mundo notaba el cambio que las pastillas habían provocado en mí. Mis amigos bromeaban acerca de mi “nerviosismo”. Tenía contracciones nerviosas en el cuello, en la espalda y en la cara. Mis ojos se dilataban. No podía estarme quieto. Me retorcía, me giraba, me contorsionaba y hacía crujir los huesos del cuello. Por lo general, parecía que alguien me había metido el puño entre los omóplatos, retorciendo músculos y huesos, apretando mis nervios, torturándolos hasta el límite.
En casa, mi mujer y las niñas se despertaban a menudo por el ruido que yo hacía arrastrándome de un lado para otro en un desesperado intento por agotar el efecto de las pastillas. Más a menudo se despertaban por el sonido de mi coche arrancando cuando me iba a conducir temerariamente durante horas a través de las calles hacia las colinas y los desiertos de California hasta que, o bien destrozaba el coche, o me detenía, finalmente, de puro agotamiento.
En 1959 me mudé con mi familia a California y mi ruptura con la iglesia y con el estilo de vida y de oración que había llevado desde mi infancia fue casi completa. Me metí de lleno en el estilo de vida del sur de California y llegué a creerme que lo estaba disfrutando de verdad. Me di cuenta de que se podía cultivar el gusto por cualquier cosa, siempre y cuando no dejases de probarlo.
La mezcla de anfetaminas y alcohol era un veneno exasperante, y cambié drásticamente. Mi mujer y mis hijas temían a aquel hombre extraño en que me había convertido.
A los largos períodos de ir “colocado” les seguían las depresiones. Me hundía por la carga de la culpa y luchaba para obtener la fuerza que necesitaba para combatir las adicciones que estaban haciéndose con el control de mi mente. Mi gran error, en cualquier caso, fue que no me entregué a Dios. Insistí, más bien demasiado, en el “orgullo” y en el “amor propio”, diciéndome a todas horas: “En realidad, no eres tan malo”.
El demonio llamado Engaño se convirtió en mi más íntimo compañero. Nunca me dejaba solo durante mucho tiempo. El efecto de sequedad de las anfetaminas, junto a los cigarrillos y al alcohol derivó en una laringitis crónica. La laringitis duró unos días, que luego se convirtieron en semanas.
En el Carnegie Hall de Nueva York sólo fui capaz de susurrar. Aquel concierto iba a constituir un punto de inflexión en mi vida por lo que había llegado a Nueva York dos días antes para hacer entrevistasen la radio y en la televisión.
Una de las apariciones que hice fue en el “Show de Mike Wallace”. Por aquel entonces solía ponerme a la defensiva. Sabía que la gente que estaba al corriente de los efectos del hábito en el que me estaba metiendo, como Mike Wallace, se daría cuenta de lo que me pasaba en cuanto se percatase de mis contracciones, de mi boca seca y de mis pupilas dilatadas. Lancé una mirada de odio a Mike.
–¿De verdad te gusta el mundo del espectáculo? –me preguntó Mike.
–Es mejor que recolectar algodón –le respondí en el acto.
–¿Qué otras cosas hacías en Arkansas además de recoger algodón? –inquirió.
–Mataba serpientes –dije con una sonrisa irónica, pensando que estaba siendo tremendamente listo.
–La verdad es que tú también pareces un poco serpentino –dijo Mike.
–Ten cuidado, no vaya a morderte –respondí.
Cambió rápidamente de tema.
–¿Por qué traer la música country al Carnegie Hall? –preguntó Mike.
–¿Por qué no? –gruñí.
Y la entrevista terminó.
La noche siguiente, mis teloneros, la Carter Family, Trompall y los Glaser Brothers, y Merle Kilgore me salvaron la actuación. Sólo podía susurrar. Y por más que lo intentaba, una canción detrás de otra, durante una hora, no podía cantar.
El público estaba disgustado pero aceptó con reservas la explicación de M.C. cuando les explicó que había cogido un resfriado fatal y que tenía laringitis.
Encontré un rincón oscuro detrás del escenario y me senté allí sumido en una profunda depresión. Mother Maybelle Carter y sus hijas Helen, Anita y June se acercaron donde estaba para intentar animarme.
–Hemos estado rezando por ti esta noche –dijo June.
–Siento no haber estado rezando con vosotras –suspiré.
Conocía a Merle Kilgore desde finales de los cincuenta. Nos conocimos en casa de Johnny Horton antes de que éste se matase en un accidente de coche en 1960. Aún sigo siendo amigo de Kilgore. Él y yo empezamos a tomar pastillas más o menos al mismo tiempo, aunque nos afectaron de manera diferente.
Yo me volví intensamente activo, nervioso, inquieto y, después de un tiempo, destructivo (no sólo destruía muebles y coches, sino que abusaba de mí mismo y me pasaba días y días sin dormir).
Kilgore, en cambio, se sentía feliz cuando las ingería. Hablaba a toda velocidad. Le caía bien todo el mundo y todo el mundo le apreciaba. A veces, se quedaba misteriosamente silencioso, a veces en un estado profundamente espiritual. Era muy divertido y le gustaba probar un poco de todo.
–Déjame que te hipnotice –me dijo una noche después de un concierto.
–OK –dije–. ¿Qué tengo que hacer?
–Mírame a los ojos –dijo Kilgore.
Le miré fijamente.
–Cuando cuente hasta tres, cerrarás los ojos y no podrás abrirlos –dijo Merle.
Le miré fijamente.
–Uno... Dos... Tres... Ciérralos.
Cerré firmemente los ojos.
–Ahora escúchame, Cash –dijo–, vas a entrar en un profundo trance... cada vez más profundo... más profundo... más profundo. Ahora estás en un trance profundo.
Estaba teniendo problemas para mantener los ojos cerrados a causa de las bennies, pero los apreté con fuerza.
–Vamos a ver si viviste una vida anterior –dijo Merle–. Ahora vas a retroceder en el tiempo... cada vez más atrás... más atrás... hasta antes de que nacieras. Ahora mantén los ojos cerrados y concéntrate. ¿Qué ves? ¿Qué sientes?
Podía percibir la excitación en su voz, así que pensé en seguirle el rollo para divertirme.
–Aquí hace calor y hay mucha humedad –dije.
–¡Guau! ¿En serio? –dijo–. Ahora escucha, Cash. Vamos a profundizar más y más. Vamos a entrar en un trance muy profundo. Más profundo... más profundo... hacia el pasado. Ahora cuéntame, ¿qué es lo que ves? ¿Qué sientes? ¿Quién eres?
Hice una larga pausa, sacándole todo el partido a la situación. Finalmente, dije:
–Soy un esclavo hebreo en Egipto.
(Acababa de ver la película Los Diez Mandamientos).
–¡Guau! ¿En Egipto? Bueno, uh, déjame pensar. ¿Qué puedes contarme? ¡Ya lo tengo! ¿Quién es el faraón?
–Mmmmm, no lo sé –dije–. Simplemente le llamamos el Faraón.
–¿Qué estás haciendo? –dijo Merle, empezando a calarme.
Abrí un ojo y observé furtivamente a Merle.
–Haciendo ladrillos de barro –dije.
–Me estás tomando el pelo, Cash –dijo.
–Lo siento, Kilgore –dije–. No puedo entrar en trance.
–De acuerdo –dijo–. Pero no volvamos a jugar más con este asunto.
Cuantas más pastillas tomaba, más impredecible y violento me volvía. Merle no podía entenderlo. Iba a su apartamento docenas de noches y le despertaba porque necesitaba alguien con quien hablar. A medida que fue pasando el tiempo y mi estado fue empeorando noté un cambio en la actitud de Merle hacia mí.
Intentó tolerarme, a mí y a mis intrusiones en su intimidad, mi invasión de su casa, pero me volví tan pesado que empecé a “no encontrarle en casa”. Al final, le evité a propósito porque había caído tan bajo que me avergonzaba enfrentarme a él la mayor parte del tiempo.
En Las Vegas, unos meses más tarde, donde tenía un compromiso de una semana en una sala de un pequeño hotel del centro, Tompall y los Glaser Brothers fueron los que de nuevo cargaron con el peso de la mayor parte del concierto. Las anfetaminas, el alcohol y los cigarrillos, unidos al aire seco de Nevada, me arrebataron de nuevo la voz. Cada noche me volvía más débil y con el uso continuado de la droga perdí de vista mis obligaciones para con mi audiencia.
Cuando me disponía a salir de mi habitación para dirigirme a la sala, la cuarta noche, respondí a una llamada en la puerta. Allí estaba Roger Miller.
–Me voy a encargar de tu concierto esta noche –dijo.
–¿Quién ha dicho tal cosa? –pregunté.
–Yo –dijo Roger–. Tú no puedes.
–¿Cómo estás tan seguro de que no puedo? –susurré.
–Cántame Folsom Prison Blues –dijo Roger.
–La cantaré sin problemas –dije.
–Muy bien, pues adelante, hazlo. No puedes.
–Sí puedo.
–Atrévete.
–No te preocupes por mí, Roger –dije–. Puedo hacer mi actuación. Hasta hoy no he necesitado que nadie me sustituya.
–Aguarda un momento, tío estupendo –dijo Roger–. Soy tu amigo, ¿recuerdas? Soy una de las más grandes autoridades en pastillología de todos los tiempos, y Roger dice que el tío fabuloso que tiene delante va a tomarse un descanso esta noche.
–¿Quién te ha hecho venir? ¿Tompall? –pregunté.
–No –dijo, dándole vueltas a la respuesta–. Ha sido mi sangre india. Me he dicho a mí mismo: “Roger, tu hermano, Cash que Corre y se Dilata, ha adquirido ese aspecto flaco, hambriento y seco. Ve, me dije, ve hasta ese agujero del infierno en medio del desierto en donde se encuentra y releva al de los grandes suspiros.”
–Gracias por venir, Roger –dije–. Quizá pueda hacer lo mismo por ti algún día.
–No te lo tomes como una deuda –dijo–, y yo tampoco lo haré.
Y se dirigió a la sala para ocupar mi lugar. Roger Miller me sustituyó aquella noche, y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Luego me llevó en coche hasta California. Hasta aquel momento había sido habitual del Grand Ole Opry durante un par de años, y, de cuando en cuando, hasta el año 1965, aparecí como invitado especial. Pero estuve en la carretera la mayor parte del tiempo enganchando una gira detrás de otra.
Ocasionalmente, me perdí alguna actuación a causa de la laringitis y cancelé nueve de cada diez sesiones de grabación que mi productor contrató. Un sábado por la noche, en Nashville, durante una aparición en el Grand Ole Opry, llegué al Ryman Auditorium tras haber estado consumiendo regularmente pastillas durante varias semanas. Mi voz se había extinguido, y había perdido unos cuantos kilos. Había bajado hasta setenta y cuatro kilos. Aquella aparición de pesadilla me condujo a una aleccionadora comprensión de lo que me estaba haciendo a mí mismo.
La banda empezó con un tema, y yo intenté sacar el micrófono de su soporte. En mi enloquecido frenesí fui incapaz de hacerlo. Semejante ridícula complicación en mi estado mental fue más que suficiente para hacerme explotar en un ataque de furia. Cogí el pie del micrófono, lo estrellé contra el suelo y, a continuación, lo arrastré por el borde del escenario, reventando cincuenta o sesenta candilejas. Los cristales se hicieron pedazos y se extendieron por todo el escenario y sobre la audiencia.
La canción terminó abruptamente y yo salí del escenario hasta quedar, cara a cara, frente al director del Grand Ole Opry. Amable y tranquilamente me informó:
–Ya no podemos seguir empleándote en el Grand Ole Opry, John.
No pude responder. Me había despejado en menos tiempo del que se tarda en pestañear. Salí por la puerta de atrás del edificio del Grand Ole Opry, me metí en mi coche y comencé a conducir. Tras un par de manzanas, me encaminé hacia el sur por las zonas residenciales para evitar los coches de policía de la autopista. Entonces empecé a llorar y no pude ver lo suficiente como para seguir conduciendo.
Empezó a llover y cuando acerté a poner en marcha los limpiaparabrisas, el coche viró bruscamente y se estrelló contra un árbol que había junto a la calle. Me desperté en la sala de emergencias de un hospital con la nariz y la mandíbula rotas. El coche quedó totalmente destrozado.
Un amigo mío, Gene Ferguson, uno de los hombres de Columbia Records, vino a recogerme y me llevó a su casa para que me recuperase.
Descárgate el comic Anillo de Fuego
1 comentarios:
A esta época corresponden las canciones incluidas en el reciente BOOTLEGS Vol II, al que hicimos referencia en una anterior entrada del Blog.
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