¿Qué es una ciudad segura? ¿De qué materiales está hecha una buena convivencia? ¿Quién nos protege? Para leer a propósito de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
Esta entrevista de Amador Fernández-Savater con María Naredo, publicada el 23 de enero de 2010 en el diario Público, se incluye en Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación. La ilustración es de Acacio Puig.
María
Naredo es jurista. Especializada en género y derechos humanos,
fue responsable hasta 2006 del Área de Mujeres de Amnistía
Internacional. Ha publicado diferentes trabajos sobre pobreza,
criminalización y cárcel. En los últimos años ha realizado varias
investigaciones sobre alternativas al concepto actual de seguridad.
Mi
amigo Óscar hizo esta entrevista conmigo en la librería Traficantes
de Sueños.
¿Cuál
es tu relación personal con la cuestión de la seguridad y el
espacio urbano?
Yo
estudié Derecho y al acabar la carrera pasé un año en Italia, más
concretamente en Bolonia. Ese año trastocó todos mis conocimientos
aprendidos sobre el tema. En concreto me puso en contacto, no sólo
con el uso y la finalidad del Derecho como herramienta de poder y
mantenimiento del statu quo, sino también con experiencias políticas
de seguridad urbana contrarias a las hegemónicas, ensayos de
repensar la seguridad urbana. Contacté con un grupo llamado
“Bolonia, citta aperta” que hacía una serie de cursos,
dirigidos a ayuntamientos y a personas que trabajaban en los
municipios, tratando de repensar y replantear todo el tema de la
seguridad en las ciudades. Luego, con el tiempo, he desarrollado un
criterio diferente al que esta gente ensayaba, pero las bases del
tema de la seguridad y mi inquietud por él aparecieron allí en
Bolonia hace ahora once o doce años. En el año 96, muchas ciudades
italianas tenían administración comunista (por ejemplo, Bolonia)
y esos ensayos de otra seguridad trataban de conjugar la convivencia, los intereses de distintos sectores urbanos, el espacio público como foro de encuentro y la reivindicación de una ciudad europea frente a las ciudades-modelo más anglosajonas, estadounidenses. Se ensayaban por ejemplo espacios de mediación grupal entre comerciantes, vecinos de una zona y mujeres que se prostituían y necesitaban estar en esos lugares. Todo esto me pareció muy interesante y a la vuelta continué leyendo, investigando y oriéntandome por ahí.
y esos ensayos de otra seguridad trataban de conjugar la convivencia, los intereses de distintos sectores urbanos, el espacio público como foro de encuentro y la reivindicación de una ciudad europea frente a las ciudades-modelo más anglosajonas, estadounidenses. Se ensayaban por ejemplo espacios de mediación grupal entre comerciantes, vecinos de una zona y mujeres que se prostituían y necesitaban estar en esos lugares. Todo esto me pareció muy interesante y a la vuelta continué leyendo, investigando y oriéntandome por ahí.
¿Por
qué no te satisface el modelo actual de seguridad?
Porque
su concepto de seguridad es un embudo muy estrecho que define
simplemente la inseguridad como sinónimo de criminalidad callejera,
especialmente criminalidad contra la propiedad. Este concepto de
inseguridad deja afuera
muchas otras dimensiones del problema. No es una definición
gratuita, tiene su porqué y su para qué. Presenta la sensación de
inseguridad como única, cuando es una experiencia múltiple,
diversa. Permite canalizar un malestar social más complejo como
simple miedo a la criminalidad, evitando así el cuestionamiento de
las relaciones de poder (económicas, políticas, de género, etc.)
que lo provocan. Justifica una política cada vez más represora
frente a los grupos excluidos, señalados como chivos expiatorios y
el mal de todos los males. Y legitima finalmente la restricción de
libertades y derechos ciudadanos en nombre de ese combate contra el
crimen.
¿Qué
queda fuera del embudo?
Muchísimas
cosas. Por ejemplo, las fuentes de inseguridad de las mujeres
discurren por otros cauces. La dicotomía entre “espacio público
inseguro” y “espacio privado seguro” se tambalea por todos los
lados, porque donde mayor inseguridad encuentran las mujeres es en
sus relaciones íntimas. La percepción de inseguridad tiene mucho
que ver con la socialización. En esta sociedad patriarcal a las
mujeres se nos ha educado para estar muy alerta frente a peligros
difusos (el descampado, el violador anónimo en el espacio público,
etc.) y muy poco alerta ante las relaciones nocivas con los más
íntimos. Pero si en lugar de aprender a cuidarse de unas relaciones
desiguales en el espacio privado (laboral o doméstico), aprendes
sólo a temer al desconocido que te va a atracar y violar por la
calle, las relaciones de poder continuan en su engranaje
absolutamente bien engrasado. Eduardo Galeano escribía que “uno de
los miedos de nuestro tiempo es el miedo del hombre a la mujer sin
miedo”. El miedo sirve para buscar hombres protectores que son al
final la fuente de mayor opresión para las mujeres.
¿Quiénes
son los actores principales en este modelo de seguridad?
Aquí
la función protectora se ha delegado a estrategias e instancias
formales que ya en su origen no fueron creadas para garantizar
seguridad, sino más bien para producir disciplina. Hemos pasado de
confiar en nuestro entorno más cercano, en la solidaridad y el apoyo
mutuo, en el control informal del vecindario y las calles
transitadas, a tener como referentes únicos de seguridad a la
policía y los juzgados. Cuanto más solos nos sentimos, más
acudimos a instancias que no pueden garantizarnos la seguridad porque
no están realmente creadas para eso. Las instancias represivas
pueden en todo caso gestionar algunas situaciones extremas, no
procurar nuestra seguridad cotidiana. El modelo hegemónico funciona
en espiral: a mayor percepción de inseguridad, más represión, y a
mayor represión, más sensación de inseguridad. Recuerdo a mujeres
comentar, en algunos momentos donde la presencia polical se ha hecho
masiva en el barrio de Lavapiés: “el barrio está cada vez más
inseguro”. Porque si hay tanta presencia policial por algo será,
¿no? La relación entre las estrategias policiales y la producción
del propio miedo es una espiral. Eso sucede también en las
viviendas. Hoy parece que quien no tiene portero con cámara está ya
completamente desasistido. Todas estas estrategias -urbanísticas,
policiales y del propio mercado de la seguridad- crean todavía mayor
inseguridad y más necesidad de ir a buscar cada vez más lejos la
protección.
¿Por
qué crees que ha pasado esto? ¿Por qué hemos dejado de confiar en
el tejido social y sólo nos sentimos protegidos por la policía?
Cada
vez nos es más difícil encontrar las raíces de nuestros propios
miedos. Nuestros miedos difusos están cada vez más desordenados.
Hay toda una maquinaria mediática y de poder que se encarga de
desordenarnos en ese sentido. También tiene que ver cómo está
concebida la vida en la ciudad -los nuevos barrios, la zonificación
(trabajo en una parte de la ciudad, compro en otra, me divierto en
otra, me relaciono en mi casa, me muevo en automóvil)-, esa forma de
vida nos desarraiga de las relaciones de vecindad y de confianza en
el otro más cercano. Esto nos hace más vulnerables a esos miedos
que nos invaden por la vía de los medios de comunicación.
Pienso
que una de las claves de resistencia es retomar la vida de
vecindario, reapropiarnos de los espacios públicos y construir desde
ahí redes de auto-cuidados entre la ciudadanía, aunque
efectivamente las políticas municipales de esterilización y
desinfección de los espacios públicos nos lo pongan cada vez más
difícil. Como decía Jane Jacobs, “los propietarios de las aceras
deben seguir siendo las ciudadanas y ciudadanos”. Ni las cámaras
de vigilancia, ni la policía, sino la ciudadanía que transita el
espacio y lo hace seguro. Pero si abandonamos eso, pasará lo que ya
pasa en muchos barrios donde la gente vive atrincherada en sus
domicilios.
Más
que hablar de espacios seguros e inseguros -la seguridad y la
inseguridad pueden ser más bien un continuo-, me parece más
interesante hablar de relaciones seguras o inseguras. Cuanto más nos
relacionemos desde claves de cooperación y respeto mutuo, más
estaremos en disposición de vivir una vida más segura en todas
partes. Las políticas de seguridad hegemónicas no son muy
democráticas: se dirigen a proteger a un ciudadano-tipo (masculino,
propietario, etc.), pero no se han elaborado a partir de lo que la
gente piensa o siente. Todo viene de arriba a abajo. Por eso creo que
la salida es la reapropiación de la calle y la expresión pública
de lo que nos hace estar seguros o inseguros.
¿Qué
tipo de efectos produce el modelo hegemónico de seguridad? ¿Es un
simple placebo?
La
gente necesita expresar las inseguridades vitales y sociales. Vivimos
en un momento de mucha inseguridad estructural (crisis, precariedad
en el empleo, etc.). El modelo hegemónico de seguridad lo que ofrece
es una manera de canalizarla a través de un chivo expiatorio (el
inmigrante, etc.) y un lenguaje simplista que clasifica lo social en
bueno/malo, blanco/negro. Son políticas instrumentales,
políticas-biombo que canalizan los malestares y ocultan otras vías
de elaboración más molestas para el poder, para el sistema. El
nivel al que se está llegando en la construcción de chivos
expiatorios hace que la indignación que puede producirnos la
vulneración de los derechos de los excluidos quede bajo mínimos. ¿A
quién ha convocado la protesta contra la nueva ley de extranjería
que recorta derechos de modo lamentable a una buena parte de la
población? A muy poca gente, porque los afectados son “los otros”,
el “enemigo interno” que viene a quitarme el empleo, a atracarme
y a violar a mis mujeres. Si no hacemos nada para evitarlo esta
espiral se irá recrudeciendo: porque cuanto más malestar
necesitemos expresar, más necesidad habrá de un chivo expiatorio y
de castigos ejemplares.
¿Seguridad
y libertad son valores antagónicos?
En
el modelo hegemónico, sí. Concibe la seguridad como un derecho
“contra”: mi seguridad contra tu libertad, mi seguridad contra mi
propia libertad, mi seguridad contra la seguridad de otros ciudadanos
definidos como “peligrosos”. Porque, ¿quién se ocupa de la
seguridad de las prostitutas de la calle Montera? ¿Quién se ocupa
de la seguridad del que va a comprar droga a un poblado marginal
porque en el centro ya no se puede encontrar? Pero realmente, la
seguridad entendida como securitas,
es decir, como cuidado de sí, no sólo no es contraria a la
libertad, sino que está ligada a ella. Una ciudad segura es una
ciudad donde el tránsito es libre, donde podemos expresarnos, donde
no existen relaciones de opresión, etc. Empezando por la libertad y
la seguridad de las mujeres. Si hay dos franjas de población que
podrían hablar de manera muy diferenciada de sus necesidades de
seguridad son los hombres y las mujeres, aunque hay muchos hombres
que por su edad y su condición tienen necesidades de seguridad muy
parecidas a las de las mujeres (los hombres mayores, los niños, los
hombres con algún problema de movilidad…). Pero hablando en
general existe esa diferencia.
¿Qué
tipo de ciudad construye este modelo hegemónico de seguridad?
Construye
una seguridad más virtual que real en una ciudad disciplinada, en la
cual los espacios públicos son referente de inseguridad porque son
lugares de encuentro entre ciudadanía potencialmente diversa. Por
tanto se conciben como espacios de circulación y no de relación.
Construye una ciudad donde hay “islotes de seguridad”: zonas
defendibles, urbanizaciones que viven hacia dentro, centros
comeciales tipo panóptico, etc. Islotes de seguridad en un espacio
bastante esterilizado, poco dado a la confluencia entre personas, al
encuentro espontáneo.
¿Lo
que se teme es la relación?
Más
bien: la relación entre desconocidos en el espacio público. En la
experiencia de las mujeres hay relaciones muy peligrosas, pero suelen
ser entre conocidos y en espacios privados: laborales o domésticos.
Sin embargo, este modelo ha tomado más la experiencia masculina que
dice que la inseguridad viene más bien del encuentro entre
desconocidos en el espacio público. No sólo la experiencia
masculina en general, sino la experiencia masculina particular de un
hombre de clase media, motorizado por lo general, propietario…
¿Dices
que ese modelo hegemónico de seguridad se puede calificar de
masculino?
Digo
que es un modelo que encaja más con las fuentes de inseguridad
masculinas que con las femeninas. Las fuentes de inseguridad de las
mujeres son más diversas, como también lo es su uso de la ciudad.
En general los hombres hacen un uso más pendular de la ciudad
(casa-trabajo-centro comercial), mientras que las mujeres nos movemos
por la ciudad de modo más reticular, precisamente porque la vida nos
hace desempeñar tareas más complejas (de cuidados, en el trabajo,
el ocio…). Concebir la seguridad asociada estrechamente a la
criminalidad callejera contra la propiedad, obviando otras fuentes de
inseguridad, encaja más con el estilo de vida masculino de un
determinado, como ya digo, tipo de hombre: clase media, propietario
que tiene que defender su propiedad, etc. Por supuesto hay hombres
que tienen otras necesidades de seguridad, pero que son excluidos de
ese modelo hegemónico.
En
El
país del miedo,
la última novela de Isaac Rosa, el protagonista es uno de esos
ciudadanos-tipos de que hablas (hombre, clase media, propietario…).
Sin embargo, tiene en su interior todos los miedos imaginables.
¿Crees que el modelo hegemónico de seguridad protege siquiera a
quien dice proteger?
Yo
diría que el modelo hegemónico de seguridad trata de inocular ese
miedo. Este modelo no tendría justificación sin el miedo. El miedo
del ciudadano es el ingrediente básico que le da sentido. Como dice
un amigo, no hay sociedad más disciplinada que la que tiene miedo y
está hipotecada. Ciudadanos con hipoteca y con miedo son ciudadanos
más fáciles de gobernar. La novela de Isaac Rosa muestra muy bien
lo potente de lo simbólico de las políticas de seguridad, qué bien
les viene el miedo, la búsqueda de chivos expiatorios… Incluso
gente como el protagonista de la novela, más o menos de izquierdas,
sienten en su fuero interno un rechazo a esos sectores excluidos
porque son “el otro” queramos o no queramos.
Además,
estos ciudadanos-tipo son también más victimizados en el espacio
público que las mujeres. ¿Qué sucede? Las mujeres aprendemos muy
pronto a auto-protegernos, a no transitar por determinados lugares.
Los hombres van más seguros y eso les hace enfrentarse más a menudo
objetivamente con el peligro. Las mujeres mamamos todas esas medidas
de auto-protección. Pero eso no es inocuo, sino que tiene un gran
coste para nuestra libertad de tránsito por la ciudad, nuestra
auto-confianza y la confianza en las personas desconocidas. Nos han
enseñado que hay que temer muchas más cosas, que tienes que
defenderte de muchas más cosas en el espacio público. El cuento de
Caperucita es un cuento escrito para mujeres, todo eso se transmite
de generación en generación.
¿Tememos
a cualquiera, un peligro que viene de cualquiera, o a “grupos-riesgo”
determinados?
El
trabajo depurado del modelo hegemónico de seguridad es canalizar
nuestros miedos difusos hacia determinados colectivos bien visibles y
diferenciados. Las diferencias no sólo se dan entre la población
autóctona y la migrante, sino también entre los diferentes
colectivos migrantes. Esas inseguridades que no logramos canalizar
por otros lados se canalizan ahí. El círculo se cierra bastante
bien. Es más una espiral que un círculo: cuanto más malestar, más
política represiva reclamo, tolero o justifico, pero todo ello me
hace estar más alerta. En realidad no se ofrece verdaderamente una
solución, porque se necesita el miedo como caldo de cultivo. ¿Y
para qué sirve todo esto? Para mantener el statu quo, las relaciones
de poder de género, de clase y de etnia: control migratorio
policial, control de los barrios, imposición de nuevas formas de
vida urbana que sin ese miedo serían tan aburridas que la ciudadanía
las rechazaría… Hay que vivir con mucho miedo para querer vivir en
un búnker.
Hablas
de inventar otra seguridad, una seguridad que llamas “relacional”,
¿en qué consiste?
Frente
al espacio público esterilizado, frente a las políticas represivas
y de exclusión social, frente a la seguridad de arriba a abajo, hay
que oponer una seguridad basada en el encuentro, la relación y el
diálogo. Se trata de pensar la seguridad, no como un derecho
“contra”, sino como un gran pacto de convivencia entre los
diferentes “cuidados de sí” de una ciudadanía múltiple y
diversa. Un pacto donde una parte de la ciudadanía no imponga a otra
sus necesidades de seguridad o le eche a la cara sus miedos, sino
mediante el que sea posible encontrarse, hablar de los miedos, poder
bucear en nuestras realidades hasta llegar a las raíces reales de
nuestro malestar e inseguridad, plantearnos qué es lo que me resulta
agresivo u opresivo del otro, empezando por las relaciones personales
y siguiendo por las relaciones más grupales, pero a partir del
cuestionamiento de las relaciones de género, laborales, de uso del
espacio público, etc. Otra seguridad pasa por saber y por generar la
confianza de que si te pasa cualquier cosa en la calle, está el
tendero de la esquina, la vecina del quinto o el del bar de abajo,
que siempre hay gente cerca con la que puedo contar. Si la ciudadanía
se reapropia de las aceras y las calles, la seguridad vendrá por
añadidura. Pero si las abandonamos a la policía y las cámaras de
seguridad, ocurrirá lo que ya pasa en muchos barrios donde la gente
vive atrincherada en sus domicilios.
¿Hay
experiencias concretas que den ejemplo de esta otra seguridad?
Hace
ya años, desde la década de los 90, a partir de experiencias en
municipios canadienses, se empezó a trabajar lo que se llama “mapas
de inseguridad desde el punto de vista de las mujeres”. En los
municipios vascos se está elaborando un “mapa de la ciudad
prohibida”. Las mujeres hablan sobre sus miedos, sus modos de
circular por la ciudad, sus formas de relacionarse. Ya no es un
policía quien define mi miedo, sino que tengo que definirlo yo y
además hablarlo con mis vecinas. Al mismo tiempo se realizan
“caminatas” colectivas de reencuentro y reapropiación de
espacios públicos normalmente vedados a las mujeres por razones
varias (su situación objetiva, razones culturales…). Todo esto
parte del convencimiento de algunas organizaciones de mujeres de que
el espacio público no es vivido de la misma manera por mujeres y
hombres, porque en muchos casos las mujeres tienen miedos difusos
que, sumados a las experiencias de auto-protección aprendidas desde
la infancia, hacen que no transitemos libremente por el espacio
público (aunque por otro lado hacen que tengamos un radar más
sensible hacia espacios desagradables, mal cuidados o mal iluminados,
etc.). La parte más interesante de estas iniciativas es la
participación directa de la ciudadanía en la definición colectiva
de sus miedos y formas de seguridad.
Hay
otras partes que no me convencen tanto, como lo que se llama
“prevención situacional”: pensar que por poner dos farolas en
una calle, el tema de la seguridad está resuelto. Hay quien plantea
este tipo de mapas como maneras de detectar espacios hostiles,
entonces se pone algún artilugio en ellas y punto. Un ejemplo de
cómo se pueden pervertir estas iniciativas es el mapa de la
seguridad de Madrid. Plantea, a partir de estrategias concebidas en
despachos por arquitectas, funcionarios de la administración y
policía municipal, talar por ejemplo determinados árboles porque
pueden ser focos de inseguridad, iluminar mejor una calle, etc. No se
va a la raíz, sino a esterilizar el espacio. Se piensa revitalizar
los centros de las ciudades, el comercio tradicional o el pequeño
comercio: “políticas de mezcla de usos” se llaman. Vale, muy
bien. No hay nada más inseguro que una calle vacía. Pero todo esto,
¿a costa de quién? Las mujeres que se prostituían en la calle
Montera han llegado expulsadas a zonas como los polígonos de
Villaverde, Fuanlabrada, etc. Allí no las molesta la policía, pero
ahora están más desprotegidas, son más vulnerables a la agresión
de un chulo, de un cliente. En la “prevención situacional” prima
lo estético: mejor ocultar algunas cosas aunque sea en detrimento de
la seguridad de estas mujeres. Pienso que la mejor solución pasa
porque la gente se reapropie de los espacios, los repiense, exprese
qué siente seguro o inseguro, lo comparta con otros, etc. En Italia
se han lanzado también iniciativas de mediación inter-grupal:
procesos para pensar cómo se plantea el espacio de tal manera que
ningún grupo se sintiese excluido.
¿Qué
piensas de esas iniciativas de mediación que parten muchas veces de
las instituciones?
Todo
lo que tenga que ver con crear puentes de diálogo añade complejidad
y eso me parece bien. Es más complejo dialogar que excluir e
imponer. Es verdad que cuando existe una cultura, alimentada desde lo
institucional, de racismo, xenofobia, miedo al otro, es muy difícil
que luego se establezca una figura de mediación inter-grupal que sea
recibida con los brazos abiertos y que todo fluya como la seda. Las
políticas y los mensajes institucionales van por un lado y por otro
van estas pequeñas iniciativas casi marginales que son las que
habría que potenciar. Cuando la centralidad de las políticas lleva
un enfoque excluyente, que incluso se podría calificar de “xenofobia
institucional”, ¿cómo entender luego esas otras figuras? Pueden
ser un simple escaparate (“mira lo modernos que somos y lo que
estamos haciendo por la integración en el barrio”), o bien
funcionar como simple válvula de escape de conflictos vecinales muy
explosivos. Eso es cierto. La alternativa desde mi punto de vista
pasaría por un replanteamiento muy de raíz que tome la relación
con el otro como algo fundamental, no como algo que no tiene remedio
pero que ojalá no se diera. Todo esto supondría delegar mucho menos
en las estrategias de control formal (policía, juzgados, etc.), que
deberían estar ahí sólo para gestionar situaciones extremas. Pero
esas otras inseguridades de las que hemos hablado deberían
elaborarse desde la cercanía, la participación, la relación, etc.
Así desentrañaríamos esas raíces más profundas.
Los
miedos de los que hablas, ¿son virtuales o tienen una base real?
Yo
no digo que esos miedos no tengan una base real, que no tengan que
ver por ejemplo con el hecho de tener que compatibilizar de pronto el
uso del espacio público con un grupo de ciudadanos que ha venido
nuevo y que a uno le resulta hostil. Yo no digo que eso no sea
realidad en muchos barrios. Pero creo que la virtualidad empieza
cuando los medios de comunicación o determinadas políticas me hacen
ver a ese vecino nuevo como un potencial delincuente. A lo mejor
alguno lo es, pero no todos. Sin embargo, lo virtual es que yo
represento en mi imaginario a ese grupo de personas como un colectivo
que me va a hacer mal. Ahí está la desconexión con lo real y ahí
es donde habría que trabajar. Evidentemente, los problemas están y
cuanto más complejo es un vecindario más problemas de composición
tiene, pero también más riqueza. Reducir esa complejidad mediante
fórmulas simples que dividen la ciudadanía en buenos y malos, los
que tienen derecho a ocupar el espacio público y los que no…
Precisamente porque hay complejidad, muchas más instancias deberían
ser convocadas a la participación, no sólo la policía, como ocurre
en el modelo hegemónico de seguridad. También figuras vecinales,
organizaciones, ciudadanía en general, comerciantes… Una
dinamización espontánea del espacio público daría mucha más
seguridad al barrio que las políticas de control maquilladas con
alguna figura de dinamizador cultural con un margen estrechísimo de
maniobra.
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