...Ante lo cual, nosotros, Dadás, sólo teníamos exclamaciones y gestos afirmativos. Dadá era la patada donde la espalda pierde su nombre y el puñetazo en la cara a estos virtuosos aprendices de la civilización. El aspecto parcialmente indefinible de Dadá era tan refrescante para nosotros como la inexplicable realidad del mundo. El hecho de llamar Tao, Brahma, Om, Dios, Fuerza, Espíritu, Indiferencia o cualquier otra cosa a esa trompeta espiritual es indiferente: dadas las circunstancias, siempre son las mismas mejillas las que terminan hinchadas. Dadá no invita, Dadá es un torbellino nacido de su propia periferia, descendido de un estado de ser general, que arrastra a los hombres, los precipita, los sacude, los pone en pie –o los deja tumbados–. Dadá, en definitiva, consciente de su continua movilidad, no quiere, frente a otras tentativas bonachonas de transpiración, ofrecer posibilidades intelectuales de comprenderlo; él mismo se ve distinto mañana de lo que es hoy. Desde este punto de vista, Dadá mira irónicamente a los llorones de la civilización occidental y actúa en un mundo que permanece indefinidamente idéntico a sí mismo, donde existen fantasmas, realidades, lo absoluto, las dimensiones, el número, el tiempo e incluso alguna cosa más o también nada de eso. Se hace cargo de sí y de este mundo como de su destino, sin fatalismo, como su propia y ridícula gravedad. Dadá no se avergüenza de la estupidez de la que se le acusa, ve con demasiada claridad los rincones profundos y recónditos del pensamiento de quienes le reprochan su incapacidad, sus retruécanos, sus excesos o sus blufs. ¡Se siente demasiado asqueado por los santuarios de los grandes hombres de nuestra civilización, ay, cubierta de gloria! Dadá conoce todos los aspectos positivos y negativos de esta civilización burguesa –y tiene finalmente ganas de iluminar esta cultura de una forma un poco menos irónica–. Alrededor de Dadá, cocineros de prácticas espirituales sacan de minúsculas varitas pequeñas chispas ardientes de una Nada negra y boquiabierta para avivar el fuego de paja de sus cerebros.
Ilustración: Raoul Hausmann y Johannes Baa der: Portada de Der Dada I, junio 1919.
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