(fragmento de Mayo del 68 y sus vidas posteriores, de Kristin Ross)
(...) como muestran testimonios como el de Martine Storti, la individualidad puede completarse y no verse anulada con la colectividad y una experiencia puede ser seria y alegre al mismo tiempo. De hecho, la naturaleza de las experiencias revolucionarias colectivas parece requerir los dos estados a la vez; al menos, esa es la forma en que se recuerdan:
"Si bien no pretendo saber comunicar el significado de Mayo, sí sé lo que hice durante las semanas de mayo y junio del 68, y puedo afirmar que para mí siguen siendo el arquetipo de la alegría pública... Sin duda, cada persona vivió Mayo a su manera. La mía fue alegre y seria. Ni siquiera me di cuenta de que todo París se dirigía a la Sorbona, que era el sitio “a la última”. Es verdad que pasé casi todo el tiempo en la Sorbona o en Censier, pero iba corriendo de una reunión a otra, de una asamblea general a otra y no tenía tiempo de ver a las celebridades paseando por el campus. No participé en la ocupación del teatro Odeon, de hecho en cierto modo me parecía una acción que rozaba la indecencia. ¿Era consciente de lo que se ha llamado “Fiesta de Mayo”? Sí, si se le llama fiesta a manifestarse todos los días o casi todos los días, o creer que por fin era posible cambiar el mundo, compartir con los demás esa esperanza, y a partir de ese día a día vivir con esa especie de ligereza que he descrito antes. No, si se le llama “fiesta” a querer “todo, en seguida” [Tout, tout de suite], buscar un “goce sin trabas” [jouir sans entraves] o “prohibir las prohibiciones” [interdire d’interdire]. Para ser sincera, yo le daba poca importancia a estos eslóganes; pese a su aparente radicalismo, me parecía que apenas eran revolucionarios. Pensaba que la sociedad podía digerir esos desafíos pero no el desafío que presentaba un eslogan como “el poder para los trabajadores”.
Lo que se borra en el estereotipo de la “fiesta de Mayo” es la experiencia que Storti prefiere describir como “alegría pública”: la relación con lo colectivo o con formas en que el placer –incluido el placer de expresarse– no se veía o sentía entonces como en los ochenta: como un fenómeno aislado e individualista. “Era posible creer que nos movía el pueblo porque había una huelga general y todo el mundo estaba en movimiento. Todos vivían más allá de los límites intelectuales, emocionales y sensoriales: cada persona existía más allá de sí mismo”. El “más allá” de sí mismo mencionado en esta descripción corresponde a la formación de una unidad que ya no es una individualidad sino la relación de una individualidad con otra; se trata de un “uno” que mantiene la identidad individual y colectiva y la alteridad juntas de una manera indisociada e indisociable. Es el “nosotros” que surge si nos fijamos atentamente en el comentario de Lucien Goldmann sobre el hecho de que el pronombre personal “yo” no tiene, de hecho, plural: “nosotros” no es el plural de “yo”, sino algo de una naturaleza distinta. En su gráfico análisis del rumor y la comunicación durante la insurrección, Evelyne Sullerot evoca esa relación totalmente distinta entre el yo y los otros, la interfaz del individuo y la colectividad, fijándose en un lugar insólito hasta ahora en las investigaciones: la fenomenología concreta del uso del transistor durante las manifestaciones de Mayo. Sullerot analiza los efectos de lo que se podría describir como una comunicación puramente horizontal, instantánea y “paralela” que se desarrolló poco después de que la televisión quedase desacreditada y los periódicos se vieran desbordados por los acontecimientos, en un momento en el que sólo quedaba la radio, a través de emisoras locales de onda corta. “La ubicuidad de la información por medio del transistor”, señala, “parecía dar, a los ojos de muchos participantes, a cada individuo su propia autonomía de criterio sin separarle de la masa”. También cita la descripción de una estudiante:
El 6 de mayo estaba en Denfert-Rochereau. Desde allí fui a St. Germain-des-Prés. Mucha gente iba con transistor. Era maravilloso. Era información instantánea y todo el mundo podía configurar su estrategia personal. Me daba la impresión de que el individuo no era una oveja más del rebaño. El individuo pensaba. La gente se agrupaba en torno a los transistores. Después se apartaban todos y cada uno se hacía su propia idea de lo que había escuchado, a veces tras un breve comentario a la gente con la que se había estado escuchando: “Bueno, van para allá. Vamos a ver si la cosa se pone caliente allí. No podemos dejarles solos”. O: “A esa mejor no ir”, cuando a alguien no le apetecía participar en un enfrentamiento. En esencia, se trataba de lo que cada uno decidiera por sí mismo, según el temperamento y convicciones propios. Había un espíritu colectivo, claro, pero no había jefes. Cada persona era independiente. Al escuchar el transistor me daba la impresión de que participaba en el juego.
El gobierno cerró las emisoras de onda corta el 23 de mayo, eliminando las retransmisiones en directo. Desde una perspectiva más general, Fredric Jameson recuerda con lucidez y tristeza al mismo tiempo la dinámica que existía entre lo individual y lo colectivo:
En los sesenta mucha gente se dio cuenta de que la multitud que anima un movimiento revolucionario no se compone de una suma de rostros anónimos o de una masa de individuos indisociables los unos de los otros. El individuo no desaparece en la colectividad, al contrario, se desarrolla, se afirma y adquiere una nueva dimensión. Es una experiencia que se ha ido borrando en el recuerdo y que no ha resistido el regreso violento del individualismo en todas sus formas.
(Traducción de Tomás Cobos; ilustración de Acacio Puig)
Foto de Diego González, Diagonal
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