Aquí tenéis la tercera parte del prólogo-epílogo que escribió Amador Fernández-Savater para Yippie! Una pasada de revolución, de Abbie Hoffman, que finalmente hemos dividido en cinco partes (en lugar de las cuatro anunciadas inicialmente).
Los yippies y nosotros, que los queremos tanto (Primera parte)
Segunda parte: "Los yippies en 9 palabras clave"
Tercera parte: "La caída yippie"
Cuarta parte: "Los yippies y el presente"
LOS YIPPIES Y NOSOTROS, QUE LOS QUEREMOS TANTO (PARTE 3)
Yippie vs yuppie: renuncia o repetición
Nos situamos ahora a principios de los
70. La represión sobre el movimiento se acentúa. En diciembre de
1969, Fred Hampton, portavoz de los Panteras Negras, es asesinado a
sangre fría por el FBI. En mayo de 1970, en la Universidad de Kent
(Ohio), cuatro estudiantes caen abatidos a balazos por la Guardia
Nacional mientras protestan por la invasión amerikana de Camboya.
Escalada del enfrentamiento. ¿Hasta dónde puede sostenerse la
dinámica de confrontación? La desesperación política por la
crisis del movimiento en el cambio de década se retroalimenta con el
salto al vacío de la agitación armada. Los que deciden asumir la
dureza del nuevo paisaje y pasan a clandestinidad son los WeatherUnderground, un grupo surgido de la protesta estudiantil que toma su
nombre de una canción de Bob Dylan («no necesitas a un hombre del
tiempo para saber en qué dirección sopla el viento»). La atmósfera
en el movimiento se hace muy pesada, quienes empujan hacia las líneas
más duras llevan ahora la voz cantante. Los Weather Underground son
para muchos un modelo de entrega y compromiso revolucionario. También
para los yippies. Jerry Rubin les dedica We are everywhere, su
segundo libro, escrito en prisión, porque «hay un weatherman en el
interior de cada yippie». En marzo de 1970, tres miembros de los
Weather Underground se vuelan por los aires cuando fabricaban una
bomba casera.
Otras tensiones desgarran a los yippies desde dentro:
las mujeres y los homosexuales promueven entonces con mucha fuerza
prácticas de separación activa. Denuncian la naturaleza patriarcal
de los espacios, el sesgo masculinista en las formas de hacer y el
papel relegado que se reserva a quienes no se ajustan a los modelos
dominantes. Jerry Rubin y Abbie Hoffman se convierten a menudo en el
objetivo de los ataques. Al fin y al cabo, son líderes «muy
machos». Por otro lado, si bien a finales de los años 60 Abbie y
Jerry meditan seriamente la necesidad de levantar estructuras
organizativas estables, las nuevas generaciones yippies («zippies»
y «yipellas») rechazan radicalmente todo atisbo de organización o
disciplina, radicalizando la tendencia yippie al caos y la
espontaneidad. Jerry y Abbie se convierten también en blancos de sus
ataques (simbólicos y físicos): se han vuelto figuras mediáticas,
no quieren abandonar la jefatura yippie, coquetean con el Partido
Demócrata y, sobre todo, ¡ya son mayores de treinta años! ¿Y no
repetían ellos mismos tanto aquello de que uno nunca debería fiarse
de alguien mayor de treinta años? De ese modo, el mito de la
revolución juvenil y el uso político de la fama les empieza a pasar
factura. Ahora se sienten presos de su imagen: atacados por
feministas y jóvenes, despreciados por los medios de comunicación
(que los glorificaban solo un par de años antes) y adorados como
iconos de consumo rápido por las grupies que los persiguen allá
donde van.
Si en el Festival de Woodstock miles de personas se habían
congregado pacíficamente para disfrutar colectivamente de la música,
unos meses después se desata la violencia en el Festival de
Altamont. Un joven muere apuñalado por los Ángeles del Infierno,
que habían sido contratados por los Rolling Stones para garantizar
la seguridad del evento. El Festival de Altamont y los homicidios de
la Family de Charles Manson presentan una sombra inquietante en la
«comunidad del amor» contracultural. De hecho, tras Altamont se
habla de «la muerte de la nación de Woodstock». En la contracumbre
de Miami en 1972 nada funciona. Chicago queda ya lejos y la protesta
es perfectamente absorbida por la nueva línea demócrata. Nixon
triunfa de nuevo en las elecciones de 1972: la radicalización
contracultural de los últimos años alimenta el deseo de Ley y Orden
en la balanza del miedo.
El movimiento contra la guerra alcanza un
tope. Y en 1973 se firman los Acuerdos de Paz de París por los que
se pone fin a la Guerra de Vietnam. El movimiento se hunde. Muchos
militantes se convierten directamente en traficantes de droga: de
revolucionarios a delincuentes. Las anfetaminas, la cocaína y la
heroína sustituyen a la marihuana y el LSD en el imaginario popular.
La heroína penetra y devasta enclaves míticos de la contracultura
como el barrio de Lower East Side en Nueva York. Problemas materiales
gravísimos afectan a los dropout: no tienen carrera, oficio ni
beneficio y ahora tampoco el apoyo de una comunidad. Se han quedado
colgados en el aire en el salto revolucionario al nuevo mundo. Y
mientras la realidad de las formas de vida hippie se desintegra a
toda velocidad, el nuevo capitalismo hip o psicodélico consume la
imagen en musicales de éxito masivo como Hair. La ley del «sálvese
quien pueda» impera en el hundimiento. Lee Weiner, uno de los
encausados en el juicio a los ocho de Chicago, contará luego que un
día de comienzos de los 70 decidió quemar su agenda en un
restaurante, escapar y alejarse de los restos del naufragio como
única vía para conservar la cordura y la vida. En 1976 se suicida
Phil Ochs, mítico cantautor folk y activista envuelto en todas las
aventuras yippies. Como dirá su compañero Stew Albert, «su gesto
legitimará el suicidio ante toda una generación».
Durante varios años, los yippies
fueron capaces de afectar, desafiar y transformar la realidad, ¿cómo
seguir relacionándose con ella una vez que se ha perdido esa
capacidad y la realidad se ha vuelto como de plomo? ¿Cómo habitar
una derrota tan descomunal? No fueron pocos los que siguieron el
camino de Phil Ochs, incapaces de reaclimatarse a la normalidad
después de haber vivido con absoluta exaltación una política de la
intensidad que parecía ilimitada.
Jerry Rubin decidió que era mucho
mejor empezar a hacer yoga que pasar a la clandestinidad. Desde
comienzos de los años 70, mientras todavía mantiene su actividad
política, se interna en el mundo de la autoayuda. Hasta el fondo, al
más puro estilo Jerry Rubin. «De 1971 a 1975, experimenté en carne
propia el electroshock, la terapia gestáltica, la bioenergética, el
rolfing, los masajes, el trote diario, los alimentos saludables, el
tai chi, Esalen, la hipnosis, la danza contemporánea, la meditación,
el Control Mental Silva, el grupo Arica, la acupuntura, la terapia
sexual, la terapia reichiana y la Casa More: un cursillo de Nueva
Conciencia con todo un surtido de posibilidades.» En 1976 publica un
libro donde desnuda completamente su travesía hacia el Yo: Growing
(up) at 37. El título es muy significativo, alude
a la vez a su edad y al movimiento Grow up de crecimiento interior.
El libro comienza así: «En 1970, a la edad de 32 años, tenía todo
lo que pensaba desear en la vida. Era el líder de un potente
movimiento político que luchaba para cambiar las instituciones del
país. Amaba y disfrutaba el amor de una mujer ardiente. Había
escrito un best-seller y era el líder popular de la rebelión para
la gente joven. Mi vida era excitante, comprometida, relevante. Había
satisfecho todos mis sueños infantiles. Y entonces: crash. En poco
menos de dos años, el movimiento político de masas desapareció y
la mujer me dejó. Un grupo de jóvenes me retiró del movimiento por
pasar de los treinta años. Mi fama se convirtió en mala fama e
historias del tipo “¿Qué fue de él?”. Los periódicos
empezaron a describirme con adjetivos como “antiguo” y “viejo”.
La gente se relacionaba conmigo como con una imagen y no con un ser
humano. Y lo peor de todo: me creía esa imagen. Me sentí muerto a
los treinta y cuatro. Pero no me lo tomo personalmente. Lo que me
pasó a mí le pasó también a miles de personas que creían estar
haciendo una revolución política y cultural en los años 60. De
pronto el movimiento se acabó, ¿y dónde estábamos nosotros?».
Crucificado en su imagen, Rubin decide dar un giro radical a su vida.
Un giro sobre sí mismo. Como tantos otros radicales deprimidos
políticamente antes y después que él, se dijo: «Me expuse
demasiado, los otros no me cuidaron y ahora debo cuidarme yo». Si en
el movimiento había perdido la intimidad con su cuerpo, ahora
volvería a cuidar de él: buenos alimentos, horas de sueño,
ejercicio. Si en el movimiento tenía «muchos contactos, pero pocos
amigos», ahora cuidaría más las relaciones personales auténticas
y desinteresadas. Si en el movimiento su ambición personal había
crecido desmesuradamente, ahora aprendería a diferenciar la voz del
ego y la voz de la verdad. Si en los años 60 todo pasaba por una
lucha contra el enemigo exterior, ahora entablaría una lucha
interior contra sí mismo para encontrarse a sí mismo. En
definitiva, se propuso «dejar de criticarlo todo» y hacerse cargo
de la propia situación, porque «cada cual elige lo que quiere
vivir», «obtenemos de la vida lo que queremos» y todo lo que nos
pasa solo es en el fondo «un proceso mental».
De alguna manera, Rubin proseguía a su
modo la lucha de liberación de los años 60 contra el
condicionamiento social. Pero ahora ya no se trataba del
condicionamiento capitalista, sino familiar: «Soy una copia en papel
carbón de mi padre y de mi madre muertos». Rubin confiesa que le
debe a su madre ser tan dependiente, ponerse tan nervioso al tocar a
otros, estar siempre juzgando, comparando y compitiendo, pensar que
ninguna mujer es realmente buena. Y a su padre, creer que la imagen
es más importante que la realidad, hacerlo todo rápido, existir en
la propia reputación y carecer de vida interior. Finalmente, a
través de la terapia, se reconcilia con sus padres y les reconoce
todo lo bueno que ha heredado de ellos: la sensibilidad, la cortesía,
la ternura, la escucha, la belleza positiva de la timidez. «Lo
siento, te perdono, madre.» Rubin les dedica el libro a ambos, «con
amor».
Según Rubin, si en el movimiento de
los años 60 el rechazo del condicionamiento social pasaba por «el
auto-odio», la terapia ayuda por el contrario a «confrontar cosas,
a tomar la responsabilidad por ellas, a quitarles el poder para
destruir tu vida». Es una verdadera «declaración de independencia»
con respecto a «la programación social que hace de nosotros en la
infancia máquinas sin ninguna capacidad de elección verdadera». El
movimiento Grow up es para Rubin una prolongación del acid-grass
movement: ambos rompen con una existencia en la cual interpretamos
papeles en lugar de ser auténticamente y nos identificamos demasiado
con nuestro nombre, el estatus, el ego y el poder. «Necesitaba matar
a Jerry Rubin para ser Yo» y así «reencarnarme en vida».
Todavía
en 1976, Rubin parece pensar en una repolitización posible. Ha
tocado fondo, se ha encontrado a sí mismo y desde ese suelo se
propone impulsar de nuevo una vida política. «Quiero estar activo
políticamente de nuevo, pero ya no a expensas de mi felicidad y de
mi salud.» «El malestar no es la única fuente para la acción
política, la gente puede hacer política desde una posición de
satisfacción personal.» «Quizá en los 80 veamos el activismo de
los 60 combinado con la conciencia de los 70.» No suena mal. ¿Por
qué ha de estar reñida necesariamente la acción colectiva y la
calidad de vida personal? Y sin embargo, ya en el propio libro se
puede intuir algún problema para esa repolitización.
Rubin confiesa
que, después de su proceso de autodescubrimiento del Yo, está «más
cínico, más apático y más individualista que antes». Reconoce
que en los años 60 tenía mucho ego y ambición, pero también «una
afectación real por la pobreza y el sufrimiento, la desigualdad y la
injusticia». Sin embargo, ahora, como viene a confesar en una
entrevista de la época, lo que pasa en el mundo ya no le abruma.
¿Por qué? Cuando el movimiento se viene abajo, Rubin busca un nuevo
punto de partida para su vida. Es la única manera de escapar del
barco que se hunde y seguir vivo. El espacio de elaboración de la
crisis y de autodescubrimiento que encuentra es el movimiento Grow
up. Las técnicas de crecimiento interior le dicen que para descubrir
a su verdadero Yo y reconectar con él lo primero que debe hacer es
perder el ego y abandonar los apegos. «El potencial de la disciplina
espiritual es la habilidad para romper la programación y los apegos
de la gente. La gente piensa que es sus deudas, su trabajo, sus
casas, sus posiciones de poder, sus niños. El movimiento espiritual
tiene el potencial de poner a la gente en contacto con la esencia que
hay tras las cosas con las que se identifican.»
Según el movimiento de autoconciencia, lo que uno es no tiene tanto que ver con los entramados de relaciones y los contextos histórico-sociales, sino con una esencia inmutable por debajo de todo ello. Por esa razón, rehacerse tras la crisis no pasa por recuperar fuerzas y encontrar nuevas alianzas, sino por aprender a encontrar el verdadero Yo tras cada relación, cada situación, cada devenir, cada contexto. La terapia se convierte así en una estrategia de liberación y una declaración de independencia... del mundo y de los otros. Ya no los necesitamos más que de manera secundaria y derivada.
El nuevo punto de partida que encuentra Rubin para la vida conlleva una desconexión profunda de la experiencia política básica: descubrirse implicado en un mundo común. Por todo ello, quizá no sea de extrañar que aunque acabe el libro sobre su viaje interior llamando a una repolitización, lo siguiente que sepamos de él es que se ha convertido en un empresario de muchísimo éxito y fortuna. De yippie a yuppie. Rubin pone a partir de ese momento todas sus capacidades —para emprender, entusiasmar, innovar, promover y motivar— al servicio de una sola causa: hacer dinero, todo el dinero posible. En eso queda finalmente su idea de un «socialismo del Yo». Como decía su amigo Stew Albert, «creyó inventar el socialismo del Yo, pero era una idea ya vieja. Se llama capitalismo».
Según el movimiento de autoconciencia, lo que uno es no tiene tanto que ver con los entramados de relaciones y los contextos histórico-sociales, sino con una esencia inmutable por debajo de todo ello. Por esa razón, rehacerse tras la crisis no pasa por recuperar fuerzas y encontrar nuevas alianzas, sino por aprender a encontrar el verdadero Yo tras cada relación, cada situación, cada devenir, cada contexto. La terapia se convierte así en una estrategia de liberación y una declaración de independencia... del mundo y de los otros. Ya no los necesitamos más que de manera secundaria y derivada.
El nuevo punto de partida que encuentra Rubin para la vida conlleva una desconexión profunda de la experiencia política básica: descubrirse implicado en un mundo común. Por todo ello, quizá no sea de extrañar que aunque acabe el libro sobre su viaje interior llamando a una repolitización, lo siguiente que sepamos de él es que se ha convertido en un empresario de muchísimo éxito y fortuna. De yippie a yuppie. Rubin pone a partir de ese momento todas sus capacidades —para emprender, entusiasmar, innovar, promover y motivar— al servicio de una sola causa: hacer dinero, todo el dinero posible. En eso queda finalmente su idea de un «socialismo del Yo». Como decía su amigo Stew Albert, «creyó inventar el socialismo del Yo, pero era una idea ya vieja. Se llama capitalismo».
A comienzos de los 70, Abbie Hoffman
coquetea con la cocaína. Consume y vende. ¿Problemas de dinero,
curiosidad, desesperación política? En todo caso, lacocaína y el
tráfico sustituyen la intensidad perdida con la crisis del
movimiento. Abbie es capturado con una cantidad importante de droga
en una operación policial. Sin apoyo social, con su credibilidad en
crisis, en un contexto político hostil, Abbie corre el riesgo de ir
a la cárcel durante una larga temporada. Es Abbie Hoffman: hundir su
persona en la cárcel es hundir la imagen de los 60 en el fango del
descrédito. Decide entonces pasar a la clandestinidad, en la que
vivirá durante los siguientes seis años. Uno de sus amigos dirá:
«Prisionero de su mito, prisionero de su historia, Abbie vivirá la
clandestinidad como una continuación de los años 60». Pero en la
superficie, el recuerdo de los 60 se desvanece y nadie se acuerda ya
de Abbie Hoffman.
La vida clandestina no será nada fácil para
Abbie. Los Weather Underground, a quienes les pide el ingreso en la
organización (¡como dirigente!), le rechazan: demasiado inestable,
demasiado egocéntrico, demasiado ingobernable. Su padre muere de un
infarto, que todo el mundo atribuye al episodio de la cocaína y al
paso de su hijo a la clandestinidad. Se separa de su mujer Anita y de
su hijo America (!), que recordará luego cómo su padre le ignoraba
casi completamente. Pero la clandestinidad le permite también
deshacerse de su yo-imagen y mirar las cosas desde otro sitio.
Asegura haber descubierto «cómo es la vida de la gente normal»,
que él siempre había despreciado como pura alienación.
Traba una nueva relación sentimental que mantendrá hasta el final de su vida. Una parte de él respira aliviada por poder dejar de ser quién es, pero otra sufre muchísimo por ello. En la clandestinidad no hay focos ni escena. La visibilidad es justamente lo que está prohibido. Y Abbie no lleva bien la penumbra. En uno de los ataques que empieza a sufrir entonces, recorre los pasillos de un hotel gritando: «¡Soy Abbie Hoffman, soy Abbie Hoffman!». Desde entonces le acompañan largos periodos de depresión. Es diagnosticado como maníaco-depresivo y empieza a ser medicado. Bajo una falsa identidad, se convierte en el líder de referencia de una lucha ecologista para salvar un río amenazado por una operación turística y eso le devuelve a la vida. «Es lo que sé hacer: soy un organizador de la comunidad.»
Traba una nueva relación sentimental que mantendrá hasta el final de su vida. Una parte de él respira aliviada por poder dejar de ser quién es, pero otra sufre muchísimo por ello. En la clandestinidad no hay focos ni escena. La visibilidad es justamente lo que está prohibido. Y Abbie no lleva bien la penumbra. En uno de los ataques que empieza a sufrir entonces, recorre los pasillos de un hotel gritando: «¡Soy Abbie Hoffman, soy Abbie Hoffman!». Desde entonces le acompañan largos periodos de depresión. Es diagnosticado como maníaco-depresivo y empieza a ser medicado. Bajo una falsa identidad, se convierte en el líder de referencia de una lucha ecologista para salvar un río amenazado por una operación turística y eso le devuelve a la vida. «Es lo que sé hacer: soy un organizador de la comunidad.»
Tras seis años de clandestinidad se
entrega a la policía. Pasa un tiempo en prisión, pero enseguida
queda libre. Y vuelve a las andadas políticas, pero solo para
encontrarse con el desdén y la indiferencia social. Se involucra en
los movimientos antimperialistas (El Salvador y Nicaragua) y
ecologistas (antinuclear) del momento. Es detenido en un par de ocasiones. Las
luchas donde participa conocen algunas victorias, pero para él ya
nada es lo mismo. Es la época Reagan, la revolución queda lejos.
Las luchas de los 80 no tienen comparación con las de los 60, pero
Abbie no puede dejar de compararlas. Está clavado en su identidad.
Es una reliquia de los 60, incapaz de reinventarse a sí mismo en los
nuevos tiempos.
La nostalgia depresiva y la amargura se apoderan de él a menudo: «I miss my youth». Se embarca en una gira de debates con su viejo amigo Jerry Rubin bajo el título: «Yippie contra Yuppie». El guerrero Abbie Hoffman, fiel a sí mismo. El traidor Jerry Rubin, ahora el enemigo público número uno de la izquierda. La gira de debates arruinará una amistad que había sobrevivido al distanciamiento ideológico. Muchos de los que le tratan entonces le describen en caída libre: solo, enfermo, infeliz. Abbie es incapaz de vivir en tiempos no-revolucionarios: «Nunca pudo aceptar que la pasión y la potencia de los años 60 se habían ido», dirá un amigo. Lo que le daba la vida era desafiar al poder y ahora el poder le contesta con una sonrisa burlona: «Ya solo eres una caricatura de ti mismo». Cuando a la depresión psíquica se añade una depresión física, Abbie decide quitarse de en medio. Se suicida con un atracón de pastillas en 1989 sin dejar ninguna nota de despedida. «La única cosa privada que hará en su vida adulta», dirá alguien.
La nostalgia depresiva y la amargura se apoderan de él a menudo: «I miss my youth». Se embarca en una gira de debates con su viejo amigo Jerry Rubin bajo el título: «Yippie contra Yuppie». El guerrero Abbie Hoffman, fiel a sí mismo. El traidor Jerry Rubin, ahora el enemigo público número uno de la izquierda. La gira de debates arruinará una amistad que había sobrevivido al distanciamiento ideológico. Muchos de los que le tratan entonces le describen en caída libre: solo, enfermo, infeliz. Abbie es incapaz de vivir en tiempos no-revolucionarios: «Nunca pudo aceptar que la pasión y la potencia de los años 60 se habían ido», dirá un amigo. Lo que le daba la vida era desafiar al poder y ahora el poder le contesta con una sonrisa burlona: «Ya solo eres una caricatura de ti mismo». Cuando a la depresión psíquica se añade una depresión física, Abbie decide quitarse de en medio. Se suicida con un atracón de pastillas en 1989 sin dejar ninguna nota de despedida. «La única cosa privada que hará en su vida adulta», dirá alguien.
Jerry
necesitó cambiar para seguir viviendo. El rechazo a cambiar impidió
seguir viviendo a Abbie. Jerry decidió encontrar su «verdadero Yo»,
oculto bajo todos los disfraces y las máscaras de los años 60.
Abbie decidió seguir siendo fiel a sí mismo: clandestinidad y
luchas sociales. Pero, ¿realmente hay alguna esencia bajo el
disfraz? Y, ¿cómo puede uno ser fiel a sí mismo cuando desaparece
el contexto que hacía de uno mismo uno mismo? Entre la renuncia y la
fidelidad como repetición, ¿qué vías se abren? ¿Qué podría
significar madurar políticamente?
(Continuará)
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