Empecemos diciendo que este no es el mejor libro de Harry Crews, y digamos también que esa afirmación es irrelevante. Se lo pongo en forma de alegoría: Mi amigo Pol, nativo de Limerick, estuvo haciéndome la misma pregunta-chiste durante años: “Define la peor mamada que te han hecho”. Cuando yo respondía esculpiendo una mueca de perplejidad –mientras recopilaba mentalmente felaciones torpes del pasado; que me habían hecho, quiero decir, no a la inversa-, él levantaba ambos pulgares, sacaba la lengua por un extremo de la boca y, arqueando de forma imposible las cejas, exclamaba, salivando como una llama enloquecida por la pasión y respondiéndose a sí mismo: FUCKKKKKING GREAT, MAN. ¿Qué insinuaba su (nada sutil) chascarrillo? Sencillamente esto: algunas cosas son tan maravillosas que incluso en su versión más pobre conservan algo de gloria nuclear. Algunas cosas son tan grandes que no hay forma de encontrarles un lado malo. La peor zalagarda de Billy Childish es aún una gran canción para quitarse los pantalones y salir a la calle ondeándolos, como quien esgrime gallardo un baluarte de guerra. No existe un Raymond Chandler repugnante. Las caras B de The Jam son la remonda. El northern soul más chapuzas y escaso es aún vibrante y apasionado. No hay Shangri-las inescuchables. Harry Crews no puede escribir mal. Todo verdades que le anclan a uno cuando arrecia el temporal. No hay una mala mamada. Bueno, sí. Pero no me saboteen el teorema, ni me obliguen a pensar en ella.
Harry Crews lleva encima un caparazón de mito e historia apócrifa tan espeso y consistente que se antoja imposible hablar del tipo real. Muchos de ustedes ya habrán oído hablar en tabernas y lupanares de sus rasgos definitorios, tan poco escritorzuelo, tan de personaje de sus propias novelas: 27 años de karate. Ex-marine. Nariz rota por varios puntos claves. Querencia por el esbatussarse y dar taburetazos en bares (o talleres de narrativa, si le vienen provocando). Indudablemente divorciado, y encima dos veces, y para colmo de la misma mujer. Hijo de Bacon County, Georgia, un lugar tan atrasado, ceporro, hillbilly y brutal que a su lado Tres Hermanas parece Manhattan (el propio Crews afirma que de niño no comprendía por qué los modelos en los catálogos Sears Roebuck conservaban todos los dedos y ojos y extremidades; en su pueblo todo el mundo era tullido, cojo, bizco o manco). Aficionado a la cetrería (el arte de cazar con aves rapaces). Un hombre de poco reírse y nada de provocar la risa ajena (a no ser que se trate de la risa nerviosa del que se sorprende aproximándose a velocidad de vértigo hacia la paliza de su vida), y que siempre ha advertido que no se considera “una persona divertida” (algo que, francamente, ya sospechábamos). La espantosa historia de su hijo fallecido, que él mismo contó en su terrible y hermosa “Fathers, sons, blood”. Y, como ornamento culminante, aquel tatuaje que el hombre descubre a la mínima de cambio: How do you like your blue eyed boy, Mr.Death? (un verso de e.e.cummings). Hoy mismo observaba yo una foto de Jonathan Franzen y el editor del New Yorker platicando en la portada de Cultura/S y pensaba para mis adentros: Qué pinta de escritores pesados tienen estos dos tíos, por el amor de Cristo. No saciaría mi sed en su compañía ni encañonado con una lupara. Además, iban igualitos: tejano mal planchado por el lateral, americana gris, camisa indistinguible, cara de bodrio (o profesor de literatura comparada) que anticipa inevitable encajada flácida de mano. Harry Crews es bien poco así. La mayoría de veces parece alguien recién arrancado de una fila de identificación de sospechosos en Odesa (Ucrania). Cuando sonríe se asemeja peligrosamente al bruto homicida de hueso frontal prominente en El chico de oro. Hay una foto en la que se le ve dando clase en 1980, y lo que sugiere la imagen es un asesino de masas a puntito de empezar a degollar rehenes. Como todo esto que acabo de recitarles aún debía parecerle poco, un día Crews se afeitó una espléndida cresta en su cocorota. En fin: no esperen que aparezca próximamente en L’Hora del Lector ni nada parecido. A su lado, incluso el Hemingway caza-búfalos y pugilístico parece Isabel Allende.
Asimismo, estas consideraciones estéticas son periféricas. Lo que ustedes deben saber de Harry Crews es que es uno de los mejores escritores del mundo. Escribe con los huevos (no literalmente, bobos) y trabaja extendiendo sus intestinos y corazón hecho puré sobre la mesa de escribir, y luego aplica toda su disciplina y arte y emoción para que lo escrito sea algo magnífico y terrible y trascendente. Sus frases permanecen con nosotros mucho tiempo después de ser leídas, a veces para siempre. Mi copia de A childhood muestra profundos surcos de subrayado en la mayoría de páginas: “Siempre he sabido que, en el fondo, una parte de mí nunca se fue, nunca sería capaz de irse, del sitio donde nací”. O “Anything worth doing is worth overdoing”. Y por supuesto, el filo-axioma y gran candidato para tatuaje literario no hecho del siglo: “Only the use of I, lovely and terryfing word, would get me to the place where I needed to go”.
Otra frase suya nos viene a cuento para hablar de Cuerpo, aunque no pertenezca a la novela: “All the best fiction is about the same thing: people doing the best they can with what they’ve got to do with, sometimes acting with honor, sometimes not, sometimes with love and compassion and mercy, and sometimes not” (de su Introduction a la recopilación Classic Crews). Cuerpo es una novela sobre culturistas del mismo modo que Moby Dick es solo un libro sobre un cetáceo. Cuerpo cuenta su historia en un paisaje de culturistas, pero en realidad es un libro sobre gente fracturada intentando recuperar su orgullo, hombres y mujeres incompletos, quebrados, rebelándose contra el destino y la mala fortuna. Los feos, abandonados, extraviados, deformes del mundo: sus anhelos y dolores, sus culpas y sus venganzas. Ese es el gran tema Crews, ni más ni menos. Gente haciéndolo lo mejor que pueden con el material que les ha tocado en suerte. Sin moralina ni regañinas morales (aunque sus libros están llenos de moralidad; una moralidad superior). Como afirma en A childhood: “No era culpa suya, ni mía, ni de nadie. Simplemente sucedió así”. Y aún más: “These were not violent men, but their lives were full of violence”. En la mayoría de escritos de Crews uno no conoce a hombres sucios, sino hombres inevitablemente ensuciados por el vivir. Es lo que hay, y no hay más que hablar. En su trabajo no existe el hombre bueno ni el hombre malo, aunque (como en The Wire) se topa uno con hombres que actúan de peor forma que otros. “No one is innocent”, cantaban tantos grupos punk.
Cuerpo avanza de forma contundente por varios senderos temáticos del Crews clásico: familia, violencia, individuos desafectos, gente no-convencional, posibilidad de redención. Quizás carezca del granizo de frases paralizantes que tanto abundan en muchos de sus trabajos (esos monstruos gasta-Post-its que van a llevarme a la ruina), pero transporta al lector hacia aquel inevitable punto de compasión empática, no condescendiente, que es esencial para Harry Crews, que es casi la meta de su arte. En ese sentido, y aunque es comprensible la intención de etiquetar de algún modo a un autor desconocido aquí, no es del todo acertada la definición de “100% White Trash” que anuncia la portada de esta novela. Cuerpo no es un libro sobre white trash, sino sobre gente común herida y obstinada, y su mensaje no es: “mirad a estos desgraciados” sino “todos somos lo mismo”. ¿Esta gente atiborrada de esteroides, esos cuerpos femeninos de rasgos grotescos, hinchados hasta lo irreconocible? Son los receptáculos de anhelos, desamores, ansias, culpas, remordimientos e iras sorprendentemente parecidos a los nuestros. Un brutal mensaje que suena a Mose Allison, pero que va envuelto en ignorancia, pobreza, fuerza bruta y orgullo de clase, “amor y terror”. Y tal vez, a lo mejor, algo de victoria pírrica final. Redención, quizás ya inservible, que llegó tarde a su cita.
Cuerpo es una excelente novela que deberían leer, y entrar en el mundo de Harry Crews una de las mejores cosas que pueden sucederle a cualquier interesado en humanos y emoción, no en teoría y artificio. Es curioso como mi introducción a su obra fue casi la misma que la de su prologuista y editor, Jesús Llorente: por vía del grupo musical Harry Crews. No es del todo igual, porque yo llegué a Harry Crews grupo empujado por Lydia Lunch y la No Wave, no por Kim Gordon de Sonic Youth (que también era miembro de dicha ensemble homenajeadora), y tampoco puedo decir que el contenido del álbum Naked in Garden Hills me parezca capital. En mi caso, el disco solo es importante en cuanto a latigazo en la curiosidad: ¿Toda esta gente es tan fan de un autor como para grabarle un álbum entero? Merece la pena echarle un vistazo, cojones. Así lo hice, y Harry Crews se convirtió para siempre en uno de mis autores de cabecera. Solo queda esperar que Acuarela continúe su esperanzadora labor editando el resto de su obra, y ojalá que prosigan con alguno de mis favoritos: The gipsy’s curse, Car, A feast of snakes o A childhood. Si les gustó el Knockemstiff de Donald Ray Pollock, aquí tienen a su maestro. Y Joseph Heller es fan. Qué más puedo decirles. Kiko Amat
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