Aquí, se experimentan armas inéditas para dispersar a las multitudes, una especie de granadas de fragmentación pero de madera. Allí –en Oregón–, se propone castigar con veinticinco años de cárcel a todo manifestante que bloquee el tráfico automovilístico. El ejercito israelí está convirtiéndose en el consultor más competente en pacificación urbana; los expertos del mundo entero se maravillan de sus últimos hallazgos, tan temibles y tan sutiles, en materia de eliminación de subversivos. El arte de herir –herir a uno para amedrentar a cien– alcanza aquí el no va más. Y luego está el “terrorismo”, por supuesto. O sea, “toda infracción cometida intencionadamente por un individuo o un grupo contra uno o varios países, sus instituciones o sus poblaciones, y que apunte a amenazarlos y perjudique gravemente o destruya las estructuras políticas, económicas o sociales de un país”. Es la Comisión Europea la que habla. En los Estados Unidos hay más presos que campesinos.
A medida que es rediseñado y progresivamente recuperado, el espacio público se cubre de cámaras. No se trata sólo de que en lo sucesivo toda vigilancia parece posible, sino sobre todo de que parece admisible. Todo tipo de listas de “sospechosos”, de las que ni siquiera se adivinan sus usos probables, circula de administración en administración. Las escuadras de todas las milicias, con la policía jugando el papel de garante arcaico, toman posiciones reemplazando a soplones y mirones, figuras de otra época. Un ex jefe de la CIA, una de esas personas que, en el lado contrario, se organizan en lugar de indignarse, escribe en Le Monde: “Más que una guerra contra el terrorismo, la apuesta es extender la democracia a las partes del mundo [árabe y musulmán] que amenazan la civilización liberal, en cuya construcción y defensa hemos trabajado durante todo el siglo XX, durante la primera y la segunda guerras mundiales, y durante la guerra fría o tercera guerra mundial.
En todo eso no hay nada de lo que asombrarse, nada que nos coja desprevenidos o que altere radicalmente nuestro sentimiento de la vida. Hemos nacido en la catástrofe y hemos establecido con ella una extraña y apacible relación de costumbre. Una intimidad, casi. Hasta donde nos alcanza el recuerdo, no ha habido otra actualidad que la de la guerra civil mundial. Hemos sido educados como supervivientes, como máquinas de supervivencia. SE nos ha formado en la idea de que la vida consiste en avanzar, avanzar hasta derrumbarse en medio de otros cuerpos que marchan idénticamente, que tropiezan y se derrumban, a su vez, en la indiferencia. Como mucho, la única novedad de la época presente es que nada de todo esto puede ya ocultarse, que en cierto sentido todo el mundo lo sabe. De ahí el reciente endurecimiento, tan evidente, del sistema: sus resortes están al desnudo y no serviría de nada querer escamotearlos.
Muchos se asombran de que ninguna fracción de la izquierda o de la extrema izquierda, de que ninguna de las fuerzas políticas conocidas sea capaz de oponerse a este curso de las cosas. “¿Sin embargo estamos en democracia, no?”. Y pueden asombrarse para rato: nada de lo que se expresa en el marco de la política clásica podrá jamás detener el avance del desierto,
ya que la política clásica es parte del desierto.
Cuando decimos esto, no es para preconizar una política extra-parlamentaria como antídoto a la democracia liberal. El famoso manifiesto “Somos la izquierda”, firmado hace unos años por todos los colectivos ciudadanos y “movimientos sociales” franceses, enuncia suficientemente la lógica que, desde hace treinta años, anima la política extraparlamentaria: no queremos tomar el poder, derribar el Estado, etc.; luego, queremos ser reconocidos por él como interlocutores.
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