'The Poster Workshop' fue el principal taller británico de donde salieron los carteles que alimentaron los movimientos reivindicativos entre 1968 y 1970... (artículo completo en El País)
En la página web de Poster Workshop podéis ver más de estas maravillas de carteles (¡Gracias a David Cortés por el soplo!) y debajo recuperamos dos textos que publicamos en Acuarela sobre carteles, pintadas y octavillas: Maurice Blanchot comenta brevemente el aspecto efímero y por ello tan poderoso del arte de la protesta callejera y Kristin Ross reflexiona sobre cómo los artistas abandonaron sus talleres para sumarse al movimiento de Mayo del 68.
Maurice Blanchot: Palabra de las calles
(fragmento de Escritos Políticos, traducción de Diego Luis Sanromán )
Octavillas, carteles, boletines, palabra de las calles o infinita... no es una preocupación por la eficacia lo que imponen. Eficaces o no, pertenecen a la decisión del instante. Aparecen, desaparecen. No lo dicen todo, al contrario, lo arruinan todo, están fuera del todo. Actúan, piensan fragmentariamente. No dejan huellas: trazo sin huella. Como la palabra sobre los muros, se escriben en la inseguridad, son recibidos bajo amenaza, portan en sí mismos el peligro, pues pasan con el paseante que los transmite, los pierde o los olvida.
Kristin Ross: Los artistas en la calle
(fragmento de Mayo del 68, traducción de Tomás Cobos)
(...) De hecho, esa inconmensurabilidad es de lo que trataba el acontecimiento: el fracaso de las soluciones culturales para proporcionar una respuesta, la creación y desarrollo de formas políticas en oposición directa a las formas culturales existentes, la exigencia de prácticas políticas frente a las culturales. En ningún sitio es más evidente que en la experiencia de los estudiantes de Bellas Artes que ocuparon la facultad a mediados de Mayo de 1968 y la rebautizaron como Atelier populaire des Beaux-Arts [Taller popular de Bellas Artes]. Allí comenzaron a producir, a velocidad de vértigo, los carteles de apoyo a la huelga que cubrieron las calles de París durante esas semanas. El “mensaje” de la mayoría de los carteles, escueto y directo, afirmaba, en ocasiones de manera perentoria, que, fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo –la interrupción, la huelga, el “tren en movimiento”–, debía continuar sin más: “Continuons le combat” [“Continuemos el combate”], “La grève continue” [“La huelga continúa”], “Contre offensive: la grève continue” [“Contraataque, la huelga continúa”], “Chauffeurs de taxi: la lutte continue” [“Taxistas: la lucha continúa”], “Maine Montparnasse: la lutte continue” [“Maine Montparnasse: la lucha continúa”]. Los mensajes no aspiran a “representar” lo que ocurría; el objetivo era más bien estar en sintonía, confundirse con los acontecimientos. La utilización de una técnica rápida era esencial; los estudiantes no tardaron en descubrirlo, pues abandonaron la litografía al poco tiempo ya que un ritmo de entre diez y quince impresiones por hora era demasiado lento para responder a las necesidades de un movimiento de masas. La serigrafía, ligera y fácil de usar, permitía producir hasta 250 ejemplares por hora. Pero aunque la velocidad y la flexibilidad del formato facilitaban la absoluta compenetración de arte y acontecimiento que se logró en los carteles, no eran los factores esenciales. Treinta años después, uno de los militantes activo en el taller, Gérard Fromanger, recuerda la génesis de los carteles en una nota biográfica. El título de su artículo, “El arte es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte”, expresa a las claras el sentido de apertura vertiginosa de posibilidades que se produce cuando el arte rechaza quedarse aislado de lo social, o cuando el arte busca participar más que representar.
Eso es lo que fue Mayo del 68. Los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya no podían trabajar porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones. Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier populaire des Beaux-Arts y hacíamos carteles.
Hacíamos carteles día y noche. Todo el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en todas nuestras vidas. Al fin éramos necesarios. Fromanger describe con gran lujo de detalles las fases en el desmantelamiento del medio artístico durante Mayo. Así, cuenta cómo, durante las manifestaciones a mediados de mayo, los estudiantes de arte “se bajaron de sus caballos para recoger las flores” –como dirían los maoístas–, abandonando el arte para correr de una manifestación a otra. “Los artistas formábamos parte del movimiento desde hacía diez días, nos encontrábamos en las manifestaciones. Nos habíamos separado de todo lo que teníamos antes. Ya no dormíamos en los talleres... Vivíamos en las calles, en los espacios ocupados...
Ya no pintábamos, ya no pensábamos en ello”. La siguiente fase describe una retirada a espacios familiares: “Los pintores nos decimos que tenemos que hacer algo en Bellas Artes, que no podemos dejar que los edificios estén vacíos y cerrados”.
Localizan una vieja máquina de litografías y enseguida imprimen el primer cartel, “USINE-UNIVERSITE-UNION”. En ese momento la idea es que alguien corra con las treinta copias a venderlas en una galería de la calle Dragon y así obtener fondos para el movimiento. Pero es en este momento cuando entra en escena “lo real”, bajo la forma del movimiento, frenando en seco los pasos que debe dar el arte en la cultura burguesa y secuestrándolo, por así decirlo, para orientarlo hacia el presente. No hay tiempo para que el objeto artístico se convierta en artículo de consumo, ni siquiera en una mercancía que se habría redirigido al servicio del movimiento. En el camino a la galería, alguien arrebata las copias de las manos del estudiante encargado de transportarlas y se pegan al instante en la primera pared disponible. El cartel recupera su función de cartel.
“La cultura burguesa”, reza el texto que acompañaba la fundación del Atelier populaire, “separa y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos decidido transformar nuestro papel en esta sociedad”.
Eso es lo que fue Mayo del 68. Los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya no podían trabajar porque lo real era mucho más poderoso que sus creaciones. Naturalmente, se convertían en militantes, yo entre ellos. Creamos el Atelier populaire des Beaux-Arts y hacíamos carteles.
Hacíamos carteles día y noche. Todo el país estaba en huelga y nunca habíamos trabajado tanto en todas nuestras vidas. Al fin éramos necesarios. Fromanger describe con gran lujo de detalles las fases en el desmantelamiento del medio artístico durante Mayo. Así, cuenta cómo, durante las manifestaciones a mediados de mayo, los estudiantes de arte “se bajaron de sus caballos para recoger las flores” –como dirían los maoístas–, abandonando el arte para correr de una manifestación a otra. “Los artistas formábamos parte del movimiento desde hacía diez días, nos encontrábamos en las manifestaciones. Nos habíamos separado de todo lo que teníamos antes. Ya no dormíamos en los talleres... Vivíamos en las calles, en los espacios ocupados...
Ya no pintábamos, ya no pensábamos en ello”. La siguiente fase describe una retirada a espacios familiares: “Los pintores nos decimos que tenemos que hacer algo en Bellas Artes, que no podemos dejar que los edificios estén vacíos y cerrados”.
Localizan una vieja máquina de litografías y enseguida imprimen el primer cartel, “USINE-UNIVERSITE-UNION”. En ese momento la idea es que alguien corra con las treinta copias a venderlas en una galería de la calle Dragon y así obtener fondos para el movimiento. Pero es en este momento cuando entra en escena “lo real”, bajo la forma del movimiento, frenando en seco los pasos que debe dar el arte en la cultura burguesa y secuestrándolo, por así decirlo, para orientarlo hacia el presente. No hay tiempo para que el objeto artístico se convierta en artículo de consumo, ni siquiera en una mercancía que se habría redirigido al servicio del movimiento. En el camino a la galería, alguien arrebata las copias de las manos del estudiante encargado de transportarlas y se pegan al instante en la primera pared disponible. El cartel recupera su función de cartel.
“La cultura burguesa”, reza el texto que acompañaba la fundación del Atelier populaire, “separa y aísla a los artistas del resto de los obreros otorgándoles una condición privilegiada. Este privilegio encierra al artista en una prisión invisible. Hemos decidido transformar nuestro papel en esta sociedad”.
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