martes, 13 de abril de 2010

El otro Orwell

Reproducimos aquí un fragmento del libro George Orwell o el horror a la política que publicó recientemente El Cultural (El Mundo).

Se conoce principalmente a Orwell como novelista y autor de dos obras maestras, 1984 y Rebelión en la granja. En ellas el autor captó la esencia del régimen soviético: reescritura sistemática del pasado, liquidación de la noción de verdad independiente, degradación del lenguaje y de la lógica, inestabilidad permanente de las condiciones de vida, etcétera. Pero su obra no se deja reducir a una máquina de guerra anticomunista. Como enseña Simon Leys en este libro, el autor fue también corresponsal de guerra, miliciano revolucionario de la guerra civil española, defensor incombustible de un socialismo democrático, periodista e inventor del género de la "novela sin ficción", adelantándose a Mayler y a Capote. Aquí publicamos una parte del volumen George Orwell o el horror de la política.

En plena madurez de su talento, Orwell se definió a sí mismo como «un escritor político -dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras». Pero lo realmente curioso es que, tanto en política como en literatura, sólo encontró su camino después de largas vacilaciones. Siempre había tenido la certeza de que sería escritor, pero sus primeros intentos serios en el ámbito de la creación literaria se saldaron con unos fracasos lamentables: no sólo no sabía cómo escribir, sino que tampoco sabía qué escribir (todos los manuscritos de sus primeras novelas y relatos acabaron perdidos o destruidos). Sólo después de largos años de esfuerzos obstinados y aparentemente sin esperanza, con treinta años de edad, la escritura de Sin blanca en París y Londres le reveló, por fin, su propia visión y su propia voz -aunque no consiguiera sostenerlas de forma continuada a lo largo del libro. Henry Miller la consideraba su obra maestra. Esta opinión puede ser cuestionable, pero lo que es seguro es que, pese a algunos altibajos, Sin blanca en París y Londres tiene una importancia capital. Orwell creó en ella una nueva forma que llevaría más adelante a su perfección (en dos libros, El camino de Wigan Pier y Homenaje a Cataluña, así como en ensayos cortos como Matar a un elefante y Un ahorcamiento) y que sigue siendo, en el plano puramente literario, su contribución estilística más original: la transmutación del periodismo en arte, la recreación de la realidad bajo el disfraz de un reportaje objetivo, minuciosamente apegado a los hechos (un buen cuarto de siglo después, Truman Capote y Norman Mailer malgastaron mucho tiempo peleándose por saber quién de los dos había creado la novela sin ficción: ¡olvidaban que Orwell inventó el género mucho antes que ellos!).

Cosa extraña, en vez de desarrollar y profundizar inmediatamente en el método recién descubierto, Orwell se apartó de él de forma momentánea y volvió a la novela tradicional. Los cuatro ejercicios ejecutados en ese ámbito más convencional (Los días de Birmania, La hija del reverendo, Que no muera la aspidistra, Subir a por aire) presentan un verdadero interés, pero si hoy seguimos leyéndolas es, en parte, debido al complemento de información que nos aportan sobre la personalidad y el pensamiento de Orwell; pese a sus indudables cualidades me pregunto si en caso de llevar otra firma se seguirían reeditando en la actualidad.

Si sus comienzos literarios fueron lentos, costosos y vacilantes, más tiempo aún le llevó descubrir su vocación política. Cuando se considera el propio tema de su primer libro publicado -una inmersión en los bajos fondos del subproletariado para explorar la condición de los jornaleros, los vagabundos y los mendigos- sorprende, de hecho, el carácter singularmente apolítico de Sin blanca en París y Londres. Esta observación puede aplicarse asimismo a sus primeras novelas. Enmarcada en el mundo colonial, Los días de Birmania no es una novela más política que, por ejemplo, Pasaje a la India (de hecho, la forma igualmente despiadada en que Orwell trata la sociedad colonial y la sociedad birmana podría constituir una paráfrasis de las palabras de E. M. Forster: «La mayor parte de los indios, como, por lo demás, la mayor parte de los ingleses, son una mierda»): si la política interviene en ella es simplemente porque era parte integrante de la realidad observada.

La conversión de Orwell al socialismo sobrevino relativamente tarde en su carrera, cuando ya se había ganado una reputación literaria muy respetable con cuatro libros publicados. En 1936, casi por accidente, a un editor de izquierdas se le ocurrió la idea de encargarle de improviso una suerte de investigación acerca de la condición obrera en el norte industrial de Inglaterra en el momento de la Depresión. Su visita sólo duró algunas semanas, pero este encuentro con la injusticia social y la miseria fue para él una revelación que lo removió honda y definitivamente. Su «iluminación» socialista fue tan repentina y total como el satori de un adepto zen -o, si se prefiere, El camino de Wigan Pier fue su camino de Damasco. Estas metáforas pueden parecer fuera de lugar si se considera su profunda alergia a toda forma de religión (en particular, no ahorró nunca sarcasmos hacia cierta mística socialista que, según sus palabras, tenía el don de atraer «con fuerza magnética a todo bebedor de zumos de fruta, nudista, maníaco sexual, cuáquero, curandero naturista, pacifista y feminista de Inglaterra»).

Sin embargo, sólo la referencia a una experiencia religiosa parece capaz de dar adecuadamente cuenta del carácter instantáneo, absoluto e inquebrantable de su compromiso. Continuando con la imagen zen recién sugerida, es preciso añadir, por otra parte, que si bien su conversión afectó de forma decisiva la totalidad de su vida y de su ser, él siempre se dispensó resueltamente de liturgias, oficios, ritos y Escrituras: llegado el caso, y para gran desasosiego de sus cofrades más convencionales, Orwell se revelaba verdaderamente como uno de esos frailes iconoclastas e inspirados que, para calentar el convento en una fría noche de invierno, no dudan en coger un hacha y hacer leña de las estatuas santas.

Él no vivió la experiencia de Wigan Pier como un simple espectador. Su capacidad empática le permitió vivir desde dentro lo que Simone Weil denominó sobria y terriblemente «la desgracia» cuando quiso describir la suerte de devastación radical, el aniquilamiento del alma padecidos durante su experiencia como obrera de fábrica. Dicho sea de paso, éste no es el único lugar donde Orwell nos hace pensar en Simone Weil. Como ya ha sido subrayado por varios críticos, existen similitudes llamativas entre ambas figuras: no sólo tuvieron una trayectoria parecida (revelación de la condición obrera, compromiso socialista, experiencia de la guerra de España), sino que uno y otro estaban igualmente animados por la misma pasión de justicia, por la misma voluntad de pobreza y de ascesis llevada hasta el autocastigo. (Estas similitudes resaltan aún más, por contraste, su divergencia esencial: la espera de Dios abre la obra de Weil a lo infinito; la ausencia de Dios cierra la de Orwell sobre un universo curiosamente plano, desprovisto de misterio, prolongaciones, vibraciones y ecos: el tributo de su lucidez perfecta es también la exclusión de la poesía, puesto que aquí las cosas ya no pueden ser más que lo que son).

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