Albert Camus, George Orwell, Hannah Arendt, Cornelius Castoriadis... Sus nombres evocan voces intempestivas que a lo largo de décadas gritaron contra la realidad incomodando a izquierda y derecha. No en vano rehuyeron inscribir su pensamiento y su palabra en la polarización Este-Oeste que organizó el mapa de lo posible (lo que se podía hacer, ver, sentir) durante el siglo XX. Más bien todo lo contrario. Señalaron con mucha claridad y fuerza cómo la polarización entre ambos bloques secuestraba la realidad, convirtiendo al mundo entero en rehén. Espectador pasivo de su suerte, sometido a perpetuo chantaje entre distintos poderes que le prometen la salvación, el rehén es la figura de la imposibilidad de la acción. Ha perdido su capacidad de hacerse cargo por sí mismo del mundo, de transformar la realidad. Su existencia depende de un juego de manipulaciones y cálculos de poder entre agentes indiferentes a su destino y en los que él no puede intervenir.
Preservar la autonomía y la singularidad de su palabra no condenó a ninguno de ellos al aislamiento del rehén, aunque fuese eso mismo lo que pretendiesen los poderes (políticos, culturales, etc.) que participaban entonces más activamente en el secuestro de lo real. Por el contrario, el timbre y la entonación de sus voces tan personales se fue afilando en el seno de experiencias y luchas colectivas que pugnaban entonces por abrir la realidad, agujereando la política de bloques ("conmigo o contra mí") y haciendo emerger una alteridad radical, irreductible a la polarización. A través de esas luchas los dos bloques en conflicto revelaban, como decía Guy Debord, la "unidad de su miseria": una base común (que no idéntica) de explotación del trabajo, opresión política y alienación de las capacidades humanas. España 1936, Berlín 1953, Hungría 1956, Mayo del 68... son las fechas emblemáticas, pero la alteridad radical se afirmaba cotidianamente en luchas obreras, objetores de conciencia, rebeliones anticolonialistas, movimientos estudiantiles, revueltas de mujeres, etc. El gesto de aquellas voces intempestivas no era exactamente el del intelectual que se compromete con una causa, apoyándola exteriormente como el que firma un manifiesto, sino más bien el acto de implicación de quien se deja envolver completamente en un combate, lo acompaña con su cuerpo borrando las distancias y se hace cargo de su fragor en el campo del pensamiento o la creación.
Por todo ello, nunca deja de resultarnos extraño, aunque no sea un fenómeno de ayer ni de antes de ayer, la apropiación neoconservadora o liberal de aquellas voces, que glorifica su lucidez, su valentía y honestidad, su capacidad de visión y anticipación, pero solamente para criticar a la URSS, reinscribiéndolas así de nuevo en la polarización (ahora, Democracia vs Totalitarismo) de la que pelearon por escapar(1). Esa apropiación liberal (a veces, liberal-libertaria) funciona difuminando planos enteros de la vida y el pensamiento de aquellas voces intempestivas: en primer lugar, se borran los términos que utilizaron para describir la organización social de los países occidentales (algunos tan actuales como "oligarquía liberal" de Castoriadis); en segundo lugar, se desdibuja en nombre de qué se criticaba el régimen soviético (el socialismo democrático de Orwell y Camus, la república de consejos de Arendt o Castoriadis); y en tercer lugar, se oculta de dónde -de qué espacios y experiencias colectivas- se extraían ideas, palabras, imágenes y fuerzas para la escritura, la creación y la crítica (el sentido del viaje de Orwell a Wigan Pier y España, el vínculo de Camus con el movimiento libertario, la inspiración que supuso para Arendt la insurrección húngara del 56, la militancia de Castoriadis en el grupo Socialismo o Barbarie, etc.). Obrando así, nos atreveríamos a decir, no sólo se pierde una pieza del puzzle bio-bibliográfico, sino las mismas costuras que sostienen el tejido entero de una vida y una obra. Por ejemplo, en el caso de Orwell, como explica Simon Leys en el siguiente ensayo, "la lucha antitotalitaria no fue más que el corolario de su convicción socialista".
Esa apropiación liberal, no se trata simplemente de denunciarla. Menos aún de entrar en ridículos litigios de propiedad o patrimonio. No, por un lado es importante restituir esas dimensiones emborronadas de que hablábamos. Volver a tejer lo que astutamente se ha descosido con el fin de separar nítidamente el 'yo' de una voz singular y el 'nosotros' abierto y transformador donde se inscribía y en el que se alimentaba. Pero por otro lado, más importante aún es seguir usando su pensamiento, conectándolo con los problemas actuales de las prácticas de emancipación. El ensayo de Simon Leys sobre George Orwell que presentamos da pie a ambas cosas(2).
¿Cuál puede ser hoy la actualidad de George Orwell? Hasta 1989 estuvo muy claro. Orwell captó como casi nadie la esencia del totalitarismo: reescritura sistemática del pasado y supresión de la Historia (el mito del "Hombre Nuevo"), liquidación de la noción de verdad independiente u objetiva (la máxima totalitaria reza "todo es posible"), degradación del lenguaje y disolución de la lógica, inestabilidad permanente de las condiciones de vida, tortura ilimitada del cuerpo y la mente, etc. Pero, ¿y después de 1989? Desde luego, el periodo Bush ha puesto en bandeja una actualización de los análisis de Orwell. Para la forma-Estado nacida tras el 11-S, la política es la continuación de la guerra por otros medios: define y designa al enemigo, construye un gran relato en torno a él ("Occidente frente al Mal"), funciona mediante un Jefe soberano y la figura de "un solo Pueblo", emplea el miedo, la mentira y la muerte para sujetar, etc. Son todos ellos elementos que se pueden encontrar en las visiones de Orwell.
Otra lectura actual muy interesante de Orwell no se esfuerza tanto en encontrar en el presente los calcos de los mecanismos totalitarios de producción de miedo y seguridad, como en indagar con su ayuda lo que resiste por abajo en las cabezas y en los cuerpos. Orwell llamó en su famoso ensayo sobre Dickens "decencia común" (common decency) a ese fondo humano que resiste, al conjunto de disposiciones al apoyo mutuo, la fidelidad, la generosidad o la tolerancia (que no indiferencia). De hecho, la apuesta política por el socialismo democrático significaba para Orwell “trabajar en la construcción de una sociedad en la que la 'decencia común' sea de nuevo posible”. ¿Cómo no iba a tener entonces actualidad Orwell, si hoy el oportunismo, el cinismo y el miedo son las tonalidades afectivas que produce en masa nuestra (pos)modernidad? Jean-Claude Michéa es una de las referencias principales de esa corriente que encuentra en la filosofía política de Orwell toda una "caja de herramientas para desmontar el imaginario capitalista" tal y como funciona hoy en día. Un artículo suyo cierra este libro, discurriendo precisamente sobre las lecciones políticas de 1984, que no se reducen como se piensa muchas veces a la denuncia tópica del control total(itario), sino que nos hablan sobre todo del sentido de la common decency y del sentido del pasado como "infraestructura moral" para hacer frente, ayer, hoy y mañana, a la voluntad de poder.
El ensayo de Leys sugiere otras vías de actualización posibles de Orwell, vinculadas por ejemplo a la cuestión contemporánea de la "crisis de palabras", tal y como la nombró Daniel Blanchard en el libro homónimo de Acuarela.
Justo cuando las grandes ideologías que se disputaban el control de nuestra alma en la época de Orwell han caído, nos hemos quedado sin palabras para morder la realidad, nombrar nuestro malestar y decir lo que queremos. Las palabras parecen hoy incapaces de abrir la realidad, de sacudir la impotencia y la indiferencia con que se cierra. Infinitamente reversibles, han perdido su credibilidad y su fuerza (que son lo mismo).
¿Qué ha pasado? El problema de la "crisis de palabras" remite profundamente al desencuentro entre palabra, experiencia y pensamiento. En el espacio que se abre en ese desencuentro, en lugar de hablar nosotros, somos hablados por distintos lenguajes (administrados por sus expertos y especialistas) que se hacen cargo de definir y describir la realidad en nuestro nombre: el lenguaje mediático define la actualidad; el lenguaje publicitario nombra nuestros deseos; el lenguaje terapéutico describe nuestro malestar; el lenguaje securitario habla de nuestros miedos; el lenguaje empresarial de las competencias dice nuestras capacidades, etc.
Es el triunfo del estereotipo: la palabra convertida en consigna, convertida en respuesta automática, convertida en orden, convertida en código mercantil, convertida en permanente suspensión y aplazamiento de los problemas. Cada desencuentro entre palabra, experiencia y pensamiento produce un estereotipo. Como un desierto que produce más desierto. Y ese mismo desacople ha desarticulado también el pensamiento crítico que, al no asumir positiva y creativamente la crisis de palabras, se limita a repetir las que funcionaron en su día para abrir la realidad y hoy también han cristalizado en estereotipos.
El problema no es rescatar la "autenticidad" de las palabras frente a su "falsificación". No hay palabras cargadas de verdad más allá de todo contexto, de toda situación, de todo uso. La verdad es un encuentro, un momento de coincidencia entre palabra y experiencia. Ese encuentro hay que suscitarlo una y otra vez, no se puede confiar en una coherencia ya dada entre el signo y el sentido. Para Orwell, como enseña Simon Leys, producir ese encuentro -mediado por la imaginación- era precisamente el trabajo de la literatura.
Se conoce la extrema sensibilidad de Orwell a los estereotipos, las ortodoxias y las líneas (cor)rectas, "con toda la deshonestidad y la pusilanimidad que implica someterse a ellas". Era parte de su horror a la política. La "lengua de madera" le provocaba instintivamente sarpullido en la piel. Normal, la había podido ver desde muy de cerca funcionando como arma en Cataluña, cuando los estalinistas fabricaron con ella la justificación necesaria para depurar (o "vaporizar", como se dice en 1984) al POUM y la CNT. Abstracciones y etiquetas cargadas de odio, que difunden la sospecha, el estigma y el miedo. Retóricas que secan la fuente viva, concreta y encarnada de la palabra, su dimensión común. La célebre "neolengua" de 1984 es precisamente un lenguaje enteramente hecho de estereotipos, cuyo solo uso excluía de antemano toda posibilidad de pensamiento independiente, toda contestación. Esa experiencia grabó a fuego en su cuerpo una decisión: luchar a muerte contra los clichés que se nos imponen como obvios, las etiquetas que deshumanizan la realidad (suprimiendo matices, sombras, contradicciones) y los automatismos que "nos reducen al estado de gramófonos". Así concibió su teoría y su práctica de la escritura: contra el secuestro de lo real a manos de los estereotipos, la invención de la verdad y la complicación de la realidad a través de la literatura. Porque como dicen los anónimos autores de cierto Llamamiento, "las ficciones son cosas serias. Necesitamos ficciones para creer en la realidad de lo que vivimos".
Amador Fernández-Savater
Acuarela Libros, noviembre 2009
(1) A ojos de algunos intelectuales y militantes de izquierda, que cantaron alabanzas largo tiempo a las virtudes emancipatorias de distintas dictaduras sobre el proletariado, esa apropiación liberal es la prueba definitiva de que aquellas voces jugaron siempre un partido interno a la disputa Democracia vs Totalitarismo y, por tanto, poco o nada tienen hoy que decir a una crítica del presente. Siguen haciendo pinza.
(2) Por cierto que Simon Leys fue en su momento otra de esas voces intempestivas que quebraron los consensos sobre lo que podía pensarse y lo que no: su ensayo de 1971 sobre la China maoísta (Los trajes nuevos del Presidente Mao, Barcelona, 1976) conmocionó la visión establecida en torno a la patria de la Revolución Cultural.
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